Ciudad de México: machismos históricos ¡y por fin el feminismo!
En verano todos pensamos en viajes. En ‘El Asombrario’ emprendemos vuelo a México en dos etapas. Hoy nos detenemos en la capital. Buscando referentes, de Juan Rulfo a Octavio Paz y Carlos Fuentes, nos topamos con Burroughs y Trotsky, con ‘la paloma y el elefante’, Frida Kahlo y Diego Rivera, y con mujeres valientes que han dicho basta y se han plantado frente a la insoportable lacra de feminicidios (entre 1.000 y 3.000 al año).
A veces, cuando se sale de viaje a un país lejano y se llevan muchos referentes, al llegar uno siente de pronto que se han desvanecido, que durante el largo vuelo se han escapado de la mente, como si quisieran dejarte vacío o en modo apagado, para que la memoria, a la llegada, recupere con esfuerzo su esencia. Ese vértigo me había ocurrido en Génova donde, por tan obvio, con el único que aterricé fue con Colón. Otras veces se buscan unos referentes pero se termina encontrando otros. Al llegar a Ciudad de México llevaba en mi mochila a Pedro Páramo (1955) y El llano en llamas, de (1953) de Juan Rulfo, o La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, pionera en el llamado boom de la literatura hispanoamericana, y, claro, a Octavio Paz o a Elena Poniatowska, o recordaba a Luis Buñuel, que rodó en México 20 de sus 32 películas.
Lo primero que hice fue buscar a Rulfo, cuyo Pedro Páramo me había dejado impresionado cuando, en una clase de creación literaria que se impartía en un ático al que llamábamos La Casa del Reloj, hace muchos, muchos años, lo analizamos en profundidad.
– Comala no existe.
– Existió, ya verás como existió.
De noche, oculto por la escasa luz de la luna menguante, como un Juan Preciado que une a los vivos y a los muertos en el hilo conductor de la narración, caminé por las calles con nombres de ríos de la Colonia Cuauthémoc, por donde solía pasear el escritor, tratando de imaginar sus geografías, pero me esquivaba y acabé agotando todos los ríos del mundo, sin poder encontrarle. A la mañana siguiente, luminosa y templada, algo decepcionado me propuse descubrir el centro y, sin pretenderlo, me di de bruces con otro escritor que no buscaba pero que me encontró, el novelista William Burroughs, cuyo fantasma parece seguir acudiendo al mismo rincón de la Cantina del Tío Pepe al que acudía siempre con pistola en la cintura y pitillo de marihuana, y en el que nunca faltaba un vaso de tequila.
En la Cantina está su mesa todavía, igual que en 1949, mientras desde fuera el local apenas se distingue, oculto por las sombras de vendedores de recuerdos apostados en su fachada y por los dos grandes leones de escayola que franquean la entrada al Barrio Chino. Dentro, la atmósfera de la cantina se ha oscurecido, como si la iluminación pobre pretendiera ocultar los deslices de sus clientes. Al autor beat de El almuerzo desnudo esa penumbra le hubiera gustado igual. El escritor escribió: «La ciudad de México me gustó desde el primer día que llegué. En 1949 era un lugar barato para vivir, con una gran colonia extranjera, burdeles y restaurantes fabulosos, riñas de gallos, corridas y todas las diversiones imaginables. Un soltero podía vivir bien por dos dólares al día»
Junto con Kerouac, el otro gran escritor de su generación, vivieron aquí la vida bohemia y licenciosa de los años 50; es la historia de los gringos que encontraron en México un lugar mágico y místico. También dijo Burroughs: «Se te quita algo de encima cuando cruzas la frontera de México y de repente el paisaje se te aparece desnudo, sin nada entre tú y él, desierto y montañas y buitres». Probablemente algunos de los gringos que vemos hoy sigan cruzando la frontera con el mismo espíritu que aquellos escritores de los 50, pero se diría que con mucho menos talento.
La convulsa historia de México siempre ha estado ligada a la de su vecino del norte, de quien sigue dependiendo en gran medida, de quien cuelgan sus pobres, el país rico al que se huye escapando a paraísos que no existen. El Río Grande, allá arriba, es demasiado ancho y la raya está tomada por los narcos. Pero de Ciudad de México hacia el sur, hacia el Yucatán, la cosa es diferente.
La ciudad de México me seducía, encendida ahora por una tierna primavera que fecundaba las jacarandas de flores malva que decoraban el extenso bosque de Chapultepec o el Paseo de la Reforma, o el de la Alameda –el más antiguo de Latinoamérica– arterias urbanas barnizadas por un sol amable y tibio, ideal para caminar y encontrar. En el Museo del Estanquillo se muestra el legado del escritor y periodista Carlos Monsiváis, su colección privada de fotografías de vida y de amantes, y también su colección de fotos y carteles sobre Blue Demon, el ídolo de la lucha libre durante 41 años. Al escritor se le conocía en los círculos LGTB de la capital como La Monsi, nos dice un amigo mexicano, aunque siempre se hablara de él con la mayor discreción.
