‘Cowboy de Copenhague’, la serie más extravagante y sórdida de 2023
De vuelta a su país desde Estados Unidos, donde rodó en la última década tres películas y una serie, el excéntrico Nicolas Winding Refn (‘Drive’, ‘The Neon Demon’) estrenó en el año recién terminado la extravagante serie ‘Cowboy de Copenhague’ (Netflix), en la que retoma los sórdidos ambientes criminales de su cine y le añade una poción de delirio fantástico alienígena. Nos la quedamos como resumen de lo más raro que nos deparó 2023.
Como era previsible, en los balances anuales sobre las mejores series de 2023 no aparece, salvo alguna excepción, Cowboy de Copenhague. En su lugar vuelven a estos recuentos dramas policiales medianos (Happy Valley, Blue lights) o comedias ya algo gastadas (Solo asesinatos en el edificio, The bear, Ted Lasso), cuyo fundamento se explica por réditos económicos derivado de sus audiencias. Es decir, por un formulismo que a los críticos televisivos, esa segunda división de la crítica audiovisual, no les produce urticaria.
Puede entenderse que Cowboy de Copenhague desagrade, hastíe, ahuyente a los dos o tres capítulos de los seis que forman su (parece, por el remate de esta entrega) primera temporada. Quizá los críticos piensen que están viendo cine y ellos reclaman televisión: menos complejidades, menos virguerías, menos sutilidades, menos formalismo. Más funcionalismo. Quizá piensen en qué pueden pensar sobre Cowboy de Copenhague. Uno mismo lo piensa. ¿Una parodia del cine fantástico? ¿Una parodia de un western fantástico, lo que ya es en sí mismo paródico? ¿Una parodia del país donde sucede, Dinamarca? Porque aparecen pocos daneses, y los que aparecen son terriblemente fanáticos: una especie no se sabe bien si de alienígenas o monstruos rubios, resabios del vampirismo, bellos, atléticos (la raza aria) o qué. No queda claro en esos seis episodios.
Con ello quiere decirse que Cowboy de Copenhague es una serie desconcertante. Su atmósfera evoca la vida onírica de las películas y la turbiedad de Twin Peaks, de David Lynch. Empieza el primer capítulo en una enorme nave de cerdos (blancos, gruesos), donde un hombre, de pie, asfixia a una mujer, también de pie. En los momentos finales de ese capítulo volverá el director de Cowboy de Copenhague, Nicolas Winding Refn (NWF, en adelante), a ese crimen y mostrará las caras del verdugo y la víctima. Él es joven, rubio, la forma del rostro cuadrada, anómala. Ante el cuerpo inerte, yacente, de ella emite un grito animal. Ella era una fugitiva de una red de trata de blancas que él ha recogido en la carretera. Ha escapado del infierno, como repiten sus compañeras encerradas en un sótano desde el que parten a requerimiento de sus secuestradores al burdel donde sirven de máquinas de placer a los clientes.
NWR levanta con nombres (Albania, Serbia, guerras, China) un imaginario de violencia, de agresión, de salvajismo que traslada del Este europeo, de Oriente al aparentemente civilizado, desarrollado Copenhague, un submundo de mafias sostenidas por la droga, la explotación sexual, los asesinatos. Y en el camino va dispersando notas sobre los orígenes de varios de los personajes. Orígenes extraterrestres. Pero son solo notas. Nada de exhibiciones alienígenas ni de desbocadas tramas fantásticas. Justo hasta las imágenes últimas del sexto episodio. Entonces sí deja clara la filiación fantástica (terrorífica) del inframundo que vive bajo aquel submundo mafioso.
Le reprochaban a Kubrick sus fríos, inexpresivos, violentos personajes, sus gélidos ambientes, sus rebajas morales: una deshumanizada y pesimista propensión a representar la sociedad (del pasado, del presente y del futuro). Pues bien, NWR es uno de sus seguidores más aplicados (tanto como de Lynch, como queda dicho). En estos tres cineastas, el humor que aparentemente rebajaría la propensión nihilista de las vidas que narran no logra humanizarlas (a diferencia de lo que hicieron otros directores con materiales similares, como John Huston en El honor de los Prizzi y el guionista David Chase en Los Soprano). La negrura del humor de NWR ciega hasta la risa. Se ofusca uno, porque no sabe si reír o espantarse.
NWR tira de su agenda de personajes ya conocidos de sus seguidores y elige para el principal a una joven baja, de aspecto frágil (más aún rodeada de las bestias humanas de ese infierno urbano en el que vive), silenciosa, inexpresiva, observadora (como el Ryan Gosling de Driver), con poderes (aparentemente) sobrenaturales y con un dominio terrestre de la violencia (seca, fulminante). NWF la viste de azul de pies a cabeza (y realmente parece que en los seis capítulos no se quita jamás ese vestido, mezcla de chándal y plumífero), como La Novia de Kill Bill vestía de amarillo o el Neo de Matrix de negro. De este le toma las habilidades luchadoras, y hasta ese gesto chulesco (dos dedos que hacen la seña de llamada) con el que el personaje de Matrix incita a pelear al señor Smith.
La joven, que se llama Miu, ha olvidado su pasado. ¿Proviene del espacio exterior? ¿Es una alienígena con superpoderes? NWR no acaba de explicarlo. La echa a ese submundo de burdeles, de mafiosos, de crímenes, de bandas enfrentadas, al universo moral de un western cuyo territorio carece de ley y donde los conflictos se resuelven en duelos. Seguiremos los pasos de Miu por una ciudad que nunca se muestra poblada, sino en sombras. Por ella se relaciona con un capo chino que la ama y al que ella odia, con la dueña de un restaurante que trabaja para el capo descuartizando cadáveres que arroja a los cerdos, con traficantes de droga a los que sirve de camello.
No hay que perder de vista, no lo hace NWR al alternar las dos historias, al joven rubio asesino, que se muestra insaciable en su pulsión homicida y reclama, en sueños, más víctimas, entre ellas Miu, a la que se encuentra en el campo y con la que, tras perseguirla, peleará en la nave de los cerdos. Allí lo dejará medio muerto a punto de ser comido por los animales. Pero alguien lo rescata… Estos apuntes argumentales de una trama que acumula momentos excéntricos (un hombre que se expresa con gruñidos como los cerdos, una hermana muerta que resucita, un padre nórdico que defiende el valor existencial de la “polla”, una madre que se ofrece a su hijo) responden a la carga episódica, folletinesca que requiere el guión en la televisión.
Pero allí donde la gran mayoría de las series fracasa, en la construcción de imágenes de ese guión (por ejemplo, en The last of us, otra de las hinchadas ficciones televisivas del año), hay que prestar atención a Cowboy de Copenhague: a su forma, a la que tan reacio es el serialismo triunfante desde hace ya unos 30 años. Los panorámicos y lentos movimientos de cámara, el preciso uso del zoom, la música ambiental y grabada, el sonido que marca dramáticamente las secuencias, la gama de colores fríos se traducen en unas imágenes que, como los cuadros de Magritte, proceden de los sueños. Y a partir de ahí es por donde uno puede entrar sin reparos (o con reparos: pretenciosas, vacuas imágenes) en esta extravagancia.
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