Ealing, las comedias británicas que nos siguen haciendo reír
En solo ocho años, de 1947 a 1955, cuando la vendieron a la BBC, la pequeña compañía británica Ealing Studios produjo una serie perdurable de comedias corales, satíricas y de tramas extravagantes, como ‘El quinteto de la muerte’, ‘Ocho sentencias de muerte’ o ‘Pasaporte para Pimlico’. La venta de la Ealing cerró una etapa desarrollada bajo el impulso del productor Michael Balcon. A finales de los años 30 asumió la dirección de la compañía y se rodeó de una serie de fieles directores, actores y guionistas con los que realizó cerca de cien películas de diversos géneros, entre ellas esas inolvidables comedias, a las que la Filmoteca Española les dedica un ciclo. Seleccionamos las mejores por orden de aparición.
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‘Hue and cry’. Charles Crichton. 1947
La posguerra aún muestra sus caries en las calles polvorientas de un Londres parcialmente devastado por las bombas, de edificios en ruinas, a punto de derrumbarse, entre otros de nueva planta o que esquivaron los ataques de la aviación alemana. Eran aún tiempos de racionamiento y pobreza y Hue and cry no lo esconde, pero tampoco ahonda en sus consecuencias. Bastaba ver ese paisaje desolado para entender, porque el propósito de la película era otro y enseguida se deja mecer uno por una intriga aparentemente banal, protagonizada por un puñado de niños ociosos que descubren los tratos de una banda de ladrones traficantes de pieles y se aprestan a desbaratarla. Hue and cry revela una infancia que se aferra a lo nimio para entretener sus horas muertas entre los escombros de la ciudad: les alcanzan, a esos niños, con unos dardos, una cuerda, manos que simulan pistolas o ametralladoras, mientras, simultáneamente, se infiltran en una realidad criminal que imaginan como una ficción. Rodada por Charles Crichton, uno de los directores recurrentes de Ealing, fue la primera comedia de éxito del estudio.
‘Pasaporte para Pimlico’. Henry Cornelius. 1949
En 1949 no se había constituido la Unión Europea, ni, por tanto, Gran Bretaña había solicitado su ingreso ni, naturalmente, podría llevar consigo la semilla de un Brexit. Pero de Pasaporte para Pimlico uno puede extraer la sutil enseñanza, aplicable al desbarajuste del Brexit (y por extensión al del independentismo catalán), acerca de la bonanza de la unidad y contra las discordias que causa la separación, a pesar de su promesa de riqueza. Aunque como en cualquiera de estas comedias, toda afirmación contiene su contrario. Como en Hue and cry, las secuelas de la guerra se manifiestan desde el principio. El estallido de una bomba hallada durante un verano bajo el suelo del barrio londinense de Pimlico deja al descubierto un tesoro y un documento histórico que establece que esa barriada no pertenece a Gran Bretaña sino al ducado de Borgoña. Qué felicidad, creen los vecinos, contar, de repente con un territorio propio y libre, de futuro próspero. Como es una ilusión (y el de estas ilusiones, frustradas frente a la gris realidad, es uno de los temas del sello Ealing), las primeras grietas dejan entrever una deriva egoísta, absurda (controles en el metro que pasa bajo Pimlico, la exigencia de pasaportes para entrar o salir del barrio). Pero es imposible trasladar a las palabras toda la ironía, y su aguda ambigüedad, que derrocha el filme. “Volvemos a Inglaterra”, exclama, ya casi al final, con alegría uno de los líderes de la revuelta independentista. Justo en ese momento comienza a llover y la temperatura de ese verano prometedor cae bruscamente.
‘Kind hearts and coronets’ (Ocho sentencias de muerte). Robert Hamer. 1949
Solo la propaganda explica que Alec Guinness sea más conocido como Obi-Wan Kenobi, el caballero jedi de La guerra de las galaxias, y no como uno de los grandes actores de la Ealing. Lástima para quienes no puedan admirarlo en películas como Ocho sentencias de muerte, donde descuella, entre sus otras composiciones cómicas para la compañía, por la extravagancia de su presencia bajo el disfraz de ocho personajes (siete masculinos y uno femenino), pertenecientes a una misma familia aristocrática. De ella forma parte también el protagonista de este relato (Louis, el actor Dennis Price), que escribe desde la cárcel su historia, la de una venganza contra su clase por haber repudiado, despreciado y humillado a su madre, casada con un plebeyo. De modo que decide asesinar a los ocho componentes de la familia que quedan del linaje. El plan, que va cumpliendo metódicamente, le introduce de nuevo, anónimamente, entre sus familiares y va escalando posiciones en la empresa que dirige el último representante de la estirpe. Paradójicamente, al recuperar su posición entre los de su clase la socava: vive por fin esa vida a la vez que la destruye (pues no hay crimen sin castigo). Pero, de nuevo paradójicamente en un filme satírico que gira sobre las apariencias, su condena se dicta por un asesinato que no ha cometido.
