Cien años de actualidad: crónicas de Gaziel sobre la I Guerra Mundial

En el año del centenario de la I Guerra Mundial tratamos de dilucidar, a través de la lectura de las crónicas de Gaziel, entre otras, los motivos que llevaron a colmar el vaso del mundo y hacer estallar un conflicto en el que murieron 35 millones de personas y 20 millones resultaron heridas.

La historiografía del siglo XX ha seguido el modelo del periodismo digital: no importa que haya una noticia tremenda, enseguida caerá aplastada y olvidada por la siguiente. La jerarquía es escasa más allá del momento en que ha ocurrido. La Primera Guerra Mundial es olvidada bajo el peso inmisericorde de la Segunda, y esta pierde algo de su dominio absoluto con la Guerra Fría. De pronto, a todos nos dio por amar Berlín, la estética de la RDA y las películas de la Stasi.

Fue el historiador Eric Hosbawn quien estableció la entrada en el siglo XX en términos históricos en el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, en 1914. Y la verdad es que no existe certeza de qué es lo que llevó al mundo a una guerra de semejantes proporciones desde aquel día, en la que murieron 35 millones de personas entre civiles y militares, y 20 millones fueron heridas.

El centenario del comienzo de la Gran Guerra, no obstante, nos ha traído de vuelta la pregunta, y me temo que la misma falta de respuestas convincentes. Uno entiende ahora, tras algunos libros sobre el tema, aquella definición vaga de los libros del instituto: “El asesinato del heredero al trono del Imperio Austrohúngaro fue la gota que colmó el vaso…”. De acuerdo, pero seguimos sin saber por qué estaba tan lleno el vaso y por qué todos se peleaban por su contenido. O al menos a mí no me queda claro.

De los libros publicados recientemente, hay dos relatos muy completos de la contienda: 1914. De la paz a la guerra, de Margaret McMillan (Turner, 2013), y  La Gran Guerra (1914-1918). Historia militar de la Primera Guerra Mundial, de Peter Hart (Crítica, 2013). Ahí están los datos, la visión global. Son fundamentales. Conviene leerlos antes de entrar en las magníficas rarezas que recomienda Jacinto Antón, para entender el contexto. Y este plato se puede sazonar con la jazzística pieza breve 1914, de Jean Echenoz (Anagrama, 2013), y con el Diario de guerra de Ernst Jünger (Tusquets, 2013) o el libro que destiló a partir de este último, Tempestades de acero (Tusquets, 2005).

En ese acercamiento tangencial y memorialístico a otros aspectos de la Gran Guerra hay varios libros destacados de autores españoles. Es el caso de París bombardeado (Alfama, 2008) de Azorín, que tuve el gusto de editar hace unos años, o las crónicas de Ramón Pérez de Ayala. Durante el ascenso del nazismo y la consolidación del totalitarismo unos lustros después, destacarían Josep Pla y Eugenio Xammar, cuyos libros El huevo de la serpiente y Crónicas desde Berlín (ambos en Acantilado) son unos de los documentos más valiosos y certeros sobre el III Reich. No en vano, Xammar fue el primer periodista extranjero en entrevistar al entonces aspirante a caudillo Adolf Hitler. De Xammar dijo Madariaga que era “el hombre más inteligente que dio España en el siglo XX”. Por no hablar de Manuel Chaves Nogales, que siempre estaba allí.

Pero no caigamos bajo el influjo épico de la II Guerra Mundial y volvamos a la Gran Guerra. Libros del Asteroide nos trae ahora una pequeña joya, para periodistas, para historiadores, para el lector común interesado en las buenas crónicas políticas, costumbristas y de viajes. Se trata de De París a Monastir, del periodista catalán Agustí Calvet (1887-1964), conocido como Gaziel, que llegaría a dirigir La Vanguardia entre 1920 y el inicio de la Guerra Civil española en 1936. Después de unos años de exilio, volvería en 1940 para trabajar en el sector editorial tras el veto que el Régimen de Franco le había impuesto para ejercer como periodista.

El autor, filósofo en construcción radicado en París, vivió en primera persona el inicio de las hostilidades en la capital francesa, y desde allí envió a La Vanguardia las anotaciones de su dietario. El éxito fue rotundo, y creó en el autor la vocación de periodista que antes no había creído intuir. De la primera etapa de su estancia saldría Diario de un estudiante en París (1915), y posteriormente De París a Monastir, el libro que comentamos, que surge del viaje al frente oriental y balcánico en la Gran Guerra. Allí, Grecia titubeaba entre permanecer neutral y por tanto beneficiar a Alemania y Austria (tal y como quería el rey Constantino) o sumarse a la Entente y ayudar a los serbios a expulsar a los búlgaros (tal y como quería el primer ministro Venizelos). Estas crónicas fueron publicadas en forma de libro en 1917, y han permanecido descatalogadas hasta ahora.

La mesa camilla y la decadencia mediterránea

“He sentido el pavor de abandonar, hasta Dios sabe cuándo, las costas de Italia, último baluarte estrictamente europeo, para engolfarme no diré en el mundo inorgánico, pero sí en el inorganizado”, escribe cuando parte hacia Grecia desde Génova. Estas crónicas son, más que un relato de la I Guerra Mundial, un retrato impresionista de las gentes que la padecieron en los Balcanes y en Grecia. La puesta en escena de unos personajes malapartianos que son la quintaesencia de lo Mediterráneo: el caos organizativo, la impuntualidad y la informalidad consumen a una sociedad que se resiste a perder su alegría y que mira con desprecio irónico los tejemanejes que se cuecen entre sus élites políticas.

Los de provincias solo podemos aplaudir con entusiasmo descripciones como las que hace de los sabios de barra de bar, tan caros en nuestras tierras: “Con la propensión al pesimismo y al abultamiento sombrío, propia de los desocupados cerebros provincianos, nuestro interlocutor añadía…”. Un retrato del Mediterráneo oriental que parece dar la razón a Gerald Brenan cuando en Al sur de Granada escribió sobre la decadencia española y mediterránea y la mesa camilla. Siempre merece la pena volver al párrafo:

“Alrededor de la mesa camilla la vida familiar se espesaba, se hacía más densa, más orientalmente burguesa; la lectura cesaba en la afectada atmósfera de harén, y los clubs o cafés, que hasta hace poco fueron sitios sórdidos, mal iluminados, ofrecían la única expansión y evasión. España se convirtió en el típico lugar estancado, el imperio otomano de Occidente inmerso en sí mismo, situación de la que únicamente saldría en el ciclo actual».

Son, también, un ejercicio de análisis político e histórico singular y certero. “Francia es un pueblo que ha vivido mucho y que, a semejanza de los individuos maduros, había llegado a sentir un soberano escepticismo por las locuras heroicas. Italia, por el contrario, es una nación joven, aunque no inexperta, henchida de ansias de dominio y ávida de la gloria pasajera y brillante”, escribe sobre las diferencias que observa entre uno y otro país. Y con un estilo cadencioso que no hace irritar cuando hemos de acudir al diccionario de vez en cuando. Y son brillantes los perfiles que escribe de los políticos a los que entrevista, sin miedo a la primera persona y a los entrecomillados extensos.

Quizá esté ahí parte del secreto del atractivo que el periodismo quiere recuperar: dejar de lado la pretendida objetividad (si tan en serio la tomamos, más que no escribir en primera persona, habría que dejar de firmar), asumir el papel de intermediario y estar preparado emocional e intelectualmente para ello. Gaziel, periodista renovador. El siglo XX no acaba nunca.

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