Dos libros para entender la inteligencia humana y la artificial

Foto: Pixabay.

Se calcula que el ser humano tardó dos millones de años en que su cerebro evolucionara hasta llegar a ser lo que es; lo que no está tan claro es cómo fue ese proceso que nos ha llevado a crear unas máquinas capaces de superar nuestra capacidad de aprendizaje, nuestra memoria y nuestros sesgos. Entender cómo es nuestro cerebro y, también, el impacto que puede tener la inteligencia artificial si perdemos el control de esta tecnología es el apasionante tema sobre el que dos conocidos neurocientíficos reflexionan en sus dos últimos libros. Se trata del español Manuel Martín-Loeches (‘¿De qué nos sirve ser tan listos?’, Destino) y el argentino Mariano Sigman, en su caso junto con el divulgador Santiago Bilinkis (‘Artificial: la nueva inteligencia y el contorno de lo humano’, Debate). Para ‘defendernos’ de la IA, lo interesante es buscar donde está lo humano y dejarse sorprender.

Para entender cómo siendo tan inteligentes como nos creemos no somos absolutamente felices ni nos sentimos vitalmente satisfechos, hay que sumergirse en las reflexiones y las investigaciones que Martín-Loeches, científico del Instituto de Salud Carlos III, y experto en evolución, nos pone sobre la mesa. “Con el conocimiento del cerebro humano y la perspectiva de la evolución trato de explicar qué es lo que nos mueve y también de qué nos sirve ser inteligentes si luego tenemos graves problemas, si malgastamos el tiempo en asuntos sin sentido”, nos explica.

Sí, esa máquina que creemos tan perfecta, que nos hace tan superiores al resto de los seres vivos, tiene graves fallos, como son los sesgos del grupo, las mentiras, los ruidos mentales, incluso las enfermedades por trastornos de la química cerebral. “Al final, lo que nos mueve son unas emociones intangibles, como la culpa, el orgullo o la vergüenza, y con ellas nos inventamos relatos que dan sentido a un mundo que no lo tiene”, afirma, para añadir después que es la ciencia la que nos ayuda a salir del atolladero, “porque ve al ser humano desde fuera, con sus fallos y también sus potencialidades”.

Y este momento de uso imperfecto de un órgano con muchas más posibilidades de las que usamos, ¿qué hacer con la irrupción de la inteligencia artificial (IA)?, ¿cambia el panorama?, ¿ayudará o perjudicará? Martín-Loeches responde recordando que las máquinas cuentan con la ventaja de no tener las emociones que a los humanos nos confunden, “pero también le falta el impulso de generar, pues no hacen nada si no se lo pide un humano, no tienen conciencia de sí mismas”. Aun así, se muestra convencido, “casi sin duda alguna”, de que un día llegarán a superar nuestra inteligencia, que a fin de cuentas no es más que el resultado de neuronas, unas “entidades físicas y tangibles”. De hecho, recuerda que las hay que “ya han aprendido a aprender”, como nosotros, así que ha llegado el momento, dice, “de ser conscientes de la cantidad y calidad de información de la que nutrimos los sistema de IA, de los sesgos humanos que debemos ser capaces de detectar y superar para ser realmente inteligentes”. “En la medida que aprendamos de los errores respecto a cómo nos relacionamos con la IA, esta se puede desarrollar cada vez mejor”, asegura.

Precisamente éste es el tema central que en su libro nos exponen Sigman y Bilinkis, una brújula con la que guiarnos en la oleada de IA donde, casi de repente, nos vemos inmersos en el arte, en la escuela, en los medios, en las redes sociales… ¿Lámpara de Aladino o caja de Pandora? Pues depende de la información que tengamos de ella. En un mundo en el que la tecnología nos manipula, nos engaña, nos hace confundir la realidad con la invención interesada, detecta nuestros puntos débiles para doblegar nuestra voluntad y conoce nuestros miedos y pasiones. “El miedo nos hace tomar decisiones equivocadas, así que en este tema, sin quitarle relevancia, lo que debemos es entender la mejor manera de gestionarlo, sin miedo, teniendo toda la información”.

