Cómo jóvenes europeas pudieron casarse con terroristas yihadistas
Por el Festival Cine por Mujeres, que se ha estado celebrando en Madrid y termina mañana, domingo 7 de noviembre, han pasado películas que realmente nos han impactado. Hemos elegido una de ellas, ‘El retorno, la vida después del Isis’, preseleccionada también a los Goya, de Alba Sotorra. La cineasta catalana vuelve con este documental a la guerra de Siria; esta vez, con las mujeres occidentales que un día abrazaron el terrorismo del Isis.
Dicen que todo documental es un viaje. En el caso de El retorno, la vida después del Isis, la última película de la cineasta Alba Sotorra, pre-seleccionada para los Goya, la afirmación se sostiene de forma absoluta. Para empezar, la cinta contiene el periplo que supuso para la autora, que empezó a filmarla con la resaca y escozor que le provocó su anterior trabajo, la guerra de Siria y sus guerreras, con las que convivió para grabar Comandante Arian, un filme en el que retrató a las mujeres del YPJ (Unidades de Defensa).
En esa ocasión, la directora contaba la vida en combate de un batallón kurdo compuesto exclusivamente por mujeres soldado para defender la integridad física de las mujeres en un contexto de violencia extrema, el del salvaje fundamentalismo que defiende el Estado Islámico. En aquel entonces, la directora catalana (Reus, 1980) se enroló con ellas y en vez de kalashnikov, portó su cámara. Aprendió kurdo y tuvo que convivir con noches de balazos, carreras y hasta la muerte de una amiga, una brigadista internacional, Ann Campbell. Con ese bagaje, con esa borrachera de emociones, quiso contar otra historia de mujeres: la de las jóvenes europeas casadas con yihadistas, las enemigas de las primeras.
En un principio, su historia era la de una activista kurda defensora de los derechos humanos que trabaja con ellas por su reinserción. Pero una vez sobre el terreno, la historia le pidió un giro de guión. El foco estaba en el otro lado, en las historias de esas occidentales que un día se sintieron atraídas por el Isis, en los horrores que vivieron bajo su mandato, sus miedos y su complicado porvenir.
El retorno, la vida después del Isis es el día a día de las viudas del Daesh del Campo de Roj, en el noreste de Siria, donde viven cerca de 100 europeas y norteamericanas en una especie de limbo legal. No están solas. Algunas viven con los hijos que tuvieron con los combatientes, con los fundamentalistas. Es cierto que Sotorra ya había visto antes que la realidad tiene muchas caras, a pesar de estar claramente posicionada con un bando. El siguiente entrecomillado del dossier de prensa de El Retorno lo deja claro: “Todavía en Baghouz [Siria], cuando Estado Islámico fue militarmente derrotado, un grupo de civiles que escapaban del bombardeo llegaron a nuestra posición. Entre ellos, una mujer joven con su hijo en brazos, ambos cubiertos de polvo. Cuando me acerqué, me di cuenta de que su hijo estaba muerto. La abracé. Ese fue el primer día que lloré por nuestros enemigos”.
Hablamos con Alba Sotorra.
¿Qué ha supuesto para ti rodar esta película?
Al principio no tenía claro si me apetecía hablar con esas mujeres: no sabía si podría sentir simpatía por ellas. ¡Yo venía del otro bando!, de estar con las mujeres que luchan por la libertad y en contra de lo que representan ellas. Pero luego estuve investigando y oyendo sus historias y son mujeres que han vivido unas situaciones de violencia atroz y que han pasado por situaciones inimaginables, como de cárcel… Esta película ha sido para mí una lección profunda de cómo hay que enfrentarse a tu trabajo cada día sin prejucios, sin velo. Pasar casi dos años con ellas, yendo y viniendo a su campamento, es una lección enorme de que las cosas nunca se pueden dar por sentadas.
¿Cómo fue tu evolución con ellas?
