Descubre la increíble vida de las 22.000 especies de musgos
Entre los libros que han llegado últimamente a la Redacción de ‘El Asombrario’, uno nos ha llamado poderosamente la atención, por su originalidad –una historia natural y cultural de los musgos– y la manera entretenida, rigurosa y didáctica en que está escrito. Os recomendamos la lectura de ‘Reserva de musgos’ (Capitán Swing), de la botánica Robin Wall Kimmerer (Nueva York, 1953), fundadora y directora del Centro para los Pueblos Nativos y el Medio Ambiente, que busca crear programas que combinen el conocimiento indígena y el científico para los objetivos compartidos de sostenibilidad. Os dejamos tres extractos de este maravilloso libro.
“Ser pequeño, sin embargo, no es ningún fracaso. Biológicamente, el desarrollo de los musgos ha sido exitoso: están presentes en casi todos los ecosistemas de la Tierra y su número de especies se eleva a 22.000. Igual que mi sobrina encuentra pequeños lugares en los que esconderse, los musgos han podido sobrevivir en una gran diversidad de microcomunidades, en las que ser grande sería un inconveniente. Entre las grietas de la acera, en las ramas de un roble, en la coraza de un escarabajo o en la repisa de un acantilado, los musgos pueden llenar los espacios vacíos que quedan entre las plantas más grandes. La manera en que se han adaptado a la vida en miniatura es hermosa. Sacan el máximo provecho de su tamaño. Es al expandirse fuera de su órbita cuando corren más peligro.
Los dueños indiscutibles del bosque son los árboles, con esos extensos sistemas radiculares y la extensa sombra que proporcionan sus doseles. Los musgos no pueden igualarlos. Gracias a su tamaño y a la pérdida de hojas en otoño, los árboles siempre vencen en la competición por la luz. Esa es una de las consecuencias de ser pequeño. Los musgos suelen verse obligados a vivir en la sombra, y es ahí donde consiguen desarrollarse. La clorofila de sus hojas es distinta a la de sus homólogos, que acaparan todo el sol, y se han adaptado para absorber las longitudes de onda de la luz que se filtra entre el dosel arbóreo.
De este modo, los musgos proliferan bajo el dosel umbrío y húmedo de los árboles perennes, creando a menudo una densa alfombra verde. Sin embargo, en bosques caducifolios, las condiciones otoñales del suelo del bosque hacen que este resulte inhabitable para los musgos, pues sucumbirían bajo la capa húmeda y oscura de la hojarasca. Se ven así obligados a refugiarse de las hojas revueltas por el viento en troncos y tocones, que se yerguen sobre la tierra como oteros en una llanura. Los musgos se desarrollan en lugares vedados para los árboles, sustratos duros e impermeables: en rocas, en las paredes de los acantilados, en la corteza de los propios árboles. Y gracias a su elegante adaptación, no sufren por las restricciones de estos lugares; son, en realidad, los dueños indiscutibles de tales entornos.
Su hábitat es superficial. La superficie de las rocas, la corteza de los árboles, los troncos: ese pequeño espacio en el que la tierra y la atmósfera entran en contacto. Esa zona de encuentro entre el aire y la tierra se conoce como capa límite. Adheridos a rocas y troncos, los musgos conocen a la perfección los contornos y las texturas de su sustrato. Ser pequeños aquí no es un obstáculo, sino la condición que les permite aprovechar el microentorno único de la capa límite”.
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“Al caminar por la selva, se oye un tamborileo constante. No son gotas de lluvia, sino pequeños restos de materia que caen del dosel. Hojas secas, bichos y pétalos se precipitan constantemente, enriqueciendo el suelo y reciclando los nutrientes, que viajan de los productores en lo alto del bosque a los agentes descomponedores de la tierra. Nunca dejó de sorprendernos que nos cayeran encima frutos a medio comer, las sobras del almuerzo de los papagayos. Estos pueden provocar un impacto serio en una cabeza desprotegida. Nuestro guía nos enseñó un moratón con forma de huevo. Si pudiéramos caminar por los bajos de una colonia de musgo, también encontraríamos la misma lluvia constante de partículas entre las capas sucesivas de hojas. Los mechones de musgo atrapan la tierra que levanta el viento y los fragmentos de hojas, así como los organismos muertos y las esporas, que caen hasta la base del musgo, donde poco a poco conforman el suelo. La materia orgánica en descomposición acoge lamentos fúngicos, de los que se atiborran los colémbolos. Es esta acumulación de restos en descomposición lo que ofrece un ancla para que las plantas enraícen, de forma similar a la manera en que las orquídeas de la selva o los helechos se aferran a una roca cubierta de musgo.
