Cézanne y Regoyos, el poder del paisaje

Darío de Regoyos y Valdés. Paisaje nocturno nevado (Haarlem), 1886. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza.

Darío de Regoyos y Valdés. Paisaje nocturno nevado (Haarlem), 1886. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza.

Darío de Regoyos y Valdés. ‘Paisaje nocturno nevado’ (Haarlem), 1886. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza.

Nos vamos al campo sin salir de las paredes de un museo. Recreamos el exterior desde el interior. Dos poderosos paisajistas, Cézanne y Darío de Regoyos, comparten edificio en Madrid, en el Museo Thyssen-Bornemisza. Os proponemos una excursión desde Provenza a las playas de San Sebastián sin abandonar el Paseo del Prado.

Recorremos las dos exposiciones con Guillermo Solana, director artístico del museo y comisario de la exposición de Cézanne, que, plenamente consciente de la influencia cada vez mayor de la comunicación en redes, organizó la semana pasada una visita para una veintena de personas que solemos hablar de arte por esa vía. Y supo transmitirnos su entusiasmo por Paul Cézanne (1839-1906) a partir de su original tesis Site / Non-site, que da título a la exposición y que se refiere a la dualidad interior / exterior, trabajo de estudio / al aire libre, del pintor, tomada de una referencia de Robert Smithson (1938-1973), uno de los representantes más destacados del land art. Solana se muestra una vez más atento a aportar perspectivas nuevas que vigoricen las interpretaciones de los clásicos y los saquen de urnas e inmovilismos.

Y es ese punto de vista el que nos interesa de Cézanne para esta Ventana Verde.

El viaje por las salas pintadas de color arena queda claro en su planteamiento desde el comienzo. La primera estancia de la muestra del Thyssen está dedicada al camino, como vía de unión del interior con el exterior, y del exterior con el interior, como link entre el site y el non site. Cézanne fue un caminante incansable que cada día salía al campo a buscar el motivo para su pintura.

Solana ve, así, paisajes en los famosos bodegones del artista, en las texturas y disposición de las telas; diseña escenografías que componen una especie de laderas, a modo de montañas. Y ve el cántaro repetido de sus naturalezas muertas como la traslación al estudio de la montaña Sainte-Victoire, que pintó insistentemente con veneración y obsesión, desde las más diversas perspectivas (destaca en la muestra la realizada en 1904, que pertenece a los fondos del Museo de Arte de Cleveland). Y, en el sentido contrario, ve bodegones en los paisajes de Cézanne; aboliendo distancias, centrándose en el orden y los volúmenes. Más allá de las luces del impresionismo con que se alineó al principio, opta por rotundas formas, como buscando permanencia, persiguiendo lo duradero, frente a los reflejos cambiantes que captaba su amigo Pissarro. Y estructura los paisajes y dispone los distintos elementos como si fueran manzanas sobre una mesa, y el horizonte parece a menudo una tela o una pared de sus bodegones.

De la luz a la forma. Búsqueda espacial y ordenada que dará pie posteriormente al cubismo. La montaña en el exterior y el cántaro en el interior como referencias que le ayudan a organizar el mundo.

Nos llaman poderosamente la atención los lienzos El camino del bosque, con la solidez de la roca, el compacto verde-pino (como indisoluble por la luz, cerrado al cambio de los reflejos) y esas sombras de última hora de la tarde de un buen día. Y Ladera en Provenza, un cuadro excepcional de la National Gallery de Londres, ya cubista; uno de los preferidos por Guillermo Solana, porque responde bien a lo que él ve como la «etapa más equilibrada del artista, la que va de 1885 a 1895». Y La curva del camino, procedente de la National Gallery de Washington, tan inacabado que es casi abstracto para él, que tanto amaba la solidez de las formas, y tan inspirador…

Ese contagio mutuo de interior y exterior lo vemos también en sus perspectivas claustrofóbicas del espacio exterior, en su forma de cerrar mucho el campo de visión de algunos paisajes. «Son óleos muy dramáticos», explica Solana, «que recrean en la naturaleza la clausura del estudio, como buscando también al aire libre la intimidad del estudio; a Cézanne no le gustaba nada que le vieran pintar».