‘Whisky galore!’ (Whisky a gogó). Alexander Mackendrick. 1949
Una placa colocada en los Ealing Studios recordaba que el cine que había producido durante un cuarto de siglo reflejó “el modo de ser de Gran Bretaña y los británicos”, lo que podría aplicarse a esta película, el tercer gran éxito de la compañía en su año triunfal de 1949 y primera que rodó el magnífico Alexander Mackendrick. Y ese modo de ser, extensible al resto de este ciclo de comedias, lo definen unos caracteres irónicos, reacios a los fundamentalismos, nada tajantes, proclives a la colaboración, con un pie en la ensoñación y otro en la realidad, flemáticos y concesivos. Hay para escoger entre los personajes de Whisky a gogó, habitantes de una isla, cuyo pulso vital se desploma cuando se agota el whisky, el “agua de la vida”. Están en alerta a causa de la guerra mundial, pero esa alerta la miran como una nube que pasa. Es la falta de la bebida el conflicto más agudo que experimentan entonces, hasta que el naufragio de un barco cargado de whisky les restituye el equilibrio perdido. El filme contrapone la acción conjunta de la comunidad a la de uno de sus miembros, encargado de organizar la resistencia ante un posible ataque alemán y estricto cumplidor de las normas, que pretende requisar el cargamento. Mackendrick retrata con sorna esta lucha entre la ridícula severidad con que se aplican las reglas y la laxitud con que se afrontan las cosas cotidianas exaltando el sentido de una colectividad que solo pretende un disfrute común.
‘El hombre del traje blanco’. Alexander Mackendrick. 1951
El año del estreno de El hombre del traje blanco los laboristas británicos perdieron el gobierno, pero los conservadores mantuvieron las reformas socialdemócratas. La guerra fría había comenzado y un tiempo de experimentación científica se abría paso. Alexander Mackendrick condensa brillantemente la época en esta sátira que carga contra el capitalismo, el sindicalismo, el egoísmo laboral, la codicia patronal o la ceguera científica. El cineasta toma a uno de los actores de cabecera de los estudios (de nuevo Alec Guinness) y lo disfraza de químico que cree haber hallado la fórmula para elaborar un tejido irrompible y que repele la suciedad. Pero solo dará tiempo a elaborar un único traje. Enseguida se echan encima los trabajadores de la fábrica y los empresarios, asustados por las dimensiones del invento. “Destruirá a todos los productores de materias primas. Qué será de los ganaderos e importadores. Arruinará a todos”, clama la empresa. “Si esta materia no se desgasta nunca solo hará falta una remesa, todos los telares quedarán parados y no habrá trabajo, y nos echarán a la calle”, protestan los trabajadores, que se lanzan a la huelga para impedir la producción. El sueño utópico del químico, que atenta contra uno de los fundamentos del capitalismo, el consumismo desaforado, no podía cumplirse más que fugazmente: justo en el tiempo, ficticio, que dura la película.
‘The lavender hill mob’ (Oro en barras). Charles Crichton. 1951
Audrey Hepburn, en su única, y fugaz, aparición en el cine inglés, saluda a Alec Guinness mientras este charla con otro hombre en un animado club costero de Brasil, el lugar donde acaban los sueños. El comienzo de Oro en barras es, como el de Pasaporte para Pimlico (una -falsa- playa), una ilusión, que se diluye al final. Guinness (Holland) habla como un hombre de mundo de su vida en Londres. Y lo que cuenta es el relato de un robo a un furgón blindado cargado de oro que constituye la película en sí. El asalto lo cometerán ladrones carentes de músculo y armamento pesado. Gentes del común, anodinas, como el propio Holland, un empleado de banca que supervisa la entrega de oro de la fábrica donde lo facturan hasta el banco que lo guarda. Durante años ha tomado nota minuciosa sobre cómo apoderarse de un cargamento. Para ello cuenta con un amigo y dos ladrones atrabiliarios. El robo es un éxito, pero el plan, como toda historia con un fondo moral (la imposibilidad de vencer una vida rutinaria), fracasa. Pero mereció la pena, viene a confesar Holland. Fueron los grandes momentos de su existencia. Con su empaque irónico, sobrio, vuelve, como volvían los vecinos de Pimlico, a Inglaterra (pero en su caso a la cárcel) y despide una película que es el contrapunto satírico de La jungla de asfalto y fuente de inspiración del cine italiano (Rufufu) y del español (Asalto a las tres).
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‘The Titfield thunderbolt’ (Los apuros de un pequeño tren). Charles Crichton. 1952
Esta estupenda visión “socialista” de la Ealing sobre la sociedad británica enfrenta las acciones colectivas de un pueblo con los intereses económicos. La causa de sus habitantes es la de la línea de ferrocarril más antigua del mundo, que une Titfield con Londres. El Estado