Si Martín-Loeches nos cuenta cómo es nuestra compleja mente, Sigman nos recuerda que tenemos el botón de nuestro destino, que nosotros decidimos qué enseñamos a los hijos, marcamos lo que llama “el contorno de lo humano”, y que ese destino no lo marcará una tecnología, sino decisiones más personales sobre cómo vamos a vivir. Y es que, en verdad, las pantallas forman parte de nuestra vida y nos facilitan muchos aspectos de la vida, a la vez que nos absorben. Es nuestra responsabilidad otorgarles ese papel, pero siendo conscientes de que somos vulnerables, que detrás hay grandes empresas que entran en nuestras vidas y nos controlan. “Al principio, las máquinas nos preguntaban qué productos nos gustaban. Luego se percataron de que decíamos una cosa y adquiríamos otra, así que decidieron saber qué es lo que elegíamos de verdad. Es perverso porque una cosa es lo que aspiramos a ser y otra las malas decisiones que tomamos. Queremos comer sano, pero si solo nos ponen comida basura delante, la comemos”.

La forma de protegernos serían las regulaciones públicas de la IA, pero no es fácil. Ya está aquí y llegar a acuerdos generales lleva tiempo. Pone el ejemplo de China. Por un lado, extiende la red Tik Tok, y engancha a los adolescentes occidentales con vídeos en su mayoría intrascendentes. Por otro, dosifican para los suyos redes como Facebook o Google. “Cuando ocurrió lo vivimos como muestra de su falta de democracia, pero igual lo que hacen es cuidarse de empresas que ofrecen mucha basura. Si en la alimentación no puedes vender una porquería, habría que hacer lo mismo con algunas redes, porque la libertad no existe si no puedes protegerte; no eliges bien si no estás bien informado, te expones a vulnerabilidades que no puedes controlar. Para elegir en un restaurante hay que entender la carta que nos ofrecen. Pues es lo mismo. Hay que lograr el equilibrio en regulación e información”, argumenta el científico.

Un ejemplo que pone de manipulación gracias a la IA es la política. Los políticos, asegura Sigman, ya no dicen lo que piensan: “Dicen lo que sus equipos de comunicación les recomiendan, porque detectan qué quieren oír los votantes y buscan sus votos. Con la IA, además, podrán decir a cada uno de nosotros lo que queremos escuchar, personalizando el mensaje. Es un círculo vicioso y, mientras no existan leyes, hay que conocer esas reglas del juego”. Y hoy, subraya, ya no vale aquello de “lo he visto con mis propios ojos”. Ahora, vemos muertos de hace años que hablan de la actualidad, famosos en situaciones inimaginables, adolescentes desnudas que no lo estaban. Y nos las creemos. La existencia de la manipulación humana no es nueva, pero el neurocientífico señala que esas nuevas formas pueden ser muy nocivas.

¿Y qué hacemos para no perder el control de esa nueva inteligencia? Depende de dónde. Sigman pone de ejemplo el caso de una profesora consciente del riesgo del uso del ChatGTP entre sus alumnos y de que prohibirlo era inútil: “Optó por encargarles un escrito propio y también que usaran ChatGTP para corregirlo, de modo que no les puso en estado de sedentarismo cognitivo, pero tampoco demonizó la herramienta, sino que provocó que la usaran de forma adecuada”.

Si bien reconoce que la IA aún no nos supera, va camino de ello. ¿Y eso nos hará prescindibles, incluso nos dominará? En su opinión, depende de dónde pongamos el sentido de lo humano, que él ve hoy más centrado en el trabajo que hacemos que en quiénes somos. “Nadie sabe hacia dónde va a ir. Es algo reciente en la historia que las máquinas tomen elementos del trabajo que hacemos, pero igual debemos buscar nuestro sentido de la vida en otras cosas. Además, la IA tiene potencial para usarse para cosas buenas o no, para equilibrar el planeta o para destruirlo aún más. Eso dependerá de nosotros”.

Luego, ¿qué es lo que más nos diferencia de una máquina? “La IA empezó como un espejo de la mente humana, de emularla. Y al principio era muy simple, inofensiva. Incluso generaba empatía hablar con una máquina, que nos respondiera, así que vimos que no era algo humano. Tampoco la creatividad lo es, pues hay máquinas que crean cosas que luego incorporamos como propias, ni hablar, ni escribir… Posiblemente lo más profundamente humano sean cosas como la expresividad del movimiento de una mano, que está a un abismo de ser imitada por la tecnología”. “Es bonito”, concluye, “buscar donde está lo humano y dejarse sorprender”.

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