Hallé en Coyoacán a Frida Kahlo y a Diego Rivera, «la paloma y el elefante», como les llamaba la madre de la pintora. En su Casa Azul estaba Frida, magnífica, brillante, tozuda, sufriente, y se sentía el fantasma de Diego. Como Borroughs, Rivera también llevaba su pistola a la cintura, a aquellas parrandas de tequila y pulque, y cuando se emborrachaba tiraba al gramófono. Frida abandonaba el salón, harta de los excesos de su marido, de sus infidelidades. Después de leer el libro que sobre ella escribió Rauda Jamis estoy convencido de que Frida murió reventada de celos, aunque hacía años que la pareja vivía separada. Pobre Frida, noté su aliento en la habitación donde se conserva la cama con baldaquino en la que, tumbada, se presentó a su última exposición, poco antes de morir. Apenas se tenía en pie.
Mujeres fuertes las mexicanas, y así fue que, en la Glorieta de Colón, encontramos las pintadas de las feministas más jóvenes y empoderadas, las que tienen mucho que ganar, porque son las que más tienen que perder. Y no se arredran. En 2021 vandalizaron una estatua de Colón y la sustituyeron por una escultura de madera que representaba a una mujer con el puño en alto. Era la rabia de las que claman justicia por las desaparecidas y por las víctimas de los feminicidios, es el fuego morado de miles de voces que no se puede detener. En el metro, el gobierno de la ciudad ha decidido reservarles un vagón solo para ellas y en el autobús, los asientos traseros. Medidas polémicas, sin duda, pero bien recibidas por las que dicen ser objeto de frecuentes tocamientos por parte de los hombres.
Algunos dicen que el escritor Carlos Fuentes era machista en su literatura, y sin embargo se le atribuye la siguiente frase: «El mundo, se diría, está hecho por las madres, y deshecho por los padres. La construcción de la pareja es el desafío que la literatura reconstruye». No puede extrañarnos que estas mujeres jóvenes prefieran buscar otros referentes más cercanos.
En la misma avenida donde se ubica la Glorieta de Colón hay centenares de testimonios de otras luchas que jalonan todo el paseo con carteles y símbolos: los mineros sepultados en Pasta de Conchos, los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa o los 49 niños muertos en el incendio de una guardería en Sonora. Busco referentes, y el camino me devuelve injusticias, luchas vivas, el clamor del pueblo.
Desde la Casa Azul de Frida en Coyoacán se llega en un corto paseo sobre aceras abiertas y resquebrajadas por los terremotos o por gigantescas raíces de árboles tropicales, hasta la casa de Trotsky, su amante antes de ser asesinado por el español Ramón Mercader. La vivienda, hoy una impecable Casa Museo, guarda en sus fachadas los rastros de las balas del primer intento de acabar con su vida, perpetrado por otro famoso muralista, David Alfaro Siqueiros, acompañado de 20 sicarios. Milagrosamente, Trotsky, su esposa y su nieto lograron salir ilesos. Pero Mercader consiguió infiltrarse en la casa como ayudante hasta que halló el momento: le golpeó en la cabeza con un picahielos, cuando Trotsky le pedía que leyese su último escrito. El revolucionario ruso escribía en ese momento como había hecho siempre, el hombre revolucionario y el hombre literario, con exquisito talento para la escritura. Una lección de la historia.
Antes de marcharnos de la ciudad y, tras unos chilaquiles deliciosos y un chocolate fermentado, regreso a la gigantesca Plaza del Zócalo cuya inmensidad me hace sentir insecto pero también volcán, porque en su magnitud negra me diluyo. Al lado de la magnífica catedral, encuentro el Templo Mayor (o Templo Principal en idioma nahuatl, la lengua del imperio mexica) de Tenotztitlán, que es como los aztecas llamaban a la actual ciudad. El poeta Octavio Paz dijo, en una entrevista que le hicieron aquí admirando el Zócalo, que amaba y odiaba el pasado a partes iguales. Los aztecas construyeron la antigua ciudad sobre un islote del lago Texcoco, desecado más tarde por los españoles.
Los españoles llegaron y lo transformaron todo. Me pregunto qué sabría Leoncio Vallarías sobre México cuando llegó exiliado en 1940, cómo se le cegaría la mirada al contemplar esta plaza enorme y si adivinó en un gesto, en una palabra, que México le daría mucho, porque le recibía bien, él huyendo de la barbarie, como huyeron tantos españoles. Y Leoncio creó un despacho de café que a día de hoy sigue vendiendo, en la calle López, café de Chiapas, de Veracruz, de Puebla, de Guerrero y en cuyas estanterías hay fotos de Santoña, donde nació, o símbolos republicanos como la bandera tricolor que portan los empleados cosida en la camiseta. A la calle López, hoy repleta de abarrotes, le llaman la calle del exilio español porque a pocos metros del despacho de café se situaba el Centro Republicano que funcionó hasta el año 2000. Todo un formidable reencuentro, las referencias españolas del exilio en la capital.
Nos vamos a Puebla, tan solo el segundo eslabón en la cadena que conformaría nuestro recorrido por el país, y en Puebla sí conseguiré, por fin, conocer más sobre una faceta insólita de Juan Rulfo. Y dialogaré con Chiapas y con la Selva Lacandona, pero también con Puerto Escondido y Acapulco, Oaxaca y San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, o el deslucido Cancún, en la península del Yucatán.
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