Clara Peeters, la primera exposición dedicada a una mujer en el Museo del Prado
Clara Peeters, una pintora de la que no se sabe casi nada. Contemporánea de Jan Brueghel el Viejo, Rubens y Van Dyck, pintaba únicamente bodegones para no verse en la limitación de representar el cuerpo humano, algo que una mujer según la moral de su tiempo ni debía aspirar a conocer. La exposición del Museo del Prado, procedente del Museo Real de Bellas Artes de Amberes, reúne 15 obras de las 40 que se conocen suyas, entre ellas cuatro obras del Prado procedentes de la colección de Felipe IV e Isabel de Farnesio. Y sí, es la primera exposición dedicada a una mujer en el Museo del Prado.
Cuenta Alejandro Vergara, jefe de conservación de pintura flamenca y escuelas del Norte y comisario de la muestra, que tras casi dos años dedicado a bucear en la historia de la pintora no tiene casi ninguna certeza de su biografía e incluye una anécdota : “En 1960 una pareja de coleccionistas norteamericanos de viaje por Europa visitaron el Museo del Prado y aquí contemplaron los cuatro óleos de Clara Peeters; buscaron información sobre ella y al no encontrar nada, cayeron en la cuenta de la invisibilidad de las mujeres en el arte, y de ahí nació el Museo de la Mujer en el Arte, en Washington”.
Se intuye su vida por sus cuadros; su lugar de nacimiento, Amberes, también por sus óleos y los soportes que empleó para sus cuadros. Sus delicados bodegones encierran pistas personales. Se autorretrataba en los reflejos de las copas y jarrones y marcaba bien su nombre en el mango de los cuchillos que aparecen en sus cuadros. Dejaba señales conscientemente. Pero ahí se acaba todo. El misterio de su vida continúa en busca de pistas fiables.
El primer cuadro de Peeters está fechado en 1607, cuando se supone tendría unos 18 años; el último, en 1621. Flandes en esa época vivía un momento de esplendor, florecían las industrias y una burguesía poderosa hacía sombra a la aristocracia apiñada en torno a sus gobernantes, los archiduques Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, y su marido Alberto de Austria. El comercio abría la puerta al conocimiento de costumbres y objetos de lejanos países y los ciudadanos ricos consumían lujo en forma de telas, porcelanas y pinturas.
Clara Peeters se dedicó en lo que entonces estaba considerado obra menor, los bodegones. Pinta la realidad, “cuadros de lo que vemos”. Naturalismo y simbolismo conviven en las obras de una mujer que tiene ganas de mostrarse en esas ventanas a la cultura de su tiempo. Fue pionera en todo, en pintar el primer bodegón de pescados, en reflejar la belleza de un rico mantel de damasco del que no ha rehuido los pliegues marcados por permanecer doblado. Gracias a sus composiciones conocemos la gastronomía del siglo XVII, los objetos de lujo que atesoraban los burgueses en sus casas, la caza que comían, incluso los animales que tenían como mascotas.
Repetía los mismos objetos en distintos cuadros, combinándolos de forma diferente. Los platos de porcelana, los saleros, las copas doradas, los cuchillos, las frutas, quesos y muchas, muchas conchas, objeto de coleccionismo y de riqueza.
¿Cuándo pintaba Clara Peeters? ¿Cuando acababa sus tareas domésticas, si es que las hacía? Desconocemos si tuvo algún familiar pintor como Artemisia Gentileschi o si tenía un origen noble, como Sofonisba Anguissola. Saltar las normas impuestas a las mujeres en aquella católica corte debió de ser difícil. Llama la atención su perseverancia en no pasar desapercibida, en reafirmarse como mujer y pintora. Su imagen se refleja en los jarrones, con la paleta de pintor, de cuerpo entero, a veces, es sólo un rostro; su nombre aparece en el canto de los cuchillos y la inicial de su apellido representada en forma de dulce, una P que conmueve por su visibilidad invisible.
Los pescados eran la comida principal para los días de ayuno. Clara Peeters pinta los peces de agua dulce, vivos, coleando. Carpas, lucios y anguilas, cangrejos y gambas. Todo está representado con mimo, con absoluta perfección. Cuando representa pasteles dan ganas de comerlos. Son apetitosos y bellos con filigranas decorativas, como los enrejados que rematan unas tortas que entran por los ojos.
En sus naturalezas hay frutas pero pocos vegetales, a excepción de las alcachofas, una exquisitez, procedentes de África a través de España e Italia, por las que, cuentan, tuvo una de sus violentas riñas en Roma Caravaggio. Quesos, pan, frutos secos y flores, todo está en la mesa que siempre preside el salero, porque la sal es el condimento más preciado en esa época. Fiel a la tradición clásica de las moscas en la pintura, Clara Peeters también deja constancia de alguna posada en un jarrón.
Dan ganas de saber más de Clara Peeters. Su pintura tan doméstica nos habla desde los cuadros, pero su condición femenina ha ocultado su vida a la historia. Lo sabemos todo de Rubens, de Van Dyck, sus contemporáneos, colegas a lo mejor conocidos de la pintora, pero de ella no hay datos, ni bautismo ni muerte. Qué injusticia. Acerquénse al Prado. Contemplen sus bodegones y verán que es Pintura con mayúsculas hecha por una mujer.
‘El arte de Clara Peeters. Museo del Prado’. Hasta el 19 de febrero de 2017.
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