El desmoronamiento de una familia y de un país comunista

La escritora Corina Oproae. Foto: Tusquets Editores.

Nunca es fácil confiar en lo que ofrecen los libros avalados por un premio literario; sin embargo, en contadas ocasiones ese aval es real y hace que merezca la pena huir de los prejuicios. Ahora, tras haber leído ‘La casa limón’, de Corina Oproae (Transilvania, Rumanía, 1973) (XX Premio Tusquets Editores de Novela 2024), sé que hubiese cometido un grave error dejándome arrastrar por mi arraigada fobia. Una niña trata de entender lo que ocurre en su familia y en su país, la Rumanía comunista, ambos desmoronándose. “Sí, deseo pertenecer a otra familia, más simple, más llana, más alegre y si acaso con más vida y menos muerte”.

La casa limón es un libro luminoso, pese al dolor que albergan sus entrañas, pese al latido del comunismo más feroz, a pesar de su radicalidad y de esa manera en que convertía en guetos emocionales y arquitectónicos los países que sus manos tocaban:

“Le pregunto por qué han derribado nuestra casa amarillo limón tan bonita y me dice que es porque todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros”.

La casa limón, y su pequeña y valiosa protagonista, nos enseñan a vivir en un continúo anhelo, pese a las condiciones en la que deben sobrevivir los habitantes cercados por el asfixiante latido de una dictadura. Nos enseñan el valor de un alimento tan necesario como lo es la imaginación. Hay una exultante pureza emocional en cada una de las páginas de esta novela exhaustiva, brillante… y verosímil. En el exilio teledirigido que Oproae ha narrado con tanta exactitud. La política señala y convierte en parias y en locos a los señalados. Los transforma hasta hacer de ellos enfermos, muertos o zombis a los que se les obliga a oler el rastro que deja la vida que a diario se les niega.

La casa limón es una novela recorrida por esa poderosa certidumbre que siempre otorga la imaginación y el deseo a un niño. Salpicada por la sangría perpetrada en las dictaduras, sean de la ideología que sean, y marcada por el peso que deja su huella en la memoria de los que son obligados a alimentarse de ella:

“A Ilse apenas la veo. Sus padres ya no vienen a nuestra casa. Ya no hacen cenas porque cada vez es más difícil tener comida suficiente en casa. Mamá hace cola durante horas para conseguir lo que nos corresponde según un documento que se llama cartela y que limita la cantidad de alimentos que podemos comprar”.

Oproae aborda los anhelos y miedos de su protagonista a través de un léxico luminoso, de una emocionalidad y una frescura que la convierten en la poderosa e inolvidable narradora de una tragedia cuya transversalidad impide cualquier manido juicio.

Oproae quiere ofrecer estrictamente literatura, un testimonio auspiciado por la imaginación, sí, pero que al mismo tiempo entronca con la verdad de un país abatido por un matrimonio de sanguinarios sátrapas.

Oproae no escatima en verdad, pero tampoco en imaginación.

Oproae ha querido salvaguardar en su novela la pureza de una tierra abierta en canal:

“Tu madre quiere que seas científica como mínimo. Pero en este país las científicas se hacen engañando y mintiendo y tú, drágám, no sabes ni mentir ni robar. Tanti Mia tiene una fijación con Lenuta, la mujer de nuestro Gran Dirigente, que es científica de renombre mundial”.

A través de una hermosa y dura metáfora, la única capaz de hacer posible que la dictadura política no hiciese mella en la imaginación de su joven protagonista (a la que me atrevo a llamar alter ego, en un rapto de insensatez extrema). Esa inesperada picadura de abeja que convierte su vida en un caleidoscopio que va perdiendo sus colores hasta mostrar una realidad demasiado parecida al veneno.

La casa limón es un riquísimo tratado de violencia intrafamiliar. No es fácil leer algunas de sus páginas y ver cómo la inocencia de su protagonista no se volatiliza como el olor de la gasolina una vez que pulsamos la manguera del surtidor. La protagonista de esta novela es íntegra, una niña que sobrevive evitando el mal a los demás. A su madre, a su hermana, a su padre, a su tío, el malnacido pederasta que abusa de su orfandad, porque ya se sabe que en río revuelto siempre acaba ahogado el inocente.

Una niña que sobrevive arrastrando los testimonios de los otros, engullendo todas las historias que comprometen su futuro. Ella carga con la demencia del padre, con la indiferencia de la madre, con la concupiscencia de la hermana y con su propio idealismo:

“Sí, deseo pertenecer a otra familia, más simple, más llana, más alegre y si acaso con más vida y menos muerte. Nada más pensarlo, me siento culpable y me digo para mis adentros que, si he nacido en el seno de esta familia, es decir, en la nuestra, debe de ser por alguna razón que todavía desconozco”.

La casa limón es una novela conmovedora, ágil, profunda, contada desde una sencillez que catapulta a su protagonista hacia la inmortalidad.

Creo que es una de las novelas más hermosas que he leído, una novela cuya generosidad subyuga y habilita en el lector una valiosa ansia de naturalidad.

Los ojos de un niño son siempre la ventana más amplia a la que un adulto puede asomarse, la que ofrece una perspectiva más incontestable, la que nos aísla de la molicie y de los escudos cartesianos en que nos sume cualquier abuso de poder.

La casa limón es sin lugar a discusión una de las metáforas más puras con las que yo como lectora he tenido la suerte de toparme.

‘La casa limón’. Corina Oproae. Tusquets editores. 251 páginas.

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