Un embudo de Berlese es una herramienta que se suele utilizar para estudiar la fauna casi invisible de microcomunidades como la del musgo. Se deja tierra, madera podrida o una mata de musgo en un embudo de aluminio, con una pantalla. Sobre el embudo se colocan lámparas de alta intensidad durante varios días. Poco a poco, el calor comienza a secar el musgo o el material correspondiente. De ese modo, todos los invertebrados, huyendo de la luz y buscando la humedad restante, se dirigen hacia abajo, hacia la punta del embudo, donde caen a un tarro de formol y encuentran la muerte.
Una muestra de un embudo de Berlese suele producir los si- guientes resultados: en un gramo de musgo del suelo del bosque, del tamaño aproximado de un bollito, se encuentran 150.000 protozoos, 132.000 tardígrados, 3.000 colémbolos, 800 rotíferos, 500 nematodos, 400 ácaros y 200 larvas de mosca, lo que de- muestra la extraordinaria cantidad de vida que un poco de musgo puede acoger.
Los números, sin embargo, se olvidan de lo importante. Listas como esa me recuerdan a los datos intrascendentes que lanzan los guías turísticos: la cantidad de peldaños que hay hasta lo alto del monumento a Washington o el número de bloques de granito que se utilizaron en su construcción. Lo que a mí me interesa de verdad es la vista desde lo alto y las bromas que se hacían los hombres que lo construyeron. Supongo que los embudos de Berlese permiten realizar un inventario detallado de la biota, pero siempre antepondría la posibilidad de caminar entre una mata de musgo y observar los miles de criaturas que habitan en ella a contar sus cuerpos en un tarro.
Los bosques de musgo atraen tantos invertebrados por las mis- mas razones por las que las selvas atraen tal diversidad de fauna y ora. Ofrecen un microclima favorable, cobijo, alimento, nutrientes y una estructura interna compleja, que crea una gran diversidad de hábitats. Al igual que la selva, el bosque de musgo es un foco para la evolución. Los musgos fueron las primeras plantas que colonizaron la tierra, allanando el camino al resto de criaturas. Muchos entomólogos consideran que las fases más tempranas de la evolución de los insectos tuvieron lugar en las matas de musgo. La humedad que les ofrecían constituía un entorno de transición entre la vida acuática primitiva y los organismos terrestres más avanzados. Hoy, muchos de los insectos más evolucionados dependen aún del musgo para alimentar sus huevos y larvas. Los tipúlidos revolotean alrededor de los acantilados cubiertos de musgo, en cuyas hojas húmedas depositan los huevos. Sus hembras son bastante selectivas a la hora de elegir un lugar de puesta. Evitan los musgos con hojas afiladas y gran densidad de tallos, que dificultarían a las larvas en el momento en que tuvieran que horadar túneles.
En la selva, cada mañana nos despierta el canto de loros y papagayos, que graznan entre el dosel, cuyos colores vivos recuerdan una paleta de acuarelas. Con sus largas plumas en la cola, el rojo del guacamayo escarlata destaca entre las hojas verdes. También en el bosque de musgos se aprecian nítidamente puntos de colores brillantes entre las ramas: los ácaros. Redondos, centelleantes, son como bolas de bolera de ocho patas, apresurándose entre el follaje. Cuando mi exploración les molesta, se limitan a tomar otra dirección. Los sigo en su búsqueda de esporas, algas y protozoos de los que alimentarse. Algunos son depredadores de otros invertebrados y otros se alimentan de las hojas del musgo.
Las noches amazónicas sobrevienen veloces una vez que el sol cae por debajo del horizonte, sin el interludio del crepúsculo. Cuando oscurecía, nosotros volvíamos a la plataforma de bambú en la que se encontraba nuestro campamento. Habían construido el refugio sobre zancos y teníamos que trepar hasta la plataforma por un tronco inclinado con peldaños esculpidos. Antes de apagar las velas e ir a dormir, recogíamos la escalinata para evitar visitantes no deseados. No era fácil conciliar el sueño, pese a que estábamos agotados tras largas caminatas bajo el calor tropical. La noche estaba plagada de ruidos: el croar rugiente de ranas y sapos, el zumbido de los insectos. Hubo una noche en que oímos himplar a una pantera.
Los depredadores acechan también en el bosque de musgo. Los seudoescorpiones se esconden entre las hojas muertas y utilizan sus patas ondulantes para lanzarse como una flecha a por sus presas. Los carábidos, escarabajos de coraza dura y brillante, patrullan la mata de musgo con sus enormes pinzas, capturando invertebrados a su paso. Entre las ramas yacen larvas depredado- ras, como serpientes.