No fue fácil. Mi historia inicial era otra y sentía total desconfianza hacia ellas. Pensaba que ellas, mujeres occidentales que en un momento dado deciden unirse a un grupo terrorista, no tenían nada que contarme. Tardé un año en entrevistarlas con la cámara. Además, cuando las conocí, estaban en shock: llegaban de las bombas al campo; no estaban preparadas. Tuve que ganarme su confianza. Pero imagino que después nos unió el dolor de la guerra, el suyo y el mío. Imagino que pudo la sensibilidad a la injusticia, la necesidad de cambiar el mundo, aunque sea en las antípodas, porque ellas querían otro sistema. Y poco a poco, empieza su viaje. Primero el de ser conscientes de la gravedad de sus actos para entender que son culpables. Es muy duro, porque al tiempo se sienten traicionadas por el Isis y por el mundo entero. Cuando llegan, tras la guerra, ellas creían que en una semana estarían en sus casas, en sus países de origen, pero no es así.
Hay que quitarse los prejuicios y ver en Shamina, una niña de 15 años, una niña sin madurez suficiente para ser tan severamente castigada por su Gobierno. Creo que también debemos cuestionarnos qué estamos haciendo tan mal en Occidente para que esas jóvenes se fueran.
Shamima Begum dejó el Reino Unido con 15 años para unirse al yihadismo. Era menor, pero la americana Hoda Muthana –por citar a una de las mujeres retratadas– emigró a Siria con 19. Lo hacía mientras incitaba a sus seguidores de Twitter a seguir sus pasos o a cometer atentados en EE UU. ¿Es posible la reinserción?
La reinserción es el objetivo. Porque, además, la reincidencia en casos de terrorismo y lucha armada es mínima. No lo digo yo; es una realidad. No sólo no son una amenaza. Sus testimonios en Europa, de vuelta, son necesarios para prevenir la radicalización de jóvenes como ellas. Porque, además, hemos de ver la edad con la que se fueron, el contexto y cómo asumieron y se creyeron la propaganda de las redes sociales.
A ellas, las vigilantes del campo, las mujeres del YPJ, las hablan de derechos humanos, de feminismo. ¿Qué dicen?
Ellas van conociendo el trabajo de las mujeres kurdas y aunque están muy desencantadas con el Estado Islámico se sienten muy fieles al Islam y con la idea de que las mujeres tienen un rol con el que posicionarse ante la injusticia. Siempre hablan y dicen lo bien que las tratan las mujeres kurdas. Les impacta, por ejemplo, que la comandante del campo, que no tiene ni 25 años, ex combatiente, no quiera ir armada. Quieren salir de allí. Quieren juicios. Quieren libros para sus hijos, que es lo que más les preocupa, que crezcan y se críen lejos de un campo de detención.
Y mientras, Afganistán y la bárbara represión sobre las mujeres…
Sí. Y me ha tocado muy de cerca porque tenía un proyecto para rodar con una directora afgana un película en abril. Teníamos todo listo y se ha parado. Nos hemos vuelto a desayunar el fantasma de que los talibanes volvían con esa mirada tan radical, obsoleta y prehistórica que se ensaña tanto con las mujeres.
Y de aquí, pasas a ‘El amor de Francesca’, tu próximo proyecto, un documental sobre una mujer de 63 años en Barcelona que indaga sobre el amor. ¿Es esa otra guerra olvidada, la de las mujeres mayores?
Sí. La de las mujeres siempre es una guerra contra las convenciones. Y sí, necesitaba estar en casa, en Barcelona, rodar con amigas y gente cercana. Francesca y yo fuimos compañeras de piso y para mí, como mujer, es importante entender y explorar lo que han significado aquí las pioneras, las que rompieron con lo que se suponía que era ser mujer. Francesca, como tantas mujeres, se enfrentó a todas las convenciones. Su caso es muy interesante, es la historia de alguien que se construye y reconstruye según ella quiere y no según le tocó. También en el amor. También con años.
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