El deseo de los cuerpos como escondite en Navidad
Leemos a John Berger (Esa belleza): «El deseo sexual, si es recíproco, origina un complot de dos personas que hacen frente al resto de los complots que hay en el mundo. Es una conspiración de dos. El plan es ofrecer al otro un respiro ante el dolor del mundo”. En Navidad, refugiarse en el calor de otro cuerpo, abismarse en el cuerpo erótico, puede ser liberador, la mejor batalla contra el complot de tanto consumismo empalagoso. Creo que no hay nada mejor que perder la consciencia en un orgasmo para que la Navidad sea un asunto menor. Otra entrega de esta sección quincenal a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.
¿Cómo hacer para escribir algo menos trillado a propósito de la Navidad? Ya somos demasiados los gruñones anti-navideños y no traemos novedad alguna ni hacemos gracia. Lionel quiere que hablemos de estos tiempos que cada año se ponen póstumos, tiempos más desahuciados que los del neoliberalismo, pero en tono sanador (intuyo); incluso propone que estemos auspiciosos y que propongamos ideas –no de regalos, sino de prácticas para nuestras relaciones.
¿Por qué tiempo póstumos? La atmósfera de esta época del año no es, paradójicamente, la de los mejores augurios, porque en el aire flota la sensación de que todo se acaba: las posibilidades de que te hagan caso con algún proyecto (“ya lo dejamos para después de Reyes, si eso…”); los curritos por horas, o en la educación, de los que no tienen salario fijo ni mucho menos paga extra, que son toneladas de gente en este país; la posibilidad de ver a la persona con la que flirteas, porque tiene demasiados deberes familiares… Todo queda en suspenso, hasta la luz del día, y encima hay que vivir en esa borrachera distópica de los medios que abundan en temas de compras, en el tono alegre del comprar, sin atender a lo sádica que es la exclusión.
Los huecos personales, el propio agujero en la postal del otro. Para mí la Navidad fue siempre sinónimo de ausencia, porque pasé mi infancia en la dictadura argentina, y teníamos desaparecido a un familiar del núcleo íntimo, que había sido secuestrado, con 25 años, a los dos meses del golpe de Dstado del 76. O sea que desde entonces y para siempre (porque él no apareció nunca), los adultos hacían la dramatización del Papá Noel (o el Niño Dios, que es el que viene por allá al sur) a las 12 de la noche del 24, llenando de regalos los pies del árbol para los niños, como si nada, y aspirándose los sollozos por el dolor inmenso que en esas horas festivas era incontenible. La ausencia se hacía más presente que nunca en el brindis, pero todo había empezado el 8 de diciembre, cuando invariablemente sacábamos el arbolito de la parte alta del armario. Todos sabíamos que estábamos tristes y seguíamos actuando la felicidad navideña.
Luego se agregaron otras trágicas partidas y el disfraz emocional compartido fue aún más absurdo, hasta que me fui lejos, y ya no volví a pasar una Navidad con la familia de origen. En todos estos años, procuré ir de visita siempre fuera de la época navideña. Ahora mi ausencia se une a las demás ausencias (el propio agujero recortando la postal que sostienen los demás) y, a un lado y al otro, seguimos haciendo como si nada.
Tironeos para que en la foto salga más gente (niños que no crecen). Un ingrediente ineludible del fin de año suelen ser las tensiones familiares que se dan en las parejas cuando hay que repartirse en partes iguales para cubrir las demandas afectivo-simbólicas de los múltiples padres y madres, y nuevas parejas, y abuelas, o tríos. En este sentido, mi experiencia es muy lejana, pero tengo amigos que siguen una rutina matrimonial fija desde hace décadas, que puede significar que ambos juntos deben pasar la Navidad con tal rama de la familia, y Año Nuevo o Reyes con la otra. Pero tengo otros amigos que nunca lo pasan juntos, entre ellos, o en trío o poliamor, porque cada uno sigue a rajatabla la planificación familiar que hicieron sus padres cuando ellos eran niños y no quieren defraudarlos… O sea que se separan para seguir siendo aquellos críos obedientes cuya visita esperan los padres, sin ninguna opción de cambio, según pasan los siglos.
