Cerezas y baños en el Valle del Jerte
Desde hace años, hablar del verano es para mí hablar del valle del Jerte. Suelo recluirme allí unos días para alejarme del ruido y del calor del asfalto madrileño. El mes de junio y parte del de julio coinciden, además, con ‘la cerecera’, como se conoce en esta pequeña comarca a la recogida de la cereza, uno de los ciclos agrícolas más interesantes y bellos que conozco. Del mismo modo que hay personas predestinadas para pasar juntas el resto de sus días, en el mundo rural hay lugares ligados a un determinado cultivo, el paisaje se ha fundido con el frutal en una simbiosis inevitable, como ocurre en el valle del Jerte con el cerezo.
A diferencia de lo que sucede en otras zonas productoras de cereza, donde abundan los latifundios y la mecanización, aquí la recogida de la fruta se hace a mano, la orografía del terreno y el minifundio impiden cualquier posibilidad de acceso a las máquinas. Una tradición que ha pasado de padres a hijos y que convierten al Jerte en un espacio natural privilegiado, vivo, alejado de las postales y los decorados de cartón piedra de otros destinos rurales.
En la cerecera se implica toda la familia. La jornada comienza pronto, al alba, los faros de los coches de los agricultores rompen la menguante oscuridad y se adentran en las montañas en busca de su parcela. Algunos son agricultores a tiempo parcial, tienen otros trabajos y la cereza les sirve como un complemento para redondear los ingresos anuales. Otros, sin embargo, la mayoría tal vez, tienen una dedicación exclusiva, los 365 días del año. Uno de estos cereceros es Pablo Moreno, de 43 años, y esta tarde calurosa de finales de junio tengo una cita con él.
Su finca está a 750 metros de altitud. Para llegar hay que tomar la Nacional 110 desde Plasencia, o desde el puerto de Tornavacas, y desviarse hasta Rebollar, uno de los once pueblos del valle del Jerte, situado en plena montaña. Una vez alcanzado este pequeño municipio, continúo por un camino asfaltado y serpenteante hasta encontrarme con mi anfitrión y su familia: Pablo, Felisa de Castro, su mujer, y Pablo, uno de sus dos hijos, la niña está en Canadá en una estancia breve, con una beca. Es fin de semana y no hay instituto, de modo que a Pablo le toca echar una mano.
Desde esta altura, la carretera que abre el valle y que acabo de abandonar parece un río de asfalto, derretido por el calor, atemperado aquí por la vegetación. Es imposible vislumbrar el río de verdad, el Jerte, emboscado entre la vegetación de ribera: chopos, alisos, fresnos. La montaña está escalonada en bancales, las terrazas donde se cultiva el cerezo. Los caminos de acceso a las fincas abren pequeñas cicatrices, señales, arrugas del paso del tiempo en un espacio natural donde conviven la explotación agrícola con la preservación del entorno.
Pablo ha contratado a varios temporeros para que le ayuden en la recogida de la cereza. La fruta, roja como la sangre, cuelga ahora del verde intenso de los árboles, como si se hubieran puesto pendientes. Los hombres cogen las cerezas del árbol, ayudados de una escalera, mientras que las mujeres clasifican la fruta en el tendal, una mesa con agujeros para medir el calibre de la cereza. La que no cumple con los estrictos requisitos establecidos por la Denominación de Origen Cereza del Jerte, se utiliza como alimento para el ganado. La que pasa los controles se lleva a la cooperativa. Hay una en cada pueblo y otra de segundo grado que sirve como comercializadora, un entramado cooperativista que ha permitido el desarrollo de la comarca.
Este año, sin embargo, no está siendo una buena campaña. Las lluvias de junio han estropeado gran parte de la fruta. “Es lo único malo que le veo a este trabajo, las inclemencias del tiempo, uno siempre vive de lo que pasa ahí arriba”, confiesa Pablo. Pero le gusta ser agricultor. Es su propio jefe y el lugar de trabajo no puede ser más alentador. “¿No te aburres cuando estás solo?”, le pregunto. “Me gusta la soledad”, dice. “Y no para de escuchar la radio, está al día de todo”, añade Felisa, entre risas. Pablo, el chico, se ríe. Él no lo ve así. Es buen estudiante y no tiene claro que desee seguir con la tradición familiar.
Como no quiero interrumpirles la faena, me despido de ellos al cabo de un rato y, aún con mucha tarde por delante, me dirijo a otro de mis santuarios del Jerte, sobre todo en verano: la Garganta de los Infiernos. Se trata de uno de los espacios naturales protegidos más atractivos de Extremadura, junto al Parque Nacional de Monfragüe, situado a pocos kilómetros de aquí. El punto de partida es el centro de interpretación, cerrado ahora por obras, entre los municipios de Jerte y Cabezuela, en la ribera del Jerte, quizás en la zona más abierta del valle.
¿Qué se puede uno encontrar en este espacio singular de más de 7.000 hectáreas? Lo explica el director de la reserva, José María Otero. “Tenemos uno de los robledales de melojo más importantes de Europa. Además de orquídeas, vegetación de ribera (sauces, fresnos, alisos), pastizales alpinos y piornos, algunos endemismos. En cuanto a la fauna, como singularidad destacaría la trucha común, el tritón ibérico, cigüeñas negras, oropéndolas, búho real o la cabra montés”. Un lujo para los amantes de la naturaleza.
Hay varias zonas restringidas, pero el resto de la Garganta es de libre acceso, con nueve sendas guiadas. Una de ellas, a través de una de las cuerdas de la montaña, entre los robles que destacaba el director de la reserva, nos lleva a lo que popularmente se conoce como Los Pilones, una sucesión de cascadas y pozas, rocas limadas por el agua procedente del deshielo a lo largo de miles de años.
Y es que la Garganta de los Infiernos es un monumento natural dedicado del agua, me dice Ángel Vicente Simón, guía de la zona y vecino de Jerte, a pesar de que este año se ha notado la falta de lluvia. Su empresa organiza rutas a pie y en todoterreno por las zonas restringidas y ofrece actividades ligadas al disfrute de la naturaleza: ornitología, agroturismo, barranquismo, entre otras.
Ángel es uno de los lugareños que ha conseguido vivir en la zona gracias al turismo, un sector que se ha consolidado durante los últimos años en el Jerte, un impulso en el que ha tenido mucho que ver la labor de Soprodevaje, la entidad que vela por su sostenibilidad y equilibro. Un turismo que siempre tiene la mirada puesta en la agricultura, la principal fuente de ingresos de la zona. Esta mezcla, asumida en la vida cotidiana de sus habitantes, es lo que convierte a esta comarca en un lugar singular, un lugar donde siempre quiero volver.
Más información:
Soprodevaje. Campaña de la cerecera.
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