Cuatro recetas sanadoras para estos tiempos de incertidumbre
Van aquí cuatro recetas sanadoras para tiempos punkis. Dos libros, una exposición en el Museo Reina Sofía y una serie. La enfermedad y el reconocimiento médico, la educación sin sentimientos o la fiesta para olvidar el presente desempleado y el futuro incierto son marcas del rezongo pandémico tardío. De fondo, lo interseccional del agravio social o la incomprensión de los cuerpos y los géneros atraviesan estas propuestas que nos acercan a la verdad de lo real con otro vuelo, mucho más alto que el de las disputas de Twitter.
Vivimos días de arduas discusiones sobre las razones de la violencia y de los chuletones. En la arena pública, todavía hay astillas de la anterior lidia, acerca de quién tiene la potestad en el género de un niño o una niña, o sobre si los asuntos queer son solamente fruto de académicas snobs. A ras de suelo, la polvareda todavía en el aire tiene que ver con lo que opinan los hombres de lo que es el humor gracioso. A ratos, solo a ratos, el errático debate sanitarista vira hacia estas otras necedades y, sin embargo, no estamos lo suficientemente alertas al desánimo ambiente, la depresión de buena parte de la población –con especial incidencia en los jóvenes– y la imperiosa necesidad de una mirada social menos mezquina por parte de quienes podrían remediar, al menos, algunos síntomas de esta enfermedad de la desigualdad, agudizada por esta inmensa crisis económica. Porque la impaciencia ha dejado paso a una anestesiada tristeza, con esporádicas explosiones de botellón –a falta de otras rebeliones– y la fiesta que muy probablemente oculta la falta de esperanza.
El punk ya no sirve, es puro pasado, y la autoayuda ha mostrado demasiadas hilachas, por lo que, para sanar (o resistir), más vale echar mano a algunos acontecimientos, autores y artistas que no se escabullen del dolor y que, por eso mismo, pueden acompañarnos con la enjundia que estos tiempos tardíos de la pandemia requieren.
Como antídoto al despropósito, reseñamos a continuación actividades y lecturas para un verano con algo de luz sobre las cosas que hoy nos ahogan. Ojalá podamos hacer menos sangre y cambiar la perspectiva única que nos agobia:
En la vulnerabilidad radica la potencia de la verdad, o Ida Applebrogg (Nueva York, 1929), en una retrospectiva. El museo Reina Sofía nos presenta a una artista que ha pasado por casi todas las etapas de una vida que es, a la vez, su obra, hecha de pinturas, dibujos e instalaciones. Las piezas están reunidas en torno al título Marginalias, que constituyen las notas al pie de página que Applebrogg concibe como contrapeso al discurso central –o aparentemente centrado– que guía las relaciones sociales. Applebrogg, que en los 60 y 70 pasó un tiempo ingresada con problemas psicológicos, sacó arte de aquella experiencia. En ella, el encierro se volvió fructífera autoexploración y, en este sentido, resulta notable la colección de diferentes perspectivas de una vulva –la suya– dibujadas frente al espejo y expuestas ahora en Madrid. En otro registro, mucho más lúdico, pueden disfrutarse sus teatrillos en pergamino, que trazan para el visitante sombras chinescas sobre la palidez de los muros; algunos cuentan cómo los inquisidores ordenaron a Galileo que debía abandonar sus teorías y otros dramas de la historia de la humanidad.
Cada época de la existencia y la obra de Applebrogg tiene su color y su técnica y, por ejemplo, hay una declaración de pájaros enfadados, Angry birds, hecha de bellísimos acrílicos que parece contestarles a aquellos naturalistas del siglo XIX que, como J. James Audubon, mataban a sus objetos pictóricos para retratarlos en detalle. Entre lo más conmovedor, figura la instalación de autoría conjunta con su hija, destacando esa relación filial indestructible, y una instalación, en verde-hospital y sillas metálicas, que denuncia esas esperas interminables para reconocimientos médicos que suelen ser apenas parches para la ausencia de otros re-conocimientos afectivos.
