“He llegado a culpabilizarme por pasar una tarde en casa sin hacer nada”
Xacobe Pato (Ourense, 1987) es el nuevo invitado a nuestras ‘entrevistas emocionales’. Pato trabaja como librero en Santiago de Compostela y ha publicado sus diarios de 2018 (desde junio) y 2019 en el libro ‘Seré feliz mañana’ (Espasa), con prólogo de Laura Ferrero, a la que entrevistamos aquí hace unos meses. Sostiene que dentro de cien años se llevarán las manos a la cabeza al estudiar nuestra forma gratuita de exponernos en las redes sociales y nuestra forma de vida basada en estar siempre produciendo, consumiendo… “Yo he llegado a culpabilizarme por pasar una tarde en casa sin hacer nada”.
Cuando a Pato le asaltan los bloqueos literarios, se pone en bucle La gran belleza de Sorrentino. O ve jugadas de Djalminha. O escucha a Rigoberta Bandini. Y si aun así no aparecen las musas, “me hago un bocadillo de Nocilla”.
“A veces he deseado que me pasaran cosas extraordinarias para poder contarlas en el diario”, dice, al tiempo que puntualiza: “Lo que se debe contar en un diario es la vida cuando no pasa nada. Estorban hasta los viajes, porque la vida cotidiana hay que contarla desde casa”. Cree, como Alvy Singer en Annie Hall, que la vida está llena de soledad, de sufrimiento, de tristeza, “y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa”.
En ‘Dietario voluble’, Enrique Vila-Matas dice, citando a Menéndez Salmón, que la literatura no es un oficio sino una enfermedad. “Uno no escribe para ganar dinero o caer bien a la gente, sino porque intenta curarse, porque está infectado, porque lo ha ganado la tristeza”. Entonces, ¿la literatura como enfermedad incurable o como oficio, o hay una tercera vía?
No estoy muy de acuerdo con eso de que la literatura nos salve o nos cure. Es cierto que cuando uno se sienta a escribir es porque algo anda estropeado o no funciona como debería, pero no creo que la literatura cure ni salve de nada. A mí por lo menos lo que me cura son la mercromina y las tiritas, y lo que me salva es el miedo que me impide cometer todas las idioteces que se me pasan por la cabeza. Yo, como dijo Juan Tallón alguna vez, escribo para no hacer cosas aun peores.
A raíz del encuentro que relatas entre Billy Wilder, ya con casi 90 años, y un jovencísimo David Trueba en Los Ángeles, he recordado que Wilder tenía enmarcada delante de su escritorio la pregunta “¿Qué haría Lubitsch?”, para tirar de ella en esos momentos de bloqueo en la escritura de sus guiones. ¿De qué echas mano cuando las musas no responden?
Cuando me bloqueo pongo vídeos en YouTube de las mejores jugadas de Djalminha o de Ronaldo, el de los cumpleaños de Ronaldo. Me pongo capítulos sueltos de Girls o veo La gran Belleza en bucle. También escucho a Rigoberta Bandini, a Ortiga, a Eliades Ochoa o a Kiko Veneno. Y si aun así no consigo inspirarme, me hago un bocadillo de Nocilla.
Cuenta Elvira Lindo en ‘Noches sin dormir’ que al principio de su relación con Antonio Muñoz Molina, en esos días en que le asaltaban “los pensamientos negros”, leía sus cuadernos a escondidas, como hacía la mujer de Tolstói, pero que luego esa costumbre fue desapareciendo. En tu diario infantil te tomabas muy en serio tener entretenidas a tus primeras lectoras –tu madre y tu hermana– y te preocupabas de que pasara un buen rato “mientras cotilleaban en secreto las nuevas entradas”. ¿Somos cada vez más cotillas y menos curiosos, hemos ganado en superficialidad y hemos perdido profundidad en estos tiempos de exhibicionismo digital?
Me parece que no es incompatible. Yo mismo soy muy curioso y un cotilla de mucho cuidado. Me parece que, en Internet en general y en las redes sociales en particular, somos todos un poco conejillos de indias: dentro de cien años se llevarán las manos a la cabeza al estudiar nuestra forma de exponernos delante de todo el mundo. Se habla mucho de la falta de pudor en la autoficción de escritores como Knausgard o Rachel Cusk, pero al menos ellos ganan dinero exponiéndose. Nosotros lo hacemos gratis, o a cambio de no sé qué. Yo me acuerdo de algunos de mis primeros tuits, hace nueve o diez años, y me dan una vergüenza tremenda, y eso por no hablar de los que escribí la semana pasada.
Iñaki Uriarte comenta en sus ‘Diarios’ que bostezar le parece un lujo solo al alcance de la gente feliz. ¿Nos haría falta bostezar algo más?
Tener acceso a casi todo a un precio razonable nos ha convertido en seres ansiosos que lo quieren todo, que solo son felices cuando consumen. Lo cual es terrorífico si uno lo piensa detenidamente, cosa que nunca hacemos, porque ya solo pensamos deprisa. Yo he llegado a culpabilizarme por pasar una tarde en casa sin hacer nada, cuando tal vez es una de las mejores cosas que puede hacer una persona. Soy un adicto al scroll y el scroll es enemigo del aburrimiento. Si los enemigos de mis enemigos son mis amigos, tal vez el aburrimiento sea mi amigo, o debería serlo.
Aquí por el sur están desapareciendo las librerías. Las calles están llenándose de barberías y peluquerías. De establecimientos dedicados únicamente a los servicios. Tu trabajas en la librería Cronopios en Santiago de Compostela. ¿Qué sería de un mundo sin librerías, sin libros, sin que pusiéramos en duda nuestras vagas y titubeantes certezas?