Aún más. A menudo vemos, según nos guía el director del museo en sus explicaciones, que sus bañistas se convierten en árboles, que sus figuras humanas en el campo -pocas y extrañas- podrían ser perfectamente figuras vegetales. «Se volvía más misántropo y se volvía más agreste», dice Solana. Y eso lo vemos en óleos que pintó en el paso del siglo XIX al XX. «Odiaba la invasión de los bípedos de los rincones de naturaleza que él amaba». Esa fue una de las razones por las que abandonó L’Estaque, pueblo cerca de Marsella que tanto quiso y pintó. La industrialización y el progreso le parecían una blasfemia; de ahí que se refugiara en ese tótem duradero y sólido que significaba para él la montaña de Sainte-Victoire.

Otra de las obras preferidas de Guillermo Solana es Casa en Provenza, pintada hacia 1885 y cedida por el Museo de Indianápolis. «Lo que se pierde en profundidad, porque la montaña parece que está encima de la casa, y la realidad es que está muy distante, a muchos kilómetros, se gana en relieve táctil, en textura. ¡Y esa casa! Un poliedro muy compacto y poderoso; como si pudiéramos cogerla con las manos y llevárnosla. Es una sensación muy parecida a la que nos transmite una naturaleza muerta».

Site / Non site. Estructuras paisajísticas que son como bodegones.

Bodegones que recrean montañas.

Exterior / Interior. Paisaje / bodegón. Montaña / Cántaro. Y la obsesión, frente a la luz que triunfaba y producía chispitas en los visitantes, por atrapar las formas. Podemos ampliar información con el artículo que nuestra colaboradora Julia Luzán escribió con motivo de la apertura de la exposición.

Por cierto, un consejo para visitar la exposición de Cézanne: está recibiendo una media superior a los 2.500 visitantes diarios; por eso, y dentro de lo posible de los horarios de cada uno, es recomendable evitar el fin de semana, que es cuando más incómodo resulta apreciar entre tantos cuerpos los volúmenes misántropos de Cézanne.

Y ya que es el paisaje lo que nos ha traído hasta aquí, no podemos abandonar el casón del Thyssen sin visitar la abigarrada exposición del asturiano Darío Regoyos en el sótano, organizada con motivo del centenario de su fallecimiento y que llega desde el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Regoyos ha sido el representante español más genuinamente impresionista -con permiso de los mediterráneos Sorolla, Mir y Rusiñol-, porque participó activamente de esa corriente europea en su carrera profesional, por su vinculación vital. Más allá del simbolismo de su España negra, se movió entre un puntillismo muy vanguardista y el retorno a un impresionismo más académico. Su trazo naif y colorista nos produce ahora ternura al ver Hernani como un pueblo en 1900 o contemplar los maizales en torno a Irún.

Merecen la atención sus vistas de las playas de San Sebastián; también en él -como en el maestro Cézanne- sus montañas, como las peñas de Urquiola y Amboto -promontorio sagrado para los vascos-. Aunque pintó Castilla y Andalucía, sentía predilección por las húmedas tierras del Norte, sobre todo del País Vasco. Pero entre el centenar de trabajos colgados, nos quedamos con el muy melancólico, casi fantasmagórico, Paisaje nocturno nevado, que pertenece a la colección de Carmen Thyssen-Bornemisza. Ahí Regoyos, más allá del tipismo, ha sabido manejar la habilidad para crear atmósferas de sus colegas franceses.

La exposición de Cézanne puede visitarse hasta el 18 de mayo. La de Darío Regoyos, hasta el 1 de junio.

www.museothyssen.org

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