Clara Montoya: ciencia y arte, el flujo ininterrumpido de la vida
Tras terminar su año de residencia en el programa CNIO Arte, para el que creó la fabulosa pieza ‘Ignota’, Clara Montoya expone en F2 Galería de Madrid una muestra de sus últimos trabajos bajo el título ‘De cuerpo en cuerpo’: una reflexión en torno al flujo ininterrumpido de la vida y su misterio, el cuerpo y la memoria. Charlamos con la artista sobre su obra, caracterizada por un constante desafío a las técnicas, las ideas o la materia de la que se nutren sus fabulosas creaciones.
Clara Montoya me espera en una enorme nave que comparte con otros artistas en el barrio madrileño de Carabanchel. Este lugar es su estudio, aclara nada más entrar, y me explica que es en un taller donde hace los primeros trabajos preparando los materiales y aquí monta las piezas, las “prueba”. “Aunque yo trabajo andando y viajando, mi estudio es el mundo”, dice. Pero yo puedo imaginarla en este espacio manipulando materiales, mecanismos y herramientas; la veo armando, quizá con la ayuda de poleas o algo así, la fabulosa pieza que ahora reposa en el atrio del CNIO, el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas: un enorme prisma formado por espejos oscuros que gira sobre su eje y que tituló Ignota, resultado de su residencia en CNIOArte (programa en la actualidad suspendido por decisión del Patronato de esta institución, tras dos meses de acoso desde diversas instancias a quien ha sido durante 14 años directora científica del centro, María Blasco). “Fue una experiencia muy interesante”, comenta Montoya. “El CNIO es infinito y siempre te quedas con ganas de conocer más. La pieza que resultó de la residencia habla de muchas cosas a la vez y una de ellas es que el interior de la célula es aún desconocido, no se ve su funcionamiento, y los investigadores están buscando ahí cosas que aún no tienen nombre. El límite del conocimiento está tan cerca que lo que no entendemos aún está por nombrar”. Ahora, bajo el título De cuerpo en cuerpo, F2 Galería de Madrid acaba de inaugurar una muestra de sus últimos trabajos, entre los que se pueden ver las piezas Resuelta I y II como respuesta al oscuro prisma de Ignota, que giran en torno al misterioso interior de las células en un diálogo incesante entre ciencia y arte.
Se diría que la obra de Clara Montoya se caracteriza por su constante desafío a las técnicas, las ideas o la materia de la que se nutren sus creaciones: máquinas, vídeos, performances, instalaciones, new media, escultura, dibujo, pintura. Y que desde esa tensión quiere interpelar al espectador para que participe de sus reflexiones, para conmoverlo. Como hizo en Tamburi, la instalación de 2017 en un túnel de la fortaleza romana Forte Prenestino donde los visitantes, armados con cañas, golpeaban las paredes con todas sus fuerzas; o como en Speak to me, con un altavoz y un sensor en una sala oscura que, cuando entraban los visitantes, amplificaban y entremezclaban el latido de sus corazones.
En tu obra hay una tensión constante entre los materiales y las ideas, entre arte y ciencia, que quizá se intensificó tras tu paso por el CNIO.
Siempre atribuimos a la ciencia la idea de racionalidad y al arte la de emoción, pero creo que ni uno ni otro están desprovistos de ambas características. La ciencia puede ser muy emocional; somos una bola que flota en el espacio, en un universo que se expande en más multiversos, y esto es bellísimo. A la vez, dentro del arte hay muchísima teoría y mucha técnica, y también muchas maneras de expandirse: en el sentimiento, en la maestría, en las técnicas. Y también hay artistas cuya obra cristaliza en otras cuestiones como la matemática. Puede parecerme igual de bonito una puesta de sol que el ADN o cómo se replican las proteínas, que observé durante mi residencia en el CNIO, porque todo es parte de un proceso. Fíjate, enamorarse provoca una reacción química en nuestros cuerpos; nosotros somos una reacción química que sabe hacer chistes; estar vivos es algo increíble y excepcional.
Tras tu paso por la universidad te formaste en Londres, París y Nueva York, y a partir de aquí abandonaste la pintura para centrarte en la escultura y las instalaciones, ¿cómo fue esa evolución?
Mi experiencia en la universidad es que la enseñanza era muy fragmentada y no te dejaba construir un pensamiento personal; a los alumnos nos decían que estábamos abocados a ser profesores para ganarnos la vida. Yo tenía problemas por estar apuntada en dos disciplinas, grabado y pintura, porque estaba mal visto estar en dos especializaciones. En el último año fui de Erasmus a Bruselas y allí era totalmente diferente, los alumnos tenían una concepción profesional respecto a ser artistas, no lo veían con arrogancia ni como una tarea imposible. Después fui a Londres a trabajar y estudiar inglés; allí me di cuenta de que había adquirido mucha formación en técnicas, pero no tenía una idea de lo que quería hacer ni un lenguaje propio. En Nueva York hice un master en escultura y entré en contacto con otros artistas; el mundo de la escultura me permitía olvidarme de todo lo que había aprendido en pintura y grabado y hacer lo que me gusta, que es inventar o buscar soluciones para las cosas. A día de hoy, aún me cuesta encontrar un lenguaje pictórico por todo lo que me dijeron que no tenía que hacer.
Cómo es tu proceso de trabajo, ¿partes de una idea, de lo que te sugiere un material, una vivencia?
Gran parte de mi proceso es mental, empiezo a pensar en las piezas y a visualizar de qué modo encajan para expresar algo que en ese momento me inquieta. Trato de que el resultado sea bastante certero para no perder el presupuesto o mi energía ni la de las personas que a veces me ayudan con alguna pieza; todo tiene que ir muy ajustado. Algunas ideas las tengo de hace años, y solo espero el momento en que tengan su alma, un rumbo, una manera de estar; un poco como nosotros: que tengan un plano. Voy más rápido imaginando y las pérdidas las tengo aquí, en estos apuntes que casi no se entienden.
