Cuando una mujer en los 50 se lía con el hijo de su marido
¿Lo bello es lo que deseamos sin querer comérnoslo, como decía Simone Weil? No creo que nadie esté tan seguro de esta máxima, aunque la proposición nos invita a reflexionar sobre el deseo. Tanto como lo hace la película ‘El último verano’, de Catherine Breillat, en la que una mujer de cincuenta y tantos se lía con el hijo de su marido, un adolescente aparentemente despreocupado. Acerca del poder y la atracción hablamos en esta columna, ‘Por culpa de Eros’.
Las lágrimas que brotan de un dolor irreprimible en los ojos firmes de un adolescente mudo y furioso siempre me desarman. Poco importa si se trata de un ladronzuelo o pequeño delincuente: ese llanto es el del niño lastimado que expresa su impotencia y vulnerabilidad. Los adolescentes son incomprendidos por naturaleza, pero algunos llegan a esa etapa vital con incomprensiones demasiado profundas y tempranas.
Quién sabe si ese es el caso de Theo, el personaje que inspira la incorrecta historia de amor y erotismo de El último verano, un filme de Catherine Breillat, actualmente en la cartelera de cines, y el remake de Reina de corazones (2019), de la egipcia-danesa May-El Toukhy, que puede verse en Filmin.
Theo es un duro de 16 o 17 años que llora cuando ya no puede más. Sobre todo, frente a la sensación de traición de Anne, su madrastra de cincuenta y tantos, con quien se ha liado y quien lo niega, lo menosprecia y lo hace dudar hasta de él mismo. Ella es una abogada exitosa, que se dedica a defender a sus clientes adolescentes de otros abusos, con una familia estable que se ha sometido al deseo por el hijo de su marido. El bello joven la desea y quiere aprender: una fórmula letal para cualquier dama en edad de merecer…
No obstante, la directora –una mujer sabia de más de 70 años– frena con el pulso de su arte cualquier juicio rápido.
El filme ultrafrancés se resiste al veredicto o el diagnóstico psicológico al paso. Nada es lo que parece, aunque un adulto sea ineludiblemente responsable de los daños (heridas y traumas) que sufra un menor en una relación afectivo-sexual que siempre es desigual, incluidas las aparentemente consentidas.
Hay en Anne algo que la exonera moralmente y no sabemos bien qué es, pero allí radica el valor de una película, de una obra, que no pone todo en blanco y negro, contrastado, fácil de categorizar y digerir… que nos deja sin certezas, más allá de la ley.
Ella (una expresiva Léa Drucker) ha salvado a Theo (Samuel Kircher) de algunas fechorías criminales, lo ha cubierto, él no es un santo y, en cambio, él la ha delatado, tendemos a pensar. Trascartón, nos autoflagelamos: ¡Pero, por dios, se trata de un niño herido tratando de vengarse de su padre ausente! Entonces, nos (contra)decimos: ¿cómo se puede justificar que alguien lo haga sufrir y le deje esa enseñanza de la mentira para siempre?
Y así nos tiene Catherine Breillat durante toda la película. Los críticos destacan en ella el ejercicio de contención, por el ritmo, la ausencia de subrayados maniqueos y porque nos evita la genitalidad demasiado explícita.
Gracias a la morosidad de su relato, se disfrutan sin reservas (incluso, con una cierta incomodidad) los primerísimos primeros planos de las bocas de cada uno de los amantes; las escenas de sexo están centradas en los músculos y las venas hirvientes del cuello de una mujer que seguramente ya sabe que extrañará su propia piel lozana. A los adjetivos de la carne abstracta podríamos agregarle el de la tersura de la piel del chico, transmitida desde el poro mismo del primer vello de una barba incipiente.
Poder, atracción y la imposibilidad de encontrar una medida justa
¿Cuánto hay de poder y cuánto de atracción en una relación? ¿Y en un vínculo tan desigual?
El último verano nos propone intentar ponerle una unidad de medida al poder, aunque pronto advirtamos lo vano de la empresa. Además, nos invita a las mujeres (y demás seres humanos) a preguntarnos por nuestro deseo, el cual, como decía la filósofa Simone Weil, nos impulsa a llevarnos a la boca lo que nos gusta. Comernos al objeto deseado, como en la más primitiva forma de conocer y nutrirse de un mamífero.
Comernos el objeto de deseo
“Lo bello es un atractivo carnal que se mantiene a distancia y conlleva una renuncia. Incluida la renuncia más íntima, la de la imaginación. Queremos comernos todos los demás objetos de deseo. Lo bello es lo que deseamos sin querer comérnoslo”, escribía la maestra mística.
En el libro El deseo (Hermida Editores, con traducción de José Luis Piquero), Weil aboga por transformar esa pulsión devoradora en desear que (eso, lo bello) simplemente “exista”.
Su recomendación, aunque difícil de seguir a rajatabla, parece provenir de su propia alma asceta: “Resulta muy útil para las cosas que uno ha mirado de frente el tiempo suficiente y que, a fuerza de mirarlas, siente de forma manifiesta que debe dejarlas aparte”. Y agrega: “El apego no es otra cosa que la insuficiencia en la percepción de la realidad. Uno se apega a la posesión de una cosa porque se cree que, si deja de poseerla, la cosa dejará de existir”.
Pero ¿puede abolirse el deseo de poseer?, ¿o puede este tener un lado vitalmente positivo y estimulante, más allá de lo insatisfactorio que suena rechazar un objeto erótico que se deja comer?
La editora de este volumen, Mónica Mesa Fernández, reconoce, en el prólogo: “El deseo es una prolongación del cuerpo”.
Por eso, ella detalla las vías de expresión del deseo que no puede ser satisfecho por un objeto: “El objeto de deseo no tiene por qué ser indispensable en sí mismo, pero sí lo es si sirve de acicate o puente hacia otros deseos”.
De hecho, explica, “a veces ese objeto o persona deseados pueden ser solo imaginarios, solo proyectos poco o nada realistas”. La clave, a criterio de la filósofa, “está en el mero sentir una pura inclinación espontánea hacia algo o alguien cuyos rasgos no tienen por qué estar aún definidos”. Aquí entra en escena, sin embargo, “el deseo como fuerza activa que libera las tensiones de nuestra propia mente, como impulso vital”.
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