Christer Strömholm, el fotógrafo de la vida, la muerte y los niños
En la Semana del Arte en Madrid, en ‘El Asombrario’ vamos a atender cada día alguna de las muchas propuestas en la ciudad. Seguimos hoy con la Fundación Mapfre, que expone una retrospectiva del artista sueco Christer Strömholm, cuya singular obra se caracteriza por una profunda complicidad hacia todo lo humano. Es imposible plasmar experiencias ajenas, decía siempre. La fotografía debía basarse en las propias vivencias. Sus imágenes cargadas de subjetividad y existencialismo le han convertido en un referente de la fotografía contemporánea.
Es 1955 en Pigalle, París. Sobre la tarima de un escenario hay unas piernas de mujer con medias de rejilla y zapatos de tacón. Desde abajo, un poco fuera de foco, algunos espectadores la miran de forma casual y casi sin expresión, como si en su cotidiano ajetreo –gabardinas, abrigos, maletines– apenas hubiesen podido detenerse un momento. Pero en primer plano, observando atento con las manos en los bolsillos del babi que lleva bajo el abrigo, destaca un crío de pocos años cuyo rostro irradia una luz inocente a toda la escena que me hace recordar cómo era aquella sensación infantil, hace tanto tiempo perdida, del descubrimiento de algo. En la instantánea, el Pequeño Christer está tomando contacto con algún aspecto de la vida que aún no conocía, y el fotógrafo estaba allí y ha captado ese momento.
Esta imagen forma parte de la muestra que la Fundación Mapfre dedica en Madrid al artista sueco Christer Strömholm (1918-2002), cuya personal obra cargada de subjetividad y existencialismo le apartó de las corrientes realistas de su época, convirtiéndole después en un referente de la fotografía contemporánea. Es imposible plasmar experiencias ajenas, decía siempre, la fotografía debía basarse en las propias vivencias. A él, el suicidio de su padre cuando tenía 16 años y su paso por la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial le marcaron para siempre. Como sus viajes por todo el mundo, y su formación en escuelas de pintura, y sus años en París. Strömholm también formó parte del colectivo Fotoform que Otto Steinert fundó en los años 50, donde a través de la fotografía subjetiva y la técnica de la doble exposición indagó en sus posibilidades expresivas. Tras un tiempo, abandonó el grupo, porque la experimentación no era para él un fin en sí mismo; su fotografía evolucionó y quedó para siempre marcada por los fuertes contrastes del blanco y negro que caracterizan toda su obra.
El protagonismo de la mirada inocente de los niños
La infancia es protagonista en gran parte de las fotografías de Strömholm, que se recordaba como un niño repeinado con traje de marinero y atrapado en un ambiente burgués. En la muestra hay muchos niños españoles de los años más duros del franquismo, un poco desharrapados y sucios, pero con una sobria dignidad en la mirada, captados en un día cualquiera: pisando charcos con una caja en la cabeza, jugando con palos, con cubos y escobas, sentados en su sillita mientras a su alrededor picotean las gallinas. Y ese chaval con pantalón corto y sandalias que baja La Rambla entre dos guardias civiles. En 1938, con apenas 20 años, Strömholm había sido correo para el bando republicano y a finales de los 50 volvió a España como guía turístico de los viajeros suecos que venían de gira en autobús. Después recorrería el país con el poeta Lasse Söderberg y el relato de ese viaje por la dura realidad del régimen se publicó al cabo de los años en el libro Viaje en blanco y negro.
El París más bohemio y trans
París también es una constante en la obra de Strömholm. En los años, 40 tomó contacto con los artistas de la bohemia y con grandes fotógrafos como Cartier-Bresson o Éduard Boubat. Brassaï era entonces su fuente de inspiración, y sus imágenes se inundan de grafitis, señales, carteles, paredes rotas. Pasa tardes enteras en las brasseries con su Leica y recorre los mercadillos comprando toda clase de objetos con los que compone bodegones surrealistas, poéticos, quizá buscando en la naturaleza de las cosas un sentido a nuestra existencia.
A finales de los 50, traba amistad con las transexuales que trabajan en los cabarés y los alrededores de Pigalle, y se aloja como ellas en el hotel Pierrots. Aquí están colgados sus retratos, que Strömholm reuniría en 1983 en el libro Las amigas de la place Blanche: Suzannah y Sylvia, Carla y Zizou, Carmen, Sabrina, Belinda. Aparecen muy hermosas, juegan descaradas con el objetivo de la cámara o posan como las estrellas de cine, pero en la intimidad de sus habitaciones el fotógrafo capta algunos mohines de amargura y toda su fragilidad.
El toro agonizante, el maniquí abandonado, la muerte
En 1967, Strömholm publicó el compendio de su vida errante y sus viajes entre 1940 y 1967 por España, Francia, Alemania, Estados Unidos y la India en Lista de correos, que hoy es uno de los libros fotográficos europeos más importantes de la posguerra. Hay en él muchas imágenes en torno a la muerte, uno de sus grandes temas, como el toro agonizante en una plaza española, como el maniquí olvidado en una caja que parece un ataúd, o las huellas en la nieve del cementerio vacío de Montmartre, perdiéndose entre las tumbas a lo largo de la avenida. En realidad, como en toda su obra, hay en el libro una profunda reflexión sobre la condición humana, sobre lo luminoso y lo oscuro de nuestras aristas, que quizá resume sin palabras esa fotografía que el artista tomó en Calcuta a un niño pequeño y descalzo que se chupa un dedo colgando en lo alto de una caña larguísima, en medio de la nada.
“Yo no hago fotos, creo imágenes”, dice desde la pantalla que en una de las salas proyecta el documental rodado por su hijo Joaquim. “En la cámara no hay que confiar nunca, no es la cámara la que hace las imágenes, ella no tiene sentimientos”. El fotógrafo aparece en la casa que compró en 1958 en la destartalada aldea de Fox-Amphoux y que convirtió en su refugio, rodeado de cajas con llaves, muñecos desmembrados y todas esas cosas inútiles y viejas cuidadosamente escogidas en los mercados de pulgas, fotografiando las manchas de humedad de las cortinas en cuyas formas caprichosas dice ver animales o flores, o anotando en cuadernos cualquier cosa que le viene a la cabeza: “Palabras dirigidas a quienes quieren vivir y seguir viviendo”, dice.
Durante diez años, entre 1962 y 1972, Strömholm dirigió la escuela de fotografía de Estocolmo, donde se formaron más de 1.200 alumnos, tuvo cuatro esposas, dos hijos y algunas amantes, pero confiesa que fracasó –es el término que emplea– en su relación con los niños y que por eso los fotografía tanto. “No puedes fotografiar la experiencia ajena”, repite en la pantalla con gesto ya cansado, “tienes que estar tú mismo con todos tus sentidos”. Luego se detiene al borde de un acantilado, con la mirada perdida en el azul del horizonte, y añade: “Si no participas en la vida, no tendrás imágenes”.
Christer Strömholm. Fundación Mapfre Madrid. Hasta el 5 de mayo.
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