#Confesionesdeverano ‘Absolución’
La periodista y colaboradora de ‘El Asombrario’ Elena Castelló recala en esta secuencia de ‘Confesiones de Verano’ con un relato de espesa atmósfera. «Es un insulto a la inteligencia afirmar que confesamos para que la verdad salga a la luz. Claro que transformamos la vida con nuestras confesiones. Pero para destruirla, para mancillarla«.
“Una confesión se susurra o se escribe para transformar la vida gracias a una verdad”. Luisa se agita levemente en su butaca, cuando la voz de la lectora se detiene un instante. “¿Le traigo un poco de agua de limón, señora?”, ofrece la joven. Pero la anciana tuerce el gesto. “Don Luis llegará en una hora”, añade la chica, e inclina la cabeza antes de cerrar la puerta.
La luz y el calor de esta tarde de agosto son insoportables. La sala en la que Luisa descansa, protegida por las espesas venecianas de elegante seda recamada, parece el interior de un acuario: verdoso y fluctuante en la penumbra afelpada por el zumbido del viejo refrigerador portátil.
«Una confesión», piensa, «una confesión para transformar la vida, una confesión verdadera». No lo recuerda bien, pero cree que la frase es de María Zambrano, una de sus lecturas favoritas. Hace mucho que ya no sabe de quién son los textos que le leen, ni siquiera de qué libros se trata. A menudo son sólo recopilaciones de citas de una curiosa colección encuadernada en algodón rojo que compró en una librería de viejo en Madrid, o quizá en París. Nunca le gustaron las novelas, prefería las memorias o los diarios y, por supuesto, la filosofía, eso siempre. Esos textos oscuros, cargados de enigmas y de afirmaciones misteriosas en las que se esconde una deliciosa invitación, o un regalo envuelto en papel de seda, una clave. Claro que no llegó nunca a descubrirla, ni siquiera en parte, pero la música de esas prosas le procuraba un placer difícil de igualar. Hoy se distrae con sus singulares libros de citas agrupadas por temas. No tiene fuerzas para nada más, ni siquiera para María Zambrano, tan delicada y engañosamente accesible. Sobria e intrincada, como un jardín aromático, una historia de familia mil veces contada y siempre incompleta. «Confesiones verdaderas», se dice. «¿Es posible semejante cosa, es posible siquiera decir la verdad? Qué ingenuidad», musita. María Zambrano es como todos, mientras escribe en ese lienzo inmaculado tan alejado de la vida. Un refugio, una soñada cueva del tesoro. Como su escondite cuando era pequeña debajo de la cama de Berta, la mujer que la crio, cuando llovía y tenía miedo.
«No», medita, «es un insulto a la inteligencia afirmar que confesamos para que la verdad salga a la luz y ascienda pura como una luna de verano. Claro que transformamos la vida con nuestras confesiones», y se sorprende riendo para sus adentros. «Pero para destruirla, para mancillarla». Por un momento siente un desprecio infinito… Por sus libros, por sus frases que le parecen bruscamente grandilocuentes y vacías. Está muy cansada. Le invade un sopor confuso. ¿Es por la mañana o por la tarde? “Madre”, le susurran. Pero no, no hay nadie en la habitación con ella. Sólo la envuelven la penumbra acuosa y el runrún del aire acondicionado en el que se deja caer como en un colchón de pluma.
Entonces ve a Ricardo, su marido. Está frente a ella, con esa apostura antigua y militar que le inculcaron de niño. Está sonriendo. ¿Es posible? “Ricardo”, llama con suavidad. La luz es ahora más blanca. Alguien ha levantado las persianas y en la habitación entra la claridad de una mañana de otoño. Llaman a la puerta. Son Luis y Alfonso. “Saludad a vuestro padre, niños”, ordena. Y ella extiende la mano para que se la besen. Los niños se acercan, respetuosos, y se inclinan en el besamanos, primero el mayor, luego Alfonso. Llevan pantalones marengo, zapatos de cordón, camisa blanca y corbata azul. Las medias hasta las rodillas, impecablemente estiradas. El pelo, brillante y húmedo, les huele a azahar fresco. Pero Ricardo ya no sonríe. Luisa, dice de pronto: “No empieces otra vez”. Ella abre mucho los ojos. “No delante de los niños, Ricardo, por favor”, susurra. “¿Ahora vienes con esas?”, le espeta él casi sin mover los labios. Alfonso la mira con dureza, una dureza inusual para su edad. Apenas tiene once años. “No te atrevas a hablarme en ese tono”, está a punto de responderle a Ricardo, pero las palabras se le enganchan en la boca, como si fueran piedras que no puede escupir. La habitación se ha vuelto muy oscura. Le duele el pecho, un trallazo primero y luego un mugido sordo que no puede sacarse de dentro. Ricardo y los niños han desaparecido. “La verdad, la verdad, ¡yo os diré la verdad!”, grita. Pero nadie la oye.
Una oración le viene a la memoria, la misma que recitaba todas las noches junto a la cama en compañía de Berta. “Yo confieso…”, y está a punto de llorar, pero no lo hace. Nunca lo ha hecho. “Yo confieso y destruyo la vida. ¿Eso queréis?”, ahora está en el dormitorio matrimonial, azul. Grita. Las palabras salen de su boca esta vez como cuchillos. ¿Qué está diciendo? ¿Es esa la verdad? ¿Que es con el hermano de Ricardo con quien se ha estado viendo en los viajes a París? ¿Que Ricardo nunca se le podrá comparar? Que lleva dentro a su hijo y que su marido solo es un pelele y siempre lo ha sido y lo será. Entonces se detiene en seco. Ha oído un ruido, quiere creer que no, pero es inconfundible. Es como un cascabel y sale de debajo de la cama. “Alfonso, ¿qué haces ahí? Ven aquí inmediatamente”. Pero Alfonso se escabulle por el otro lado de la cama y sale corriendo por la puerta que da al corredor, tropezando en su huida con el tranvía de lata. Quiere correr tras él, pero no puede. Ahora Alfonso solo es una sombra, un niño de cera en un ataúd. Lo descolgó su padre y lo llevó, como una rígida marioneta, por el corredor.
Siente de nuevo el calor y el ronroneo del aire acondicionado en esa luz acuática que ahora parece taladrarle los ojos.
Don Luis estuvo esperando un rato, pero se marchó al ver que no despertaba. Prefirió dejarla descansar. Volverá la semana que viene. La semana que viene, como la anterior y como ésta. Quizá entonces reciba la absolución.
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