Me enseña un grueso cuaderno de tapas negras con las páginas llenas de garabatos, esquemas, fórmulas. “Todo va muy rápido en mi cabeza”, dice. “Esto son esbozos técnicos, que apunto para que no se me olviden”.
Clara Montoya habla también con sus manos, unas manos pequeñas de aspecto suave que revolotean mientras desgranamos las complejas cuestiones que alimentan su obra: el lugar que ocupamos en el espacio, la delgada línea de nuestro tránsito al atravesarlo, el tiempo, el misterio de nuestra existencia. En Antípodas, una pieza de 2017, una webcam retransmitía en directo el cielo de Wellington en Nueva Zelanda, al otro lado de la Tierra, con un texto que advertía: “Solo el 5,5% de la superficie del globo terráqueo tiene antípodas en tierra firme. Madrid y Wellington son prácticamente antípodas, las separa una distancia de unos 20.000 km. No hay vuelo comercial que llegue sin escala hasta allí. Está tan lejos que, si te alejas más, te acercas. Cuando aquí anochece, allí amanece; la noche que se nos echa encima ya pasó y empieza un nuevo día. […] Ver el cielo de las Antípodas. Ver esta noche el amanecer de mañana”.
Muchas de tus piezas tienen un matiz filosófico, enlazando el pasado con el presente o creando metáforas acerca del transcurso del tiempo. Como en ‘Constelación’, donde mostrabas el lento giro de la Tierra, o en ‘Las cinco pleiades’, donde los cinco lienzos que reproducen los detalles de un antiguo tapiz del siglo XV sobre la historia de Hércules se desplegaban sincronizadamente a lo largo de 70 minutos para hablarnos del “tiempo presente como acción de tejer y destejer el tiempo que exige”.
El tiempo es algo intrínseco a nosotros, es un concepto que me fascina. También nuestra interpretación del tiempo; todo movimiento implica una historia, una narración, la construcción de un relato individual y social. Nosotros mismos tenemos una idea de relato respecto a nuestra vida que va variando de escala; hay momentos que desaparecen y ni recordamos, y otros que se ensanchan. Hay ahí una variabilidad que me seduce mucho.
En Palma de Mallorca, en medio de un jardín de frutales, surge de la tierra el mástil inclinado de la “escultura modular temporal de 200 años” que Montoya tituló 1924/2124, en la que cada año se van ensartando unos discos de cobre grabados con notas musicales y la fecha correspondiente, de modo que la escultura va ganando altura en el tiempo sobreviviendo a todos los que participan colocando los discos en ella. Y en Johannesburgo, la artista realizó para la fundación sudafricana Nirox en 2016 un “experimento/proceso escultural y performativo”: la pieza Fulgur Conditum, un pararrayos en una gran caja de arena que al recibir los rayos funde el sílice en complicados patrones, creando así una escultura en el preciso instante y lugar del acontecimiento. Todo es tiempo y textura en la obra de Clara Montoya, todo remite a un relato. “Aunque los relatos”, dice, “son fácilmente reemplazables; en la ciencia ocurre que algunas ideas se desdicen, y no pasa nada”.
Por la obra de Clara Montoya se entrelazan constantemente la ciencia y el arte. Entre las piezas que expone F2 Galería se encuentra su proyecto en torno al Alzheimer a partir de los estudios de Li-Huei Tsai, catedrático del MIT (Massachusetts Institute of Technology), que demostraban mejoría en pacientes expuestos a ondas de 40 Hz. “El pensamiento es materia”, me explica, “y el cerebro es muy bonito, la imagen de dos neuronas conectándose es fascinante, es geometría mental. Y su manera de comunicarse tiene que ver con la frecuencia que emplea. Cuando naces, el cerebro va a unos 15 o 20 Hz, que es la misma frecuencia a la que duermes; por eso los niños están siempre como soñando; luego cuando crecemos llega a los 30 o 40 Hz. En el Alzheimer es como si el cerebro se llenara de lana embarullada, y han desarrollado una terapia de sonido y luz a 40hz que, probada en ratones, deshacía esos nudos mentales y permitía al cerebro limpiarse. En la sala he colocado un tatami donde te puedes tumbar o sentar para escuchar ese sonido. Hacer una escultura que en cierto modo cure es una idea que me fascina”.
Un verso de la artista da título a la exposición: “A lo largo de milenios, de millones de años he ido transformándome y nunca he muerto, / saltando de cuerpo en cuerpo. / Una cadena de vida que ha llegado hasta aquí sin romperse jamás”. Esa idea de la vida como un proceso de mutación continua es lo que ha inspirado sus últimas creaciones. Dentro de unos días estará en San Sebastián trabajando en un proyecto para Tabakalera sobre el bosque protegido de Artikutza, sobre la historia de la vida de ese bosque.
Mientras tomamos té en esta nave un poco fría de Carabanchel, charlamos aún sobre inteligencia artificial y nos acordamos de la novela El autoestopista de la Galaxia, de Douglas Adams, cuando le preguntan a un ordenador cuál es el sentido de la vida y tarda miles de años en responder: “El sentido de la vida es 42”. Luego disertamos también acerca del papel del arte en nuestro mundo de ahora. Y Clara Montoya nos dice: “Siempre hay en los artistas una simiente de generosidad, que se traduce en nuestra manera de compartir belleza, desazón, lo que sea que sentimos. El arte es una nana, algo para acompañar, para recordar”.
‘Clara Montoya: de cuerpo en cuerpo’. F2 Galería, Madrid. Hasta el 22 de marzo.
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