Recordando los 90 años de Julio Ramón Ribeyro, ‘la tentación del fracaso’
En el 90 aniversario de su nacimiento, recordamos la obra recientemente reeditada del peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), el gran escéptico, uno de los autores más importantes de América Latina y de la lengua castellana.
Para muchos de los que crecimos en Lima, los libros de Julio Ramón Ribeyro eran objetos que no podían faltar en nuestras bibliotecas. Recuerdo una antología de cuentos en particular, una de color naranja, de la editorial Milla Batres, que terminaba siempre por deshojarse entre mis manos, pero que releí una y otra vez hasta que el libro terminó prácticamente deshaciéndose. Sus relatos han sido y siguen siendo una lectura clave y fundamental en la adolescencia y la primera juventud de varias generaciones, lo que ha convertido a Ribeyro en un autor de culto en el Perú.
El 31 de agosto de 2019, Julio Ramón Ribeyro hubiera cumplido 90 años y la editorial Seix Barral acaba de publicar tres nuevas ediciones conmemorativas de sus cuentos completos: La palabra del mudo, sus diarios: La tentación del Fracaso y un libro inclasificable llamado Prosas apátridas.
Hay escritores a los que uno admira y hay otros que, además, uno termina queriendo. El siglo XX está lleno de escritores latinoamericanos admirables: García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Lezama Lima o Alejo Carpentier, por nombrar solo algunos. Autores con una vocación decidida que desde una ambición totalizadora buscaron siempre escribir aquella novela total que cubriese todos los estratos de la sociedad. Incluso Borges, que nunca escribió una novela, intentó abarcarlo todo en su relato el Aleph, aquel artefacto que lo contenía todo.
Ribeyro, por el contrario, fue un escritor de lo pequeño y lo ínfimo. En sus casi cien relatos incluidos en la Palabra del mudo, Ribeyro se preocupó por aquellos seres que no tenían voz, gentes de clase medias y trabajadoras, los marginales y los perdedores de la sociedad cuyas insignificantes vidas Ribeyro convertía, en pocas páginas, en obras literarias de una profundidad en apariencia simple. Su destreza para el relato corto lo hacen ser, quizá, el mejor cuentista de América Latina junto con Borges, Onetti y Rulfo.
Así como hay escritores que uno admira, están esos otros escritores que, además, cuando uno los lee, desearía buscar al autor y darle un abrazo. Ribeyro era uno de ellos.
Cuando uno lee La tentación del fracaso, acaso uno de los libros más bellos y excepcionales que se han escrito en lengua castellana, uno termina con la sensación de haber encontrado un aliado. Ahí Ribeyro, con su particular mirada sobre la realidad y sobre sí mismo, es capaz de pincelar agudas observaciones y transmitir toda esa insatisfacción, soledad y ansiedad con la que él, como escritor, convivía diariamente. Fino, agudo, elegante, sus diarios son el testimonio vivo mediante el cual los lectores acompañamos a un autor que se va conociendo a sí mismo a través de sus reflexiones y observaciones, y en las que es posible apreciar a un escritor que era consciente de sus debilidades, frustraciones, pero consciente, también, de su condición de artista. Un artista que encuentra en el cuento su hábitat natural. “Yo veo y siento la realidad en forma de cuento y sólo puedo expresarme de esa manera”, escribe en sus primeras páginas.
Sin embargo, cuando se trata de escribir novelas, Ribeyro parece no sentirse tan cómodo. En una entrada fechada el 11 de septiembre de 1955 Ribeyro escribe: “Una novela es para mí, en las actuales circunstancias, una tarea superior a mis fuerzas. Tiene razón Roland Barthes cuando sostiene que una novela es ‘una forma de muerte’ porque ‘convierte la vida en destino”.
