La disidencia del amor: contra los decálogos en las relaciones
No se trata de justificar conductas ni salvar a ‘señoros’, sino de resistir la tentación de convertirnos en censoras o moralistas. Ahora nos plantean e implantan decálogos hasta para fantasear. Diagnósticos con etiquetas y prohibiciones se actualizan en cada intento por protocolizar (y patologizar) las relaciones erótico-afectivas entre adultos, lo que incluye sus modos de comunicarse, de contar historias, de hacer humor. Otra entrega de esta sección quincenal a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado, que abordan el amor o su imposibilidad en tiempos de turbocapitalismo.
Resulta que la periodista francesa Hélène Devynck demanda a su exmarido, el talentoso escritor superventas Emmanuel Carrère, por haber violado la cláusula «que lo obliga a obtener (su) consentimiento para utilizar(la) en su obra». El hecho es que ella se reconoce en algún personaje de la última novela de Carrère, Yoga, y eso era algo que, al parecer, él no tenía permitido según el contrato de divorcio. Mientras estuvieron casados, según Hélène, «Emmanuel podía utilizar mis palabras, mis ideas, navegar en mis duelos, mis tristezas y mi sexualidad: todo formaba parte del amor». A partir de la separación, a buscar la inspiración a otra parte.
Más allá del lanzamiento más o menos rimbombante de la temporada editorial francesa, con peleas y promoción a partes iguales (allí está, también, la otra revelación de delitos que envuelve al escritor Gabriel Matzneff, por su relación con una menor de edad que ahora lo cuenta en un libro), el tema es sumergirnos en este tiempo en que la realidad y la ficción se confunden. Estamos desorientadas y desnortados, queremos domar los fieros sentimientos y hasta la ficción se judicializa. También el arte se criminaliza y entonces, ya desatados, empezamos a mezclar los tantos. Queremos domesticar la vida, la fantasía, la ficción y los sentimientos.
El año pasado, ocurrió con esa ola de (re)visionado de las películas de Woody Allen para descubrir en sus comedias dramáticas si le gustaban o no qué tipo de mujeres, o si sus personajes expresaban una lascivia improcedente, proyectando los deseos delictivos de su autor. Así, también, con la supuesta cosificación de una vulva por parte de Courbet (en su obra El origen del mundo) y con los cuadros que se descolgaron de los museos porque hoy no aprueban los estándares de antisexismo de nuestro tiempo en Occidente.
Al mismo tiempo, la intimidad de los ciudadanos a pie de calle se divulga sin filtros de ficción. Y la industria del entretenimiento (cómo no) saca partido al exhibicionismo de bajo coste, con peores y mejores productos. Entre los mejores, hay una serie documental que es increíblemente convincente, Terapia de parejas, para la que un grupo de personas reales han aceptado que se graben y se editen sus sesiones con la terapeuta, a fin de ponerles el ritmo que necesita el show audiovisual.
Vaya asunto controvertido, comenta Lionel. Allá vamos.
Disparen al autor (o los precavidos posmodernos)
Indagar seriamente en las desigualdades de una época pasada permitiría poner un marco más amplio a las biografías de los creadores, para entender lo patológico que percudió su tiempo, en lugar de defenestrar el arte.
Salvo casos de delitos flagrantes, en los que es necesario actuar antes de que las faltas prescriban, hay demasiado tiro al bulto, poco estudio y mucha adhesión a la turba. Las convocatorias para linchar a alguien se lanzan al público para su dispersión, sin un mínimo análisis del contexto histórico ni psico-sociológico en el que se ha desenvuelto el artista, lo que sí permitiría una crítica situada, desde el presente.
No es nada difícil entender que los autores producen influidos por los condicionamientos de género y les afectan –en mayor o en menor medida– los valores, acertados o fallidos, de su tiempo. Como al grueso de la población de cualquier época, vamos.
No se trata de justificar conductas ni salvar a señoros, sino de resistir la tentación de convertirnos en censoras y solemnes moralistas, al estilo de los viejos teólogos y pastores supuestamente vírgenes, que nos legaron sus prescripciones sexuales en manuales muy explícitos y llenos de morbo y pecados a evitar. Recomendaciones sobre fantasías éticas, decálogos, etiquetas (porque todo, lo permitido y lo abyecto, hoy tiene nombre) y prohibiciones que se actualizan en cada intento por protocolizar (y patologizar) las relaciones afectivas entre adultos, lo que incluye sus modos de comunicarse, de contar historias o de hacer humor.