No creo que lleguemos a ver un mundo sin libros, que es un objeto perfecto, a mi juicio imbatible. Soy menos optimista sobre el futuro de las librerías. El año pasado, durante el confinamiento, fuimos testigos de cómo son las ciudades sin librerías y sin comercio local. Ciudades intercambiables entre sí, sin personalidad, y casi hostiles al paseo. Yo creo que si los ciudadanos queremos que en nuestras ciudades haya librerías, habrá librerías; lo que no tengo tan claro es si de verdad queremos librerías en nuestras ciudades o solo fingimos que las queremos. Sin embargo, si no tenemos ningún problema con un ocio de casa, coche y centros comerciales, será lo que tendremos en unas décadas. Porque si no vamos a consumir a esos comercios que dan personalidad a nuestras ciudades, lo que no vale luego es lamentarse porque cierren, y escribir esos artículos maravillosos y muy líricos sobre librerías que cierran la persiana y que no sirven para nada.
¿Los que nos gobiernan quieren de verdad que leamos?
Supongo que la lectura como actividad marginal es cómoda para el poder porque para gobernar a un país lector no basta con obligarle, también hay que persuadirle, y qué político tiene tiempo hoy en día para convencer a nadie de nada.
Henry James tuvo que contratar a un secretario para dictarle porque se le había quedado inútil la mano derecha de escribir. Philip Roth escribía de pie, a mano, en un atril junto a una pared. En 2003, Paul Auster dijo en una entrevista a ‘The Paris Review’ que siempre había escrito a mano, normalmente a pluma, pero a veces también a lápiz, y que los teclados siempre le intimidaban “porque nunca he sido capaz de pensar con claridad con los dedos en esa posición”. ¿Cómo es tu proceso de escritura?
Sigo el consejo de Chéjov: “El artista contempla con atención la vida. Dice en voz baja: ‘Así que esta es la vida, ¿eh?’. Y se pone manos a la obra para expresarla”. Primero escribo mentalmente, fijándome en lo que tengo alrededor, prestando atención a todo lo que me pasa para ver si luego puedo sacarle punta. Es una forma de vivir más divertida e intensa que andar ensimismado en uno mismo, como solía hacer antes.
Escribir un diario es como pasear sin rumbo y pararse de pronto en medio de cualquier día de la semana, quizás un martes, para mirar qué llevas dentro de los bolsillos. Luego voy tomando notas en unas libretas rojas robadas. Las mandó una editorial a la librería hace unos años como obsequio para los clientes y primero me quedé una y luego ya me las quedé todas. Después, un día a la semana, o dos, voy al ordenador con todo ese material en sucio, o en bruto, y trato de darle un sentido. Escribiendo descubres lo que quieres escribir, a menudo para tu asombro. Y cuando encuentras algún punto de vista interesante, o sale algún golpe de ingenio, la sensación es muy placentera, como encontrar un billete de 20 euros en un pantalón viejo.
¿Qué es peor, la mascarilla que nos tapa la boca o la venda que nos tapa los ojos, que nos ciega, esa que nos ponemos para desentendernos del dolor y el sufrimiento de los otros?
La venda. Hay una confusión aquí: a mí tampoco me resulta agradable llevar la mascarilla puesta todo el día, pero lo malo no es la mascarilla, sino el virus. Sería como si en Galicia al ver por la ventana que llueve dijéramos: “¡Putos paraguas!”. Ojalá salga el sol, claro, pero no le echemos la culpa de la lluvia a los pobres paraguas, que bastante aguantan. Las mascarillas nos protegen del virus y salvan vidas, o eso parece. Además, han traído cierto grado de democracia al terreno de la belleza: ahora somos todos guapos por lo menos un ratito. En mi opinión, las mascarillas deberían ser honradas y no vilipendiadas, y de pronto me he visto obligado a reivindicarlas como un verdadero lunático.
“Todo lo que hago es muy pequeño, del orden de lo infinitesimal. Me dedico a lo muy pequeño, doy testimonio de una briza de hierba”, señala Bobin en ‘Autorretrato con radiador’. ¿En lo minúsculo está la alegría?
A veces he deseado que me pasaran cosas extraordinarias para poder contarlas luego en el diario. He llegado al extremo de retorcer artificiosamente mi vida para romper los límites, como cuando me dejé bigote. Cuando llegó la pandemia, me di cuenta de que estaba equivocado, de que los diarios son otra cosa. Umbral escribió que el exceso de “asunto” estropea el género. O sea, que lo que se debe contar en un diario es la vida cuando no pasa nada. Estorban hasta los viajes, porque la vida cotidiana hay que contarla desde casa. Desde lo pequeño, lo íntimo y lo sencillo. También dijo Umbral que si emprendiera de pronto un gran amor, o si matara a su mujer con un cuchillo, eso ya sería una novela y no cabría en el diario.
La vida es un relámpago…
Lo explica muy bien Alvy Singer en Annie Hall: “La vida está llena de soledad, histeria, sufrimiento, tristeza y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa”.
“Siempre que leo a Michel Houellebecq pienso lo mismo: no hay nadie que use mejor el punto y coma. Los clava como un saltador de trampolín larguísimo que llega al agua sin salpicar”, escribes en tus diarios. Volviendo a Juan Tallón, este dijo en un artículo que le gustaba colocar mal una coma de vez en cuando porque le venía bien al texto. Me gustaría hablar del arte de poner paréntesis, de los corchetes, de los puntos suspensivos, pero hay que poner el punto y final a la entrevista. ¿Cómo te gustan los finales?
Me gustan los finales felices con aire de tragedia, como el de El Graduado. Yo creo que a veces la vida consiste en conseguir algo que deseabas mucho, encogerte de hombros, y decir: “Ah, era esto”…
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