‘La teoría como práctica de liberación’. Así se titula uno de los capítulos de Enseñar a transgredir (Capitán Swing), el último libro aparecido en castellano de la activista y téorica feminista de la negritud bell hooks (así, con minúscula), que arranca con esta contundencia: “Llegué a la teoría porque estaba herida –el dolor que sentía era tan intenso que no podía seguir viviendo–. Llegué a la teoría desesperada, queriendo comprender (…) Sobre todo, quería que la herida desapareciera. Veía en la teoría, entonces, un lugar de sanación”. La autora norteamericana –que tan bien explica esto de la interseccionalidad entre raza, clase y género– se pregunta en este libro cómo hacer cuando los profesores no quieren enseñar y los niños no quieren aprender, o cómo no desobedecer las lecciones morales de un padre castigador. Como ella, muchas de nosotras hemos llegado a comprender cosas acerca de lo que nos sucede, personal e íntimamente, gracias a buenos ensayos y a la filosofía, porque la teoría puede ser una compañía sanadora.
En su capítulo Eros, erotismo y proceso pedagógico, hooks se interna en pasillos estrechos (para las mentes ídem) a fin de aterrizar uno de los principios centrales de la pedagogía crítica feminista, como es el de “no participar de la escisión mente-cuerpo”. Así, habla de entender el lugar del eros y el erotismo en el aula, sin pensar estos motores “en términos exclusivamente sexuales, aunque no hay que negar esa dimensión”. Su planteamiento –en línea con Sam Keen, en La vida apasionada. El nuevo arte de amar– apunta a esa fuerza motriz como la única capaz de llevar la vida potencial hacia su realización, incluso en la naturaleza, cuando las aves migran o las plantas brotan. Hay, en este sentido, una frase que a todas las que hemos enseñado nos llega al alma: “Cuando el eros está presente en el contexto del aula, es seguro que va a florecer el amor”, aunque nos quieran convencer de que en el aula no hay lugar para el amor. Entonces, son los “sospechosos de la universidad” los que, a su juicio, deben desafiar esas inamovibles escisiones entre espacios y sentimientos.
De la propia fragilidad brota la compasión. A primera vista, no hay afinidades, ni entre los dos chicos que se encuentran en la ficción de la miniserie Fragile (Filmin) ni entre nosotros –los espectadores– y esas personas canadienses que conviven naturalmente con la nieve y hablan un francés extrañísimo. Pero a la media hora del primer capítulo de esta serie dirigida por Claude Desrosiers, con guión de Serge Bouche, esa incomprensión absoluta nos atrapa: por qué un machote de clase acomodada, que acaba de salir de la cárcel tras un homicidio imprudente, trata tan bien al humilde artesano con noviecita en el pueblo, o por qué el artesano, que no se despega de su mamá, cual niño temeroso, se atreve a jugar con el tipo al que todos tildan de asesino. Nos atrae justamente la manera en que Fragile hace crecer nuestra curiosidad: ¿qué tienen que ver entre sí?, ¿por qué se perdonan desde antes de conocerse?
Resulta que el tratamiento tan fino de los personajes y las situaciones nos tienen en suspenso hasta los minutos finales, en que la incomprensión no disminuye pero resulta placentera. Baste decir que es una serie perfecta para acercarse al actualísimo fenómeno de la intersexualidad. Quizá nos embargue, eso sí, una amorosa perplejidad, porque no necesitamos entender todo para respetar, incluso querer, al vecino.
La incertidumbre y cómo convivir con ella leyendo cada día, una página del libro del Tao-Te-Ching, de Lao Tse, el “canon del sendero y la virtud” orientales, para armonizarse con los ciclos de cambio. Hace un par de meses, apareció en el mercado español una nueva edición en torno a esta obra legendaria, esta vez, en formato de novela gráfica, concebida e ilustrada por Sean Michael Wilson y Cary Kwok (Editorial Herder), con una recopilación de 81 pasajes escritos por el sabio Lao-Tzu/Laozi, de manera de hacer actuales las enseñanzas de su “libro del camino”. Por ejemplo, contra la acumulación y el desborde, leemos: “Más vale saber cuándo detenerse y no llenar la copa hasta el borde. Si templas y afilas una cuchilla sin cesar, esta no conservará su filo por mucho tiempo”. Para “llevar las riendas del salvaje espíritu corpóreo”, el taoísmo propone: “Da vida a las cosas y nútrelas, pero sin pensar en la posesión”. La última, sobre la plasticidad del agua, que debería ser la condición de este camino incierto: “El bien supremo como es el agua tiene la virtud de beneficiar a todas las criaturas, sin rivalizar con ninguna (…) Como lugar para vivir, a la tierra misma se la tiene por buena; para la mente, lo bueno es la profundidad; para la sociedad, lo bueno es la solidaridad; para la oratoria, lo bueno es cumplir con la propia palabra”.
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