Los años sesenta trajeron consigo el entusiasmo por la revolución cubana y la explosión de la novela latinoamericana. Los grandes nombres de la literatura de América Latina llegaron a Europa con exuberantes novelas bajo el brazo y un compromiso social que Ribeyro encontraba lejano. A pesar de que llegó a publicar tres novelas (Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia) era consciente de que los novelistas del boom y sus complejas técnicas faulknerianas no resultaban compatibles con su forma de enfrentarse a la página en blanco. Reconoció el talento para la novela de sus coetáneos y siguió escribiendo relatos hasta el final de su vida.
El entusiasmo que los escritores del boom mostraban por la revolución cubana es algo que a Ribeyro también le generaba dudas: “Uno de los problemas que más me inquietan es la imposibilidad en que me encuentro de definir mi posición política. Mi espíritu es esencialmente problemático y por esta razón incapaz de aceptar cualquier forma de dogmatismo”, escribe en sus diarios en 1955. O en 1961, cuando tiene que firmar un manifiesto político de intelectuales peruanos: “Más importante que mil intelectuales firmando un manifiesto es un obrero con un fusil. Además, ¿qué sentido, qué decencia puede haber en pergeñar esta declaración en París, escuchando Amstrong y bebiendo un vaso de Saint-Emilion? Tentación de la política, grave escollo de los escritores que se acercan a la madurez. Evitarlo”.
Ese escepticismo fue quizá uno de los elementos que lo mantuvo al margen de los escritores del boom, tan preocupados por buscar una complicidad con la tan aplaudida revolución cubana de entonces. Mientras que los autores del boom estaban bajo el foco de los reflectores opinando de manera segura, sin dudas, haciendo relucir su ego, Ribeyro se refugiaba en la soledad del anonimato europeo: “Un problema que evidentemente me preocupa es el de mi propia identidad, el de reconocerme como el mismo en el tiempo. Yo no tengo conciencia de mi identidad y si en una época llevé un diario casi cotidiano creo que fue para salvar mi identidad de los avatares de una vida morosa, dispersa y vagabunda”, escribe en una entrada fechada el 26 de noviembre de 1969, donde luego concluye: “En la práctica esta falta de conciencia de la propia identidad se traduce por la imposibilidad de tener opiniones duraderas y de hacer proyectos a largo plazo. Literariamente, por cierta versatilidad, facilidad, discontinuidad que, a la postre, me puede resultar fatal”.
Prosas apátridas es un libro de observaciones y reflexiones que, como su propio título indica, no cabe dentro de ninguna categoría, ni género literario. Es aquí donde su prosa llega a la cumbre de la exquisitez y sus observaciones de la realidad son de una genialidad poco común en la lengua española. Su mirada diáfana de la vida y su entorno nos muestra la realidad de otra manera, es decir, pasada por el filtro y la mirada del autor, esa mirada que nos desvela todo: “El advenimiento de un niño a un hogar es como la irrupción de los bárbaros en el viejo imperio romano. Mi hijo ha destrozado en veinte meses de vida todos los signos exteriores y ostentatorios de nuestra cultura doméstica: la estatuilla de porcelana que heredé de mi padre, reproducciones de esculturas famosas, ceniceros raros hurtados con tanta astucia en restaurantes, copas de cristal encargadas a Polonia, libros con grabados preciosos, el tocadiscos portátil, etc. El niño se siente frente a estos objetos, cuya utilidad desconoce, como el bárbaro frente a los productos enigmáticos de una civilización que no es la suya. Y como a pesar de su ignorancia y sinrazón, él representa la fuerza, la supervivencia, es decir, el porvenir, los destruye. Destruye los signos de una cultura ya para él caduca porque sabe que podrá reemplazarlos, puesto que él encarna, potencialmente, una nueva cultura”, escribe en la entrada número 30 del libro.
Ribeyro solía decir que para un buen observador toda la historia de una persona está contenida en su dedo meñique. Esta frase es, quizá, la que mejor define a Ribeyro. Su talento consistía en mirar las cosas más pequeñas, las más insignificantes, e interpretarlas de una manera singular. Esa era su arma narrativa más poderosa.
Es ahí donde todo se convierte en literatura.
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