¿Es posible la transgresión? Yo he intentado subvertir todos los formatos navideños y casi siempre en mi contra, porque ninguna herida mal cerrada se tapona, ni en familia ni en soledad, y casi invariablemente he terminado arrepintiéndome de todas las decisiones con las que intenté eludir la fecha señalada. Una vez, mucho antes de irme a vivir a un país musulmán, creyendo absurdamente que me olvidaría de la ausencia navideña, me fui a pasar las fiestas lejos del territorio cristiano y comprobé que aquella nostalgia era como echar kilos de sal en la herida. Claro, yo era cristiana, aunque nunca me lo hubiera planteado en esos términos. Cuando por fin me fui a vivir a un país musulmán, supe cabalmente que yo era cultural y medularmente cristiana, pero ese es otro asunto… El caso fue que allí sí tuve que pasar algunas navidades sola, porque entonces yo daba clases en la universidad, y el 24 y el 25 no hay fiesta alguna (salvo que coincidan con el nacimiento del profeta Mahoma) y hay clases como en cualquier otra época; o más, porque a fin de año se suman exámenes de fin de semestre, recuperaciones y etcéteras.
Al fin y al cabo, si hay algo que más o menos todas compartimos es que, aquí hondo, en Navidad, todos estamos solas, acompañados con ruido exterior o en silencio. Nacer es asomarse al abismo.
Sin embargo, abismarse en el cuerpo erótico puede ser liberador. Quizá el placer sensual sea el único bálsamo que alivia el escozor de la lastimadura (ya hemos dicho muchas veces aquello de que en el reverso de la herida está el deseo, ¿no?). Creo que no hay nada mejor que perder la consciencia en un orgasmo para que la Navidad sea un asunto menor, y no haga falta acurrucarse, en soledad, a esperar que la noche se haga día y ya haya pasado la ausencia.
Hacerse inconsciencia la carne.
Hace algunos años, otro desterrado compatriota con el que apenas compartíamos similares gustos musicales y sexo bimestral, me mandó un mensaje el día de Navidad, y nos vimos justo el rato en que había que enfrentar todas las ausencias, sin decirlo. Recordaré ese pedazo de noche para siempre, aunque nunca habíamos desarrollado ni llegamos a desarrollar confianza ni tibieza ni afectividad (y lo lamento, porque no me gustan las relaciones tan instrumentales, pero aquella era así, y por alguna razón que yo no había elegido, ninguno de los dos esperaba nada)… Pensándolo bien, quizá esa muda presencia compartida de los cuerpos, en Navidad, dijo todas las cosas que no habían sido dichas en el año y pico de no-relación que tuvimos. ¿Esto significa que la Navidad es elocuente? Sí. Insoportablemente simbólica y elocuente.
La Navidad es siempre la última vez que nacemos y nos acribilla a preguntas.
Nacer y preguntar. O leer a John Berger (en Esa belleza) y hacernos otro regalo: «El deseo sexual, si es recíproco, origina un complot de dos personas que hacen frente al resto de los complots que hay en el mundo. Es una conspiración de dos. El plan es ofrecer al otro un respiro ante el dolor del mundo (…) El deseo anhela proteger al cuerpo amado de la tragedia que encarna y, lo que es más, se cree capaz. La conspiración consiste en crear juntos un espacio, un lugar de exención, necesariamente temporal, de la herida incurable de la que es depositaria la carne. Ese lugar es el interior del otro cuerpo. La conspiración consiste en deslizarse al interior del otro, allí donde no se les pueda encontrar. El deseo es un intercambio de escondites”.
El regalo es una tregua para nuestra mente cavilosa: ¡Feliz Navidad!
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