‘Demonios familiares’, el final inacabado de Ana María Matute

Ana María Matute. Foto: Pablo. A. Mendivil

Ana María Matute. Foto: Pablo. A. Mendivil

Ana María Matute. Foto: Pablo. A. Mendivil

En junio nos dejaba Ana María Matute. A pesar de su delicado estado de salud –varias caídas y constantes ataques de vértigo-, escribió hasta el último momento. De esta tenacidad nos llega ‘Demonios familiares’, su última e inacabada novela.

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Esta reseña podría (debería) empezar diciendo que hablamos de una novela inacabada. Inacabada por aquello de que la trama se detiene de pronto y el lector debería tener en cuenta que Demonios Familiares es una lectura en una barca a la que de pronto se le acaba el río antes de llegar al mar.

Porque efectivamente Ana María Matute no pudo terminarla y su muerte, el pasado mes de junio, le llegó mientras ella daba vueltas a los últimos capítulos de esta novela sin que pudiera llegar a escribirlos. La protagonista, Eva, una adolescente de 16 años, vuelve a la casa en la que creció tras la amenaza de incendio contra el convento en el que vive como postulanta. A partir de ese momento, el reencuentro con su única amiga y la relación con su severo padre y con las dos personas que atienden la casa desencadenará, junto con la guerra, una serie de hechos que quedarán inconclusos.

Sin embargo, la Matute nos manda un mensaje claro, conciso como ella sabía, a través de la forma de su escritura. El tono de esta novela -ese tono que alcanzó tras múltiples borradores y tachones con grueso rotulador negro que moldeaban el ritmo de la historia de Eva- y los lugares y personajes comunes en su escritura actúan como faros para un lector que a mitad de la historia quedará en barrena.

Una protagonista que nace en una familia equivocada, como Valba (de Los Abel), Gudulín (de Olvidado Rey Gudú), Mónica (de Los hijos muertos) o Adriana (de Paraíso inhabitado), que es víctima de la falta de cariño y de la “espesa ignorancia” en la que la han educado. Eva se ve obligada a entender, a matacaballo y sin explicaciones de sus mayores, la nueva situación: una guerra que no comprende y una familia que empieza a contar sus secretos. Para ella, “los nuestros” son las personas que corresponden a su afecto y no quien acude al frente a batallar. En ese contexto, sólo a costa de su sensibilidad tendrá que inventar un sentido para la palabra enemigo, para la palabra hermano, para la palabra guerra. Para el amor.

Así, Eva -tras toda una vida sin salir de la ignorancia que tienen los niños solitarios pobladores de las novelas de la Matute- se verá obligada a perder la inocencia en medio de muchos incendios: uno liberador que la obliga a salir del convento, otro que se manifiesta en el color de las hojas de los árboles, el del primer trago de whisky, y, el más importante, el que en determinado momento se encenderá dentro de ella.

Demonios familiares enraíza directamente con la anterior novela de Matute, de la que fue germen, y en la temática con el particular universo de la autora. Ella nos guía de nuevo por sus grandes temas: la falta de afecto, el cainismo, la soledad…, pero, sobre todo, nos conduce de nuevo a un lugar que actúa sobre el lector y sobre los personajes a la vez como faro y como laberinto. Ese bosque que es siempre igual y distinto: repleto de helechos, musgo, robles y hayas, ese bosque que tira de uno para hundirlo en la alfombra suave de sus hojas muertas. El lugar que cabalga en la inexistente frontera entre la realidad y la fantasía.

Por todo eso, y porque para cada lector el destino de la protagonista será distinto -en eso reside parte de la magia de la literatura, ocurre también con las novelas acabadas-, podemos pensar que este final no escrito configura desde la blanca cabeza de la autora un deseo no cumplido. Porque, a veces, como ella nos dice desde sus páginas, cuando un deseo se cumple, todo un mundo muere. Y este ha sido el último regalo involuntario de Matute: regalarnos a cada uno el paraíso inhabitado del final de esta novela.

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Comentarios

  • Nely García

    Por Nely García, el 09 octubre 2014

    El final de la mayoría de las novelas suele ser ambiguo, en un espacio donde los lectores pueden imaginar libremente.

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