Cortázar, siempre volvemos a Cortázar
En mi experiencia como lector, Cortázar me ha acompañado siempre y vuelvo a él de vez en cuando sin perder el entusiasmo. Todo lo contrario. Ese interés imperecedero me ha llevado a la biografía ‘Julio Cortázar. De la subversión literaria al compromiso político’, de Raquel Arias Careaga. Aparte de su grandeza literaria, Cortázar es representante de una época en que los escritores tenían algo que decir sobre la sociedad en la que vivían. Y lo decían. Hoy, la literatura ha perdido ese sesgo.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que estuvo de moda decir (sí, la moda también acecha a lo literario) que uno aprendió a leer y a iniciarse en la escritura con Cortázar, pero que fue una cosa de juventud, como un delirio, una locura, lo que por otro lado creo que es el mejor elogio que se le puede hacer a un autor. Pero que ya no, que uno ya leía otras cosas más serias, menos hedonistas. Por ahí quedó esa frase lapidaria e injusta de César Aira, un autor al que admiro por otro lado, cuando dijo eso de que el mejor Cortázar es un mal Borges.
Podríamos decir casi lo mismo del propio Aira, que el mejor Aira es un mal Cortázar, o tal vez ni siquiera un mal Cortázar, y continuar así hasta el infinito, como si la literatura fuera una competición olímpica, cuando no lo es. Basta con mirar cómo ha cambiado el canon literario a lo largo del tiempo. Autores que en su día eran omnipresentes y parecían imprescindibles no los recuerda hoy nadie. Y al revés, escritores que fueron ignorados o que incluso murieron en la miseria, por ejemplo Melville, se consideran hoy autores ineludibles. La mercantilización de la literatura ha agudizado además esta paradoja aún más.
En mi experiencia como lector, Cortázar me ha acompañado siempre y vuelvo a él de vez en cuando sin perder el entusiasmo. Todo lo contrario. Ese interés imperecedero me ha llevado a la biografía Julio Cortázar. De la subversión literaria al compromiso político (Sílex), de Raquel Arias Careaga. Aunque no aporta datos que no conociéramos ya, la autora matiza algunos, como la posible muerte de Carol, la última esposa de Cortázar, y del propio Cortázar, por sida. Se centra más en la descripción de los hechos que en la evaluación de los mismos aunque tampoco elude la crítica cuando hay “que mojarse” (por ejemplo, en el distanciamiento entre Cortázar y Vargas Llosa).
Escrita con una prosa eficaz, Raquel Airas Careaga, profesora de literatura hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Madrid, convierte la vida del autor argentino en una novela en la que el personaje principal, Julio Cortázar, es alguien que se pasó esa vida buscando. Aparte de algo en común con el resto de los mortales (la búsqueda en torno a cómo ganarse la vida y hacerlo del mejor modo posible), Cortázar se pasó su existencia tratando de hallar nuevas formas de contar. El propio Borges le dio un empujón en sus inicios cuando publicó Casa tomada. Máximo exponente del cuento en español y de la literatura fantástica, la consagración de Cortázar llegó sin embargo con Rayuela, una novela de novelas que en cierto modo también puede leerse como un libro de cuentos. Se lo oí decir hace años al escritor y crítico argentino Rodrigo Fresán, que la mejor literatura que se hace en Argentina es el cuento y que Rayuela no dejaba de ser eso, un libro de relatos, con una unidad, de ahí que se pueda leer a través de varios itinerarios.
Es a partir de los años 60 cuando Cortázar descubre América Latina y la brújula de su búsqueda se mueve cada vez más hacia el terreno político: cómo cambiar la sociedad para lograr un mundo más justo. Se convirtió entonces en un referente ineludible de la izquierda latinoamericana. Su compromiso político le fue restando poco a poco tiempo para la escritura, pero no lo vivió como una limitación, pues pensaba Cortázar que, por encima de todo, estaba su responsabilidad como escritor, su compromiso con la justicia, la igualdad y la libertad. Con mayor (la crítica al imperialismo norteamericano en América Latina, su patio trasero) o menor acierto (por ejemplo, en su exceso de confianza en la dictadura cubana), siempre se posicionó del lado de los desfavorecidos.
Aunque procedía de una familia de clase media, el abandono del padre cuando Cortázar era muy pequeño situó a su familia en una posición económica muy vulnerable, pero tanto su madre como su hermana contaron siempre con su ayuda económica. Primero en Argentina, donde trabajó como profesor de enseñanza media y más tarde en la universidad, aunque no tenía un título universitario. Más tarde desde Francia. París le acogió y se fundió con esta ciudad en su vida y en su literatura, aunque en su última etapa buscó el sur del país y una vida alejada de los focos y las obligaciones sociales. Desde allí trabajó como traductor, hasta que los ingresos por derechos de autor fueron suficientes como para ir abandonándolo poco a poco. Su vida parisina le granjeó la animadversión de sus compatriotas y hasta mucho tiempo después de su muerte no llegaron a considerarle un escritor argentino, aunque siempre escribió en español. No ayudaron las andanadas que lanzó contra la dictadura argentina cuando aún estaba en los albores y todavía no se conocían los crímenes de uno de los regímenes más sangrientos del Cono Sur. Tampoco su crítica a la invasión de las Malvinas, en un gesto desesperado de la dictadura por mantenerse en el poder alentando el rancio patriotismo.
Otra de sus grandes búsquedas fue el amor, y en ese sentido hubo dos mujeres que marcaron su vida. La primera esposa, Aurora Bernárdez, traductora y escritora ella misma (que como tantas mujeres brillantes de la época prefirió un papel menos vistoso en la pareja), con la que mantuvo una amistad que duró hasta el final de su vida (fue su albacea literaria). Y la última, la fotógrafa Carol Dunlop, bastante más joven que él. Logró una complicidad con Carol que solo había encontrado antes en Aurora Bernárdez. Compartieron el compromiso político y escribieron juntos un libro delicioso y divertido para leer este fin de verano (o en cualquier época): Los autonautas de la cosmopista o un viaje atemporal París-Marsella. Durante 33 días la pareja recorrió la autopista del Sur (esta autopista también dio pie a un cuento magistral) parándose en las Áreas de Descanso (esta sección en la que escribo desde hace años en El Asombrario es un humilde homenaje al maestro), zonas aparentemente anodinas y de tránsito, pero donde el ojo y la mirada de este par de cronopios supieron ver más allá de lo evidente, de lo cotidiano y lo rutinario.
Aparte de su grandeza literaria, Cortázar es representante de una época en la que los escritores tenían algo que decir sobre la sociedad en la que vivían. Y lo decían. Y algunos les escuchábamos. Hoy, la literatura ha perdido ese sesgo. Está mal visto decir que eres un escritor comprometido y el debate en torno a las ideas ya no se da en los libros, sino en X-Twitter o en Tik-Tok.
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