Despertar en medio de una frenética danza tribal

Foto: Pixabay.

Nueva entrega de ‘El viaje de las heroínas’, nuestra serie de Relatos de Agosto, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado. Hoy todo cambia con un accidente en África.

POR JULIÁN JIMÉNEZ

Un manto de polvo de arcilla y sol de amanecer nos arropaba. Risas y olor a tierra mojada. La sabana interminable. Mi melena negra y el viento dibujan figuras caprichosas que se vierten por encima del respaldo del viejo Jeep descapotable.

Una curva abierta a la derecha y un socavón justo a la salida.

El cinturón cede al violento impacto. Mochilas que vuelan por encima de los cuerpos y gritos por encima de las mochilas. Mis dedos tratan de aferrarse a una barra demasiado gruesa. No lo consiguen. El azul del cielo se torna verde metálico y después marrón terroso. Manos invisibles empujan mi cuerpo de un lado a otro del asiento, hasta que dejo de resistirme.

Máscaras tribales bailando a mi alrededor iluminadas por la llama de un fuego de mil años.

Una voz lejana me guía y consigo escapar de allí, de esas luces. Abro los ojos y no percibo más que una ligera brisa fresca rozando la yema de mis dedos y una enorme pesadez en el resto del cuerpo. Su mirada me confirma que estoy viva y que jamás volveré a caminar.

El dolor apareció pronto e hizo todo lo posible por escoger todas sus muchas rutas en mí. Las primeras noches me susurraba al oído, en la oscuridad se siente más fuerte, más dueño de todo. Yo trataba de convencerle para que explorásemos otros lugares, elegir caminos secundarios. Pero él era intransigente y eso me enfurecía. Con el paso de los años, nos hemos convertido en un matrimonio aburrido y previsible. Ya no le permito que elija mis rutas, ni que se adueñe de todo por las noches. Tan solo, de cuando en cuando, los días en que su mal humor se vuelve insoportable, le presto algo más de atención. Una vez superadas estas crisis pasajeras, volvemos a dedicarnos cada uno a nuestros propios asuntos.

Con mi silla fue diferente. Nos aceptamos como amantes desde el comienzo. Acepto desnudarme ante ella en cualquier momento, mostrando nuestros juegos, nuestras complicidades. Ella me ha ido enseñado cómo y dónde debo tocarla para vencer nuestro pudor, nuestra resistencia. Poco a poco, nuestros cuerpos se han hecho uno. Hemos aprendido juntas a elegir lugares con los enseres a la altura de nuestras manos. A recorrer calles repletas de personas que nos parecen gigantes. A sobreponernos a la insensibilidad de los arquitectos, a la soledad del diferente, al dolor agudo que produce el egoísmo, a la torpeza cálida del bienintencionado. A disfrutar de la mirada curiosa de los niños. Y del amor de los que sí nos aman. Cada día descubrimos juntas algo nuevo. Nos sorprendemos la una a la otra con nuevas caricias, nuevos gestos. Yo le muestro mis progresos, mis brazos fuertes, mis hombros anchos y mi espalda erguida, y ella se me ofrece sin complejos, como la amante madura y sensible en la que se ha ido convirtiendo con el paso del tiempo.

Han transcurrido más de diez años desde aquella tarde en la que algunas personas salieron a despedirme a la puerta del hospital después del accidente en África. Recuerdo que les saludé con una mano, la ventanilla del coche subida. Al fin y al cabo, cada día de los diez meses que permanecí allí todo se obstinó en colocarse en Antes o Después del Accidente. Al alcanzar el último de los olmos que custodiaban la entrada del jardín, el edificio desapareció del espejo retrovisor. Él, que siempre había estado conmigo, Antes y Después del Accidente, apoyó su mano sobre mi rodilla inerte. Nos miramos, bajamos las ventanillas y dejamos que las gotas de lluvia de abril se mezclaran con nuestras lágrimas.

Desde aquella mañana de abril, hemos cruzado puentes colgantes en la selva peruana, nos hemos reído con los niños cantando a mi alrededor en aldeas de Camerún y secado el sudor tras alcanzar el Templo del Nido del Tigre en Nepal ascendiendo por senderos de piedra. Nos hemos asombrado ante la belleza absoluta e irracional del Taj Mahal y de la vida transformada en carne de hombres y mujeres cantando viejos himnos en lo más profundo de Harlem o del vacío absoluto de las playas cubiertas de sal de Djibouti. Nos hemos sentido afortunados y libres al escuchar relatos de viejos acerca de los barcos que partían de los puertos de Benín, atiborrados de personas que habían dejado de serlo.

Cada año, otro lugar.

Ancianas que nos miran con asombro en pequeños mercados de especias de Rishikesh, curanderos que nos ofrecen destilados de Ayahuasca en la selva de Chiapas, bébase esto señorita y seguro que volverá a andar, guías que tratan de convencernos que hay lugares que no voy a poder alcanzar.

Nosotros les sonreímos, giro las ruedas de mi silla una vez más y nos alejamos, uno junto al otro, vadeando ríos, ascendiendo montañas.

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