‘De la lechería al Tinder’
Llegamos al cuento número 14 de nuestra serie ‘Relatos de un Extraño Verano’, en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Hoy la protagonista es una mujer empeñada en conseguir tres deseos. Como en el relato del miércoles, la historia va de deseos. Se ve que la pandemia nos los ha agitado.
Por ÁNGELA NAVARRO FALGAS
Apuró el último sorbo del gin tonic mientras dirigía su mirada a la puerta de entrada del local. Una gota de hielo cayó en la blusa de seda de Aure a la altura del seno derecho. Observó cómo la mancha se expandía y adoptaba la forma de una ameba incipiente. Trató de hacerla desaparecer frotándola con una servilleta de papel, pero no consiguió sino emborronar más su huella.
Le gustaba llegar con antelación a las citas. Escogía una mesa alejada, pero centrada frente a la puerta principal. Esos primeros momentos eran sus favoritos. Siempre albergaba la esperanza de que ese día fuera el definitivo, aunque de inmediato le envolvía el escepticismo de muchos encuentros fallidos.
Aure se hizo usuaria habitual de Tinder y sus numerosas citas le habían conferido cierta habilidad para clasificar a los aspirantes nada más asomar por la puerta del local. En los escasos 50 metros que separaban la entrada de su mesa era capaz de realizar un rápido dictamen que en pocas ocasiones le había fallado. Los prototipos eran poco variados. Estaban aquellos que, tras empujar la puerta de cristal, se detenían cautelosos y posaban la mirada en cada una de las mujeres que parecían esperar a alguien. Avanzaban hacia la elegida, dubitativos, como si el peso del abrigo les desequilibrara su silueta hasta provocar una asimetría que no soportaba. Otros, sin embargo, entraban atolondrados y, sin detenerse, rastreaban atropelladamente y olfateaban a su presa. Al identificar a la mujer con la que habían establecido contacto por videoconferencia, se detenían satisfechos de haber encontrado el botín deseado. A éstos también los detestaba. Sus preferidos eran aquellos que, como ella, se anticipaban a la hora de la cita. Se situaban en la barra, con un café entre sus manos y con pequeños sorbos paladeaban el momento.
La casona de la familia Bermúdez se encontraba en las afueras del pueblo. Los recios sillares y los escasos vanos de la fachada nunca permitieron que ningún rayo de sol se adentrara ni tan siquiera al zaguán. La oscuridad predominaba en todas las estancias salvo en la cocina, donde el hogar de leña proyectaba un resplandor continuo hasta el último rincón. Esa tenebrosidad estaba enraizada en el carácter de sus habitantes hasta tal punto que, cuando los niños eran muy pequeños, nunca se escucharon señales de alborozo, ni risas o llantos como hubiera sido natural. En ese entorno crecieron los tres hijos de la familia.
Los Bermúdez empezaron a prosperar allá por los años 50, cuando llegaron a ser dueños de una ganadería reconocida por todos los terratenientes de la comarca. Mientras los dos hijos varones ayudaban a su padre en las labores más duras del campo, Aurelia, la más pequeña, permanecía apegada a su madre. Pronto se incorporó al despacho de leche, al principio guiada por su madre, pero con tan solo diez años ya sacaba adelante la lechería sin ninguna ayuda. En un anejo de la casa, con puerta exterior a la calle, el padre había construido un pequeño despacho de leche desde el que Aurelia la repartía a todo el pueblo y parte de las localidades limítrofes.
Infancia y olor a ganadería formaban parte de un todo indisoluble, aunque Aurelia no reparó en ello hasta que fue adolescente. En ese momento reconoció cómo lo que ahora identificaba como hedor insoportable lo había impregnado todo en su corta vida: su casa, su cuerpo, su pelo, sus escasos vestidos, incluso la punta de sus senos cuando éstos comenzaron a desarrollarse.
Todas las tardes su amigo Lucas acudía a ayudar a Aurelia a dispensar la leche. Lo que comenzó como un juego de niños continuó con el despertar sexual de dos adolescentes que rozaban sus manos intencionadamente al ir a coger los mismos medidores de leche o cuando, distraídos, chocaban sus cuerpos al volverse hacia el mostrador. De ahí llegaron los paseos por el campo, sus primeros besos y las relaciones íntimas. Se hicieron novios a una edad temprana, hasta que Lucas tuvo que marcharse a Melilla para realizar su servicio militar. Las primeras cartas mostraban el entusiasmo de su amado por volver pronto al pueblo y formar la familia que habían planificado. Incluso querían ampliar el negocio de la lechería si los padres de ella accedían a donarles su explotación.
Los acontecimientos se precipitaron y las cuotas comunitarias que el gobierno de España estaba obligado a cumplir con la Unión Europea llevaron a los Bermúdez a conducir a la mayoría de su ganado al matadero y quedarse sólo con un reducido número de reses que les proporcionaban lo mínimo para sobrevivir.
De forma imprevista, las cartas de Lucas se fueron espaciando y ahora, con la experiencia curtida de los años, Aurelia comprende cuáles fueron las razones del alejamiento repentino de su novio. No debió de ser casual que coincidiera con el momento en que, a través de sus cartas, le fue poniendo al día de la situación catastrófica por la que estaba atravesando su familia. Sus hermanos habían abandonado el pueblo para buscarse una nueva vida en la ciudad y, lo peor de todo, el proyecto que iba a sustentar la economía de su futura familia quedaba cancelado.
Contaba los meses una y otra vez con las dos manos para conocer el mes en el que Lucas terminaría el servicio militar. Ya sólo le quedaba el meñique de la mano izquierda doblado para verle aparecer con su macuto al hombro por la puerta del caserón. Antes de abrir el dedo meñique Aurelia supo que Lucas nunca volvería.
Los padres de Aurelia se hicieron mayores de repente. Les invadió la pesadumbre de quienes lo han perdido todo después de tantos años de trabajo. Primero murió su padre y un año más tarde su madre. Aurelia, sola en aquel enorme caserón, comenzó a cerrar las habitaciones de la primera planta y se recluyó en la zona del hogar, donde desarrollaba toda su vida, incluso el camastro en el que dormía.
Desde hacía algunos años tenía trabajo en el único supermercado del pueblo. Cuando le tocaba hacerse cargo de la caja, podía oír los comentarios de las vecinas mientras se acercaban a ella para pagar:
–Pobre chica, se ha quedado solterona y eso que apuntaba a ser un buen partido.
–En el pueblo ya no quedan hombres jóvenes. ¿Quién se va a interesar por ella? Quizás algún viejo que haya enviudado.
Se despertó de madrugada empapada en sudor, como era habitual desde que los síntomas de la menopausia se hicieron patentes. Pero esta vez el sueño permanecía claro en su memoria, como si alguien lo hubiera grabado con un buril. El duende, al igual que en el cuento de Aladino, le ofrecía la posibilidad de hacer realidad tres deseos, ni uno más ni uno menos. Aurelia lo tuvo tan claro que no vaciló ni por un momento en formularlos, casi los gritó en voz alta. El primero tenía que ver con su mundo sensorial, en donde aquel olor nauseabundo del ganado le perseguía por todas partes. Por ello, deseó firmemente desprenderse de él para siempre. El segundo era puramente material. Quería tener dinero, el suficiente para poder llevar una vida desahogada fuera de aquel horrible pueblo. Titubeó por unos instantes para elegir el último. El duende lo había dejado muy claro, sólo eran tres. Finalmente se decidió por encontrar al amor de su vida. Aspiraba a volver a vivir lo que sintió de niña por su amigo Lucas, cuando le acompañaba en la vaquería.
El cartero del pueblo conocía a Aurelia desde que era niña. Sabía que a esas horas de la mañana estaría trabajando en el supermercado. Cuando tuvo la carta certificada en sus manos con el membrete del Ministerio de Obras Públicas, tuvo el presentimiento de que su vida iba a dar un vuelco.
La expropiación del caserón familiar en el pueblo le hizo obtener el dinero deseado, quizás algo más de lo previsto. Una M-40 o 50 atravesaría el despacho de leche. No lo lamentó. En un corto espacio de tiempo se mudó a la ciudad, a uno de los apartamentos situados en una de las zonas más cotizadas. Desde ese momento se hizo llamar Aure, según anunciaba el buzón de la correspondencia. Se convirtió en una de las mejores clientas de la más selecta perfumería de la ciudad. La Srta. Aure tenía un aviso puntual cada vez que llegaban nuevos perfumes franceses, sus favoritos. Salvo un pequeño traspié, una mastectomía en su seno derecho, ahora luchaba insistentemente por conseguir el tercero de sus deseos. Tinder y la lámpara maravillosa tenían que ponerse de acuerdo y ella lo seguía intentando una y otra vez hasta poder encontrar a un nuevo dependiente de la lechería.
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