¿Por qué a Peris-Mencheta le ha salido redonda la receta en su ‘Cocina’?
Meterse en semejante lío teatral requiere una buena dosis de pasión por este oficio y otra buena dosis de locura. El director Sergio Peris-Mencheta parece reunir ambas. Tras varios años de preparación y varios meses de ensayo, este milagro llamado ‘La cocina’, sobre un texto del británico Arnold Wesker, está rompiendo todas las barreras del éxito en el teatro Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional, en Madrid. Hasta que termine el año.
Es difícil ver algo como esto metido en un teatro, sobre todo en los tiempos que corren. Esta obra es como un ‘elige tu propia aventura’, como un parque de atracciones, como unos Juegos Reunidos, como el Jardín de las Delicias de El Bosco (pero sin tanto mal rollo). Esta obra es, sobre todo, como una cocina, o como un mundo entero metido en una cocina. Un extraordinario elenco de nada menos que 26 actores se desenvuelve en su labor cotidiana de servir frenéticamente 1.500 comidas al día y a uno, sentado en la butaca, le faltan los ojos para seguir las evoluciones de cada personaje. Sus palabras pero también sus gestos, que cocinan sin manejar comida, con el aire, aunque utilizando, eso sí, todos los elementos que frecuentan la sala de máquinas de los restaurantes: hay ollas, hay humo, hay vapor, hay afilados cuchillos, hay fuego. Hay pasión, desencanto y a la hora de los principales servicios hay casi un campo de batalla.
Meterse en un lío teatral de semejante calibre requiere una buena dosis de pasión por este oficio y otra buena dosis de locura. El aguerrido director Sergio Peris-Mencheta parece reunir ambas, así que ha obrado, tras varios años de preparación y varios meses de ensayo, este milagro llamado La cocina, sobre un texto del británico Arnold Wesker. Se puede ver en el teatro Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional hasta el 30 de diciembre. Si ustedes ya están hartos de la cocina considerada como una de las Bellas Artes, de programas de cocina y concursos de cocinillas cada vez que ponen la tele (con niños, con famosos, con gente normal, con Chicote y sin Chicote, con gluten y sin gluten), de que en cada evento al que asisten o en cada restaurante al que entran haya un chef con nombre-y-apellidos, no teman. Esto es otra cosa: teatro en abundancia.
Entre el nutrido y nutritivo elenco se mezclan nombres bien conocidos como Silvia Abascal, Roberto Álvarez, Luis Zahera, Alejo Saura, Ricardo Gómez o Javivi Gil, con otros casi desconocidos o nuevos sobre las tablas como Ignacio Renjel y Almudena Cid (conocida, eso sí, en su faceta de gimnasta). Unos y otros (que, por cierto, cobran el mismo salario sea cual sea su prestigio o personaje) van ocupando diferentes puestos en la cocina y en la sala del restaurante Marango’s: carnicero, camareras, responsable de verduras, maitre, pinches, etc, en una obra coral y multifocal, en la que, además del diálogo principal, ocurren múltiples escenas y detalles al mismo tiempo.
Cuesta seguir toda la acción y en ocasiones distinguir a algunos personajes de otros, sobre todo en los primeros compases y dependiendo de donde se siente uno: este montaje cambia mucho según las localidades y, por eso, da para asistir a varias funciones y atacar el asunto desde diferentes ángulos (si encuentran entradas, claro). Eso sí, no desde demasiado lejos, donde se pierden las sutilezas. Así, entre los personajes más reconocibles y carismáticos podríamos citar al alemán Peter, el enérgico y complejo encargado de los pescados (y uno de los personajes con más peso), interpretado con brillantez por Xabier Murua, o el repostero italiano Ramone, que borda Mario Tardón, tal vez el personaje más entrañable e icónico, que regala uno de los momentos más emocionantes de la función.
¿Y de qué va todo esto? Tramas hay muchas, y a veces, como digo, difíciles de seguir, pero aquí no se viene a ver lo que pasa después, en el desenlace, sino a ver lo que pasa en cada momento. En este microcosmos internacional entre fogones sucede el amor, y el desamor, y las peleas, y el clasismo, y la xenofobia, y la vida misma con sus miles de pequeñas alegrías y dolores y accidentes laborales. Pero podría decirse que La cocina es, más que otra cosa, un retrato de la clase trabajadora de siempre y sobre todo de aquella posguerra: los que habían corrido a matarse en las trincheras de la Segunda Guerra Mundial cuando los poderosos lo habían decidido, ahora han tenido que volver a juntarse en los lugares de trabajo, en las fábricas, en las minas y en las cocinas como si nada de aquello hubiera pasado. Porque ahora los que mandan han firmado la paz: de hecho, en el mismo 8 de agosto de 1953, en el propio Londres donde se desarrolla la obra, es el día en el que los países vencedores condonaban el 62’6% de la deuda externa alemana (el resto se acabó de pagar hace muy poco, en 2010). Los frecuentes choques dentro de la cocina de los trabajadores griegos y alemanes también le dan a la historia un aire muy contemporáneo.
Tal vez esta (la obrera) sería la lectura que complacería a Arnold Wesker, una de las voces más señeras del llamado kitchen sink drama británico (drama de fregadero), que se dedicaba en los 50 y 60, como posteriormente Ken Loach, a narrar de forma realista las aventuras y desventuras de los currantes de a pie, de los nadie, de los sin nombre: la clase trabajadora británica que más tarde vino a hacer añicos Margaret Thatcher. Wesker (que además de dramaturgo fue currante: repostero, ebanista, vendedor de libros, plomero y comerciante de grano) murió, desgraciadamente, en abril de este año, con este montaje ya en marcha.
Hay una única pega que se le puede poner a este trabajo: que uno sale con un hambre atroz. Afortunadamente, a la salida del teatro se tiende el barrio de Lavapiés, con decenas de garitos donde afilar el colmillo y, justo enfrente, abre sus puertas 24 horas al día el famoso Carrefour de Lavapiés. Desde aquí reto a Sergio Peris-Mencheta a que monte un espectáculo tan magno como este en el insigne supermercado y que retrate la peripecia vital de sus noctámbulos trabajadores. Lo petaría aún más, si cabe.
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