La cantidad de depredadores presentes en la selva ha provocado un gran número de adaptaciones orientadas al camuflaje y el mimetismo. Hay polillas que parecen hojas muertas, serpientes que imitan la apariencia de una rama y orugas disfrazadas de ex- crementos de pájaro. De la misma forma, en el bosque de musgo hay criaturas disfrazadas de briofitas. En Nueva Guinea, los conocidos como gorgojos del musgo llevan a la espalda diminutos jardines de musgo, que crece en pequeñas cavidades del caparazón. Las larvas de algunos tipúlidos tienen un tono verde musgoso, decorado con líneas negras que les permiten ocultarse entre las hojas. Se mueven con indolencia por la mata de musgo y esa letargia les permite camuflar aún más su presencia. Es la misma estrategia para evitar depredadores que utiliza el perezoso en la selva, que se recubre de algas y se mueve tan despacio que resulta casi invisible entre el dosel arbóreo.
La densidad del follaje constituye una ventaja para aquellos depredadores o presas que no quieren ser vistos. No obstante, esa misma espesura se vuelve un inconveniente en momentos de ostentación sexual. La vida en la jungla se basa en el imperativo de la reproducción, en encontrar al compañero adecuado en un hábitat ya saturado de vida. Las aves resuelven este dilema adoptando un plumaje chillón y emitiendo cantos ruidosos, que atraviesan el bosque y anuncian su disponibilidad. Del mismo modo, las plantas se ven obligadas a competir para no pasar desapercibidas, seduciendo a los potenciales polinizadores que deben dispersar el polen entre el resto de ores. El destino de muchas especies vegetales depende de complejas interacciones con los polinizadores: mariposas, abejas, murciélagos y colibríes. En el dosel abundan estos últimos, destellos iridiscentes bajo la luz del sol. Se desplazan como libélulas, aleteando a tal velocidad de una flor a otra que es casi imposible contemplarlos. Mi mejor oportunidad para observarlos de cerca fue cuando un colibrí revoloteó como un rubí cerca de la gorra roja de béisbol de otro senderista, que podía oír el zumbido y sentir la brisa de las alas batientes. Todos le pedimos que no se moviera mientras el pájaro investigaba delicadamente la extraña e inédita flor de los Red Sox que había surgido en su territorio.
Los musgos experimentan la misma presión en busca de la fertilización cruzada, pero carecen de flores o de elementos vistosos para atraer a los insectos y convertirlos en aliados de la polinización. Dependen del movimiento del agua para dispersar a los espermatozoides, un proceso ineficaz, dado que estos no pueden viajar más de unos centímetros, en general. Sin embargo, parece ser que la comunidad invertebrada que habita en los musgos tiene la capacidad de transportar espermatozoides un poco más lejos. A medida que trepan entre el musgo, los ácaros, los colémbolos y otros artrópodos pueden, al pasar junto a un macho, embadurnarse de mucílago lleno de espermatozoides. De esa manera los transportan, hasta que una gota de agua lava el cuerpo de los invertebrados y los espermatozoides pueden nadar hasta las hembras. Los invertebrados resultan así aliados involuntarios, pero fundamentales, en la continuidad del bosque de musgo, una ayuda similar a la que presta el colibrí, accidentalmente, con el polen que se le queda pegado en la frente”.
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“Hay gente, entre la que me incluyo, que nunca podría vivir en una ciudad. Yo voy a la ciudad solo cuando es necesario y me marcho en cuanto puedo. La gente de campo nos parecemos más a Thuidium delicatulum. Necesitamos mucho espacio y una zona húmeda y en sombra para prosperar. Preferimos vivir junto a un riachuelo, antes que en calles ruidosas y llenas de gente. Nuestro ritmo de vida es lento y somos mucho menos tolerantes al estrés. En una ciudad, ese tipo de vida sería una desventaja. En las calles de Nueva York se exige la forma de vida del Ceratodon: veloz, siempre cambiante, sacando el máximo provecho al ajetreo de la muchedumbre. El paisaje urbano no es el hábitat nativo de musgos ni de humanos; sin embargo, ambas especies son capaces de adaptarse, tolerantes al estrés, y han establecido su hogar entre los acantilados de la ciudad. La próxima vez que el autobús llegue tarde, aprovecha el tiempo para buscar señales de vida a tu alrededor. Los musgos en los árboles son una buena señal. Su ausencia, un motivo de preocupación. Y, en todo caso, bajo tus pies siempre está Bryum argenteum, por todas partes. Entre el ruido y el humo y la multitud que se abre paso a codazos, el musgo que crece entre las grietas nos ofrece un pequeño consuelo”.
Comentarios
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