También evangelizamos, con nuestro evangelio. Y hacemos diagnósticos a distancia.
Porno no es sexualidad y un deseo no es un derecho
En esta era en que todo se ha mercantilizado (y solemnizado), mezclamos fantasía con prácticas sexuales, imaginación con manuales de uso, feminismo con moral puritana, y asimilamos sexualidad a porno, deseo a derechos, torpeza con acoso, cuando no confundimos la creación con decir-mentiras, o el placer y el arte con el deber militante.
¿Qué importa si una novela que funciona narrativamente se inspiró en mi prima o en su esposa? ¿Por qué dos o tres individuos adultos tienen que practicar el sexo sin salirse de un decálogo organizacional para un colectivo? ¿Tengo que prever cada paso de un encuentro erótico-afectivo o explicarte lo que me gusta o no me gusta con un croquis, o con las palabras del sexólogo?¿Tanto miedo le tenemos a improvisar? ¿Tanto miedo nos han inoculado a las humanas y humanos que hemos desaprendido a vivir la parte íntima de la vida sin marco legal?
Esta diatriba viene, entre otras cosas, por el susto que da la solemnidad moral que nos viene sepultando y que señala a los cómicos, las letras de los reguetoneros o las chicas que perrean, porque se supone que hay algo que los creadores deberían hacer o decir de una manera y no de la otra… y poco importa si sus obras intentan escandalizar al mercado (como antes el punk o Marilyn Manson) o reflejan situaciones naturalistas, que pueden ser conflictivas, claro.
¿Un autor de este tiempo tiene que tapar la vida verdadera, y solo crear obras con indicaciones correctas y hacer pedagogía del “bien”? ¿Todo hay que denunciarlo ante la policía y los tribunales (o Twitter) o podemos ser objetores de un estilo, en uso de nuestra plena (y adulta) libertad de decidir?
Defiendo la disidencia, incluso frente a algunas olas de buenas intenciones. Soy disidente y descreo:
–De la supuesta liberación femenina por tener un dildo de diseño top antes que necesitar el contacto humano.
–De la afición de buena parte de las nuevas generaciones en este extremo del continente europeo por establecer reglas del juego inamovibles para la vida afectiva.
–De los precavidos (y de pretender garantías contra el sufrimiento en el amor) con normas escritas por otros.
–Del deseo como derecho que queda estampado en los considerandos de una ley.
–De la homogeneidad en el placer y la creación.
Aquel llamado amor libre en las comunas hippies pasó de moda y hoy necesitamos ponerle nombre (y diagnóstico a todo), para tener claras las fronteras exactas de cada sentimiento u opción relacional, y ensalzar a quien las respete y menospreciar a quien las redibuja.
Poder y seducción
Creo que una pareja no es equiparable a un Estado nacional ni a una asociación política o barrial. Una relación amorosa (a dos, a tres, a cuatro) no se construye a partir de pilares objetivos como los que hay que erigir para que el Estado funcione con justicia para todos sus ciudadanos. Los vínculos entre adultos nunca se han ceñido ni se limitarán a normas regulatorias de obligado cumplimiento sentimental, bajo pena de cárcel o multa. Ninguna regulación anula el poder.
Si el poder asusta, lo saludable es saber que donde hay personas hay poder (y se manipula). Y un buen manipulador es seductor y convincente: a veces hasta parece complaciente. ¿Para qué negarlo?
Con todo, una estructura afectiva debería ser un refugio de respeto, orgánico, flexible y ampliable. No hace falta domesticarla (ni entablillarla hacia el anquilosamiento). Las relaciones humanas profundas comportan poder y también compasión, positividad y negatividad.
Dice Byung Chul Han: «También el amor se despliega en el arco de la tensión negativa del odio (…) La negatividad lo distingue del ‘me gusta’, que es positivo y, por lo tanto, acumulable y aditivo».
Lo aditivo no es amoroso. Tampoco es amoroso, ni sexy, lo solemne y excesivamente regulado. Entre las cosas que nos deja la pandemia están la pérdida del cuerpo, las distancias reguladas, las precauciones ante lo desconocido, el reproche desde la superioridad moral y el miedo a lo inesperado. El amor es puro inesperado, e incorrección. Por eso, en cuanto podamos, ventilemos. Ventilemos para que entre algo de misterio e intimidad a los vínculos. No renunciemos a lo implícito que desconocemos y lo simbólico. A lo inesperado.
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