Por fin el derecho de 23 millones de mujeres a decidir sobre sus cuerpos
Para una mujer interrumpir su embarazo nunca es una buena noticia, sin embargo, que el Estado reconozca su derecho a abortar sí lo es. Que los diferentes gobiernos democráticos de un país no reconozcan lo que reclama la ciudadanía es una pésima noticia; pero que las mujeres de Argentina, organizadas en las calles, hayan conseguido cambiar las leyes después de 99 años de no ser escuchadas, es relevante. Además, con su éxito se han convertido en un referente poderoso para las personas de América Latina que defienden el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos y sus proyectos de vida, una victoria que abre el horizonte a otros cambios vinculados con la trama de la vida en ese continente. Como cada ultimo día de mes, llega ‘la noticia que abraza’ de Martha Zein.
El alivio es el afecto más triste de la alegría, pero es uno de los resultados más inmediatos de un abrazo. En esta noticia brilla el sol aunque lo haga entre líneas de nubosidad variable.
Dentro de poco más de un mes el mundo volverá a celebrar el 8 de Marzo. Entre sus éxitos se incluirá el triunfo de la voluntad popular y el saber negociador de las mujeres. El Parlamento argentino al fin dio un paso adelante, aliviando a millones de personas. El 14 de enero entró en vigor la ley que permite la interrupción voluntaria del embarazo hasta las 14 semanas y comenzó así una transformación radical de la vida cotidiana. El Estado por fin reconoce que las 23.237.355 mujeres que habitan en Argentina (51% de su población) tienen el derecho a decidir sobre sus cuerpos. Suena a básico y sin embargo no lo es.
Desgraciadamente, cuando el Estado no se hace cargo del sufrimiento que ha generado en más de 23 millones de mujeres en nombre de una moral que no las tiene en cuenta no es noticia, es tan poco importante que puede jugar a pasar desapercibido, por tremendo que sea su impacto y el daño que genera. Amnistía Internacional calcula que en Argentina se realizan alrededor de 450.000 abortos anuales en clandestinidad. Su criminalización no evita que miles de mujeres acudan a métodos en los que ponen en riesgo su vida. Por eso, cuando los miembros de un Parlamento elegidos también por el voto de las mujeres permiten que la mitad de la población a la que representan deje atrás la clandestinidad, la estigmatización, la vergüenza y la muerte, los cimientos de la democracia crujen de manera perturbadora, porque su justa decisión carga sobre sus espaldas el espanto acumulado durante años. Por la misma razón, quienes defendieron este derecho levantan su copa en todos los sentidos: por las que fueron, por las que son, por las que serán… y porque han logrado que el sistema inicie un cambio estructural.
Amar, comer, respirar, parir, engendrar… Todos los verbos vinculados con nuestra condición de seres vivos forman parte de la política de Estado aunque creamos que pertenecen al ámbito privado. Cambiar la declinación de estos verbos puede poner en alerta a quienes saben que sus privilegios pasan por la negación de los derechos y libertades. No extraña que Bolsonaro lanzara enseguida con un tuit en contra o que apenas dos semanas después el Congreso de Honduras blindara la prohibición total del aborto reformando el artículo 67 de su Constitución de modo que la interrupción del embarazo sea imposible incluso en casos de violación. Aunque las penas pueden ser de entre 2 y 8 años de cárcel, se han dado casos en los que la condena ha sido de 40 años, al equipararlo a un homicidio. Muchos embarazos forzados son fruto de delitos de violación e incesto, la falta de anticonceptivos (particularmente en zonas rurales) y la prohibición de la anticoncepción de emergencia, factores socioeconómicos que hacen que en Honduras una de cada cuatro niñas haya estado embarazada al menos una vez antes de cumplir los 19 años.
La dimensión de la penalización es un tema de la agenda pública que el Estado utiliza para medir fuerzas y negociar creando falsos debates morales. Ninguna mujer quiere abortar, lo que quiere es que, si llega ese momento, poder hacerlo de manera segura, legal y gratuita. Por eso es una noticia luminosa que Argentina ya cuente con una ley que garantiza la posibilidad de abortar en condiciones asépticas en un hospital público, porque es un triunfo de las nuevas generaciones que mantuvieron en pie las reivindicaciones desoídas durante 99 años. La ley de 1921, que reconocía el derecho al aborto en Argentina en caso de violación o ante el riesgo de la vida de la madre, no se cumplió. Niñas de entre 10 y 12 años, embarazadas tras una violación, vieron cómo sus casos eran judicializados y pasaban las semanas sin que se cumpliese su voluntad. Los casos de mujeres que, enfermas de cáncer, no pudieron cesar su embarazo acapararon los titulares de muchos diarios.
Tras lo ocurrido en Argentina, ahora todos se preguntan cuándo y cuál será el siguiente país, aunque los ojos están puestos en Colombia y Chile. Tomando las riendas de tanto dolor, las más jóvenes se han organizado en la calle durante años hasta formar un movimiento capaz de abrazar a toda América Latina, la marea verde, que en Argentina logró llevar a los tribunales la ley de 1921 en 2018. Aunque no prosperó, estas negociaciones posibilitaron que por primera vez se hablara en programas televisados de enorme audiencia sobre el uso de pastillas para interrumpir un embarazo y sobre las redes de acompañamiento existentes para intentar minimizar los riesgos de quienes abortaban en la clandestinidad. El aborto salía de las sombras del ámbito privado y demostraba su trascendencia política.
Ya es ley, esa es la buena noticia y es abrazadora, a pesar de que los argumentos que sostienen los ordenamientos jurídicos de nuestra sociedad, los plazos con los que se ponen en marcha, los métodos con los que se administran, estén bastante desconectados de los procesos de la trama de la vida. Un embarazo no deseado no sólo avanza minuto a minuto, sino que sume a la mujer en una fragilidad que nada tiene que ver con la biología.
Este año será crucial para miles de mujeres que deseen interrumpir su embarazo de forma segura. Su decisión hará evidentes los privilegios de ciertos colectivos vinculados con la salud. Habrá sectores que insistirán en decidir sobre el cuerpo de las mujeres porque olvidan que nosotras somos los seres humanos que más en contacto estamos con la trama de la vida, no sólo por razones físicas sino también por razones culturales y, por tanto, no decidimos de forma insensata, voluble o antojadiza. Aún hay personas que no pueden creer que cuando una mujer aborta se cuestiona su paso por este planeta. Quizá, sencillamente, porque no han tenido que vivir esa experiencia.
A medida que la economía fue expulsando la vida de la toma de decisiones, relegándola al territorio de lo privado, nos convertimos simbólica y realmente en las guardianas de todo lo vivo. Nuestra condición de mujer no garantiza que seamos guardianas ni que nuestro destino sea el cuidado, del mismo modo que no tenemos por qué parir, pero el simple hecho de asumir la gestión de nuestra fertilidad señala el gran agujero de nuestra cultura: domar, expoliar y colonizar la fertilidad de los seres vivos se considera un privilegio poderoso cuando no es más que la expresión de la debilidad de quienes temen que la trama de la vida les lleve por delante
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