Del tráfico en Madrid al consumo de carne, ¿tiene esto remedio?
De todas las reacciones -más o menos airadas, más o menos razonadas, a veces incluso delirantes- que he leído tras el informe de la OMS sobre el consumo de carne procesada, las que más me han hecho reír (y llorar) han sido las que se basan en el viejo refrán castellano de que «lo que no mata engorda». Si todo está perdido, ¿para qué intentar dietas más responsables, para qué limitar el tráfico en las grandes ciudades cuando los niveles de contaminación son altamente dañinos, para qué exigir menos pesticidas en agricultura? No. No dejemos de luchar.
Comemos carne cebada con productos tóxicos y antibióticos, cereales transgénicos, fruta infectada de pesticidas, respiramos aire contaminado, hemos convertido el mar en un basural de plástico, el pescado se atiborra de mercurio y luego este metal pesado acampa en nuestro estómago hasta que nos muramos, si no nos provoca él mismo la muerte. ¿Y qué? Venía a escribir un articulista (lo tomo como ejemplo aunque me abstengo de citarlo porque no me interesa el autor sino el contenido, compartido por muchos compañeros de la prensa de distinto signo ideológico). No es para tanto, sostenía. De algo tenemos que morir, como si todos nuestros males fueran inevitables, fruto del destino o un castigo de los dioses.
Debajo de este razonamiento –no crean que el aludido columnista es uno de los mamporreros de lo que se conoce como la caverna mediática– se impone una visión fundamentalista en la que la lógica y la razón no tienen cabida. No hagamos nada para mejorar nuestras vidas porque todo está escrito de antemano. Lo cual resulta curioso porque el mismo escritor, brillante en otras ocasiones –todo el mundo puede tener un mal día–, en su artículo pintaba a los ecologistas como unos puritanos dispuestos a prohibir todo lo que tiene que ver con la felicidad en aras de no sé qué moral pudibunda, como si fueran herederos de la Santa Inquisición y hubiesen cambiado la religión por la ecología. Supongo que, como a Esperanza Aguirre, al autor en cuestión no le habrá hecho mucha gracia que el Ayuntamiento de Madrid, por fin, haya decidido empezar a tomar algunas medidas –muy tímidas, casi simbólicas en realidad y sin mucha previsión- y modular el tráfico en los días de alerta por elevados niveles de óxido de nitrógeno, más que nada para que los madrileños nos envenenemos un poco menos cuando salimos a la calle. Y entiendo que este mismo columnista habría protestado siglos atrás cuando en las ciudades empezaron a adoptar medidas de higiene –poner el alcantarillado, por ejemplo– para evitar la peste y otras enfermedades. Porque, al fin y al cabo, uno debería poder cagar donde le diera la gana, ¿no? Quien no quiera oler que no huela, oiga.
Volviendo al informe sobre la carne procesada, es verdad que la OMS (la ONU, no lo olvidemos) ha creado alarmas innecesarias en algunas ocasiones, pero eso no quiere decir que sus estudios no tengan ningún valor y que haya que pasarlos por alto. Como en tantas ocasiones, en lugar de pedir explicaciones a la industria cárnica o a la Administración cargamos contra el mensajero. Parece que el fraude de Volkswagen no nos ha enseñado nada. Todo se justifica con tal de mantener un modelo productivo y de consumo que a todas luces es perjudicial para sus habitantes, humanos y no humanos, como si fuera la única opción posible, cuando no lo es.
El próximo 30 de noviembre, auspiciada por el Panel de las Naciones Unidas para el Cambio Climático, comienza en París -ay, ahora a todos nos duele París- la XXI Cumbre del Clima, en la que los países deberían fijar un acuerdo ambicioso para limitar las emisiones de gases de efecto invernadero –entre otras, las del dióxido de carbono que sale de los tubos de escape de los coches o las derivadas del consumo masivo de carne, qué le vamos a hacer–. Estados Unidos es de lejos el mayor responsable histórico y per cápita y, junto a China, el que más emite en la actualidad. Ni Estados Unidos ni China firmaron en su día el Protocolo de Kioto, el primer paso a nivel internacional para intentar frenar el calentamiento global, y ahora parece que por fin van a sentarse a la mesa con ganas de negociar, y de firmar. Veremos qué pasa (por si acaso, no nos hagamos muchas ilusiones).
A pesar de las presiones de las petroleras y de los interesados en mantener un modelo económico y productivo basado en la quema de combustibles fósiles (una industria con enorme poder, recordemos de nuevo el caso Volkswagen), parece que las evidencias científicas de que padecemos ya los efectos del cambio climático ocasionado por la acción humana son tan abrumadoras, en realidad lo son desde hace años (la hemeroteca obligaría ahora a sacar a Bush y sus guerras del petróleo), que si no se toman medidas drásticas, las consecuencias serán –lo son– irreversibles. Aumento de las temperaturas globales, sequías, pérdida de biodiversidad, desplazamientos masivos –la actual crisis siria casi será de risa en comparación con lo que se avecina–, más hambre, guerras por el abastecimiento de agua.
Como en la Edad Media, podemos seguir cagando (metafóricamente) donde nos da la gana, en la Tierra, en nuestra casa, o podemos empezar a tomar medidas de higiene, aunque lleguen tarde. A veces, lo supuestamente urgente acaba ocultando lo verdaderamente importante. Nos lo recordaba hace tiempo el poeta Jorge Riechmann en ¿Días perdidos en los transportes públicos?:
“Lo que pudieras viajar quizás en avión
viájalo en autobús
Lo que persigues ya lo has dejado atrás
Cada perspectiva tiene su ángulo azul
En un campo de almendros prevalece la danza
Lo que importa de veras
sólo crece en los márgenes
Déjate recorrer por los caminos
Ganarás tanto tiempo:
el tiempo de la vida”
(Anciano ya, nonato todavía, Editorial Baile del Sol).
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