Cuando el niño se parece al vecino del séptimo
UN NUEVO RELATO DE UNA DE NUESTRAS ESCRITORAS FAVORITAS. COSAS QUE SE PIENSAN ANTE ICONOS COMO ‘LA SEMILLA DEL DIABLO’, LA PELÍCULA. UNA HISTORIA ESPECIAL E INQUIETANTE.
ESTHER GARCÍA LLOVET
Muchos años antes de dedicarse a coleccionar niños vietnamitas Mia Farrow salió en una película en la que nunca debió entrar. La Semilla del Diablo. Rosemary ´s Baby. Embarazo y puerperio de la novia de Sinatra.
Yo tenía dieciséis años y un exceso de acné y de estrógenos, las condiciones idóneas para no dormir de noche y comer french fries con ketchup a toda hora del día. O eso o ver la tele. La nuestra era enorme y en blanco y negro y con un acabado como de madera lacada. Como un sarcófago. Entonces en España las películas se clasificaban con rombos blancos en la esquina derecha de la pantalla. Un rombo: apta para mayores de ocho años. Dos rombos: mayores de dieciocho. Al Bebé de Rosamaría lo clasificaron con dos, como a Kunta Kinte, y a mí mi madre me mandó a la cama. Bendita inocencia. En casa teníamos la tele entre dos ventanas, mirando hacia la puerta, que en verano se quedaba siempre abierta para que se formara corriente, así que debía ser verano y yo me acomodé en el pasillo. A oscuras. Sola. Al lado del grifo que gotea. Se acaban los anuncios de Fanta y de Norit, el Corderito, y empieza la película con un largo plano de Nueva York y de Central Park. Esto parece una película de policías o de mafia. La cámara se acerca al Edificio Dakota y entra con una pareja de guapos que nunca hubieran hecho pareja fuera de la pantalla: Mia Farrow y John Cassavetes. La Flower Power Girl y el actor con mayor cara de vicio que ha dado la historia del cine.
El interior del edificio tiene un aire de laberinto o de convento o algo peor que resulta inquietante. A dónde van esos ascensores de rejilla y esos corredores sin fondo. Pues al séptimo piso, al séptimo cielo de los recién casados. El apartamento es luminoso y alegre (luego Polanski diría que quería que la película pareciera una soap-opera a lo Dorys Day) y Mia salta de entusiasmo hasta que tropieza con un enorme armario ropero que tapa su comunicación con el apartamento de al lado y a partir de ese momento la película empieza a retorcerse como el colmillo izquierdo del Conde de Vlad. Recuerdo la oscuridad magnética del pasillo donde yo estaba sentada y la inmovilidad de la cabeza de mi madre frente al televisor, su cardado de pelo negro. No se movía ni para tomar aire. Quizás ella también pensaba en cómo se parecían la pareja de ancianos vecinos a nuestro propios vecinos del segundo derecha, los López de Sá.
En la tele Mia baja a al sótano de lavadoras y conoce a una chica italiana que vive con la pareja de viejitos y que tiene toda la pinta de ir a morir muy pronto, por italiana y por drogadicta, y así es. La chica se suicida en menos de lo que dura un programa de lavado y lo siguiente que se le ocurre a Mia es que quiere quedarse embarazada. Yo empiezo a temblar en el pasillo. Con dieciséis años oír la palabra embarazo es suficiente para salir corriendo por la puerta de servicio.
Mia y John se ponen a ello. A hacer un niño. Recuerdo la escena en que se quitan la ropa un poco como dos gimnastas antes del precalientamiento, con mucho brío. Y entonces es cuando ella sueña o alucina una visión en que está haciéndolo con el diablo. A ella se la ve desnuda (en la España de finales de los setenta eso era impensable. Todos llevábamos un pijama debajo del pijama).Al diablo no. Tiene mucho pelo. Tiene tanto pelo o las uñas tan largas que mi madre se levanta de un salto y apaga la tele y ahí se acaba todo. Fin de la historia o Exeunt Omnes como dicen en el teatro isabelino. Luego ella se fue a la cocina o llegó alguien o no sé qué cosa anticlimática ocurrió hasta que al día siguiente en el colegio pregunté a mis amigas y me contaron el resto de la película. Algunas aún seguían en estado de shock. ¿Y cómo era el niño?, pregunté yo. Silencio. Al bebé no se lo ve. ¿Cómo que no se lo ve si la peli se llama El Bebé de Rosemary?
-Porque es una paradoja-, contestó a Ana. Ana era la única de nosotras con novio, así que cualquier cosa que Ana dijera valía quince puntos y ahí se zanjó el tema. Cayó el telón. El bebé de Rosemary no era un fantasma o un monstruo. Era una paradoja.
Muchos años después estudié dirección de cine. No sé bien para qué, pero lo hice y a lo largo de un largo lustro pasé casi cada tarde en el Cinestudio Casablanca donde servían programa triple y en uno de esos ciclos apareció Polanski de la mano del bebé paradójico. Entre El Baile de los Vampiros y Repulsión.
Lo primero que me sorprendió fue el color. Los colores y los estampados de la ropa, muy alegres, como de cortina de ducha, y el maquillaje de Ruth Gordon, la vecina diabólica, que se come la película como a un niño crudo. Con una sonrisa. Recuerdo cuando Mia le pregunta qué contiene el vaso que le hace beber cada noche y Ruth contesta: “Caracoles, renacuajos y rabos de cachorro de perro”. No sé lo que bebería ella por su parte, pero el único Oscar de la película fue para Ruth Gordon y sus cachorros de perro. Cassavetes seguía con el mismo aire lascivo y un poco ausente, algo light, como de periodista deportivo que pasaba por allí, y Mia permanecía definitivamente cruda. A medio hacer. Insípida como una salsa inglesa, Mia transporta su accidentado embarazo por los pasillos del Dakota con la cara alucinada de quien está oyendo voces y no sabe de qué piso vienen. En realidad el espectador tampoco tiene nunca la certeza de si a Mia la están realmente envenenando o no será todo producto del rapado a lo Vidal Sassoon que se ha hecho Mia y con el que pierde el poco seso que le quedaba.
Cuando al final Mia da a luz, el bebé, efectivamente, no aparece. No está, no hay niño. ¿Habrá sido todo producto de una mala digestión de caracoles? No, porque Mia oye llorar a un bebé y entonces cae en la cuenta de que las voces provienen y han provenido siempre del apartamento de al lado. Ha tardado cien minutos de metraje y nueve meses de embarazo en caer en la cuenta pero no importa. Mia retira el ropero del final del pasillo que comunica los dos apartamentos y entra en la casa de los vecinos. Los vecinos están de party. Un party algo dislocado, un punto lúgubre, pero que recuerda a la fiesta de Desayuno con Diamantes, con un japonés que toma fotos y los chicos con corbata y las chicas a lo Grace Kelly. Mia entra en la habitación en camisón y con un cuchillo en la mano. Un cuchillo como de tres palmos y los invitados se quedan algo estupefactos pero disimulan. Cassavetes no sabe dónde meterse y se va a la cocina, a por hielo. Vaya, están encantados de verla, siéntese, le presento a mi amigo X que es jugador de béisbol. Junto a la ventana hay una cuna con dosel. Negro. Mia se acerca y descorre el dosel y lanza un grito. Por qué, no lo sabemos porque el bebé no aparece en la pantalla pero por la cara de Mia no parece que el niño haya salido a nadie conocido de la familia. Mia entra en un estado de medio trance del que sale enseguida después de tomarse un té de hierbas y finalmente se levanta, se acerca a la cuna y contempla con amor de madre a su bebé paradójico. El Bebé de Rosemary. La Semilla del Diablo. Plano exterior de Central Park y Manhattan y fundido en negro. Fin.
El resto de la película ocurrió después, en la vida real, de este lado de la pantalla. Pocos años más tarde a Sharon Tate, la mujer de Polanski, la rajaron de arriba a abajo para sacarle el hijo que esperaba en una noche de horror y de sangre. El Edificio Dakota no era otro que el lugar de moda donde vivía John Lennon y de donde salió la mañana en que lo asesinaron. Cassavetes murió antes, mucho antes de tiempo. Y Mia pasó de parecer una niña que comía pescado hervido a ser una adulta muy mal hervida. Querida mía.
Sólo Polanski se salvó de la maldición y ha seguido haciendo un cine que se acerca con cada película a lo más parecido a la perfección.
Quizás ahora ya sabemos quién es el Vecino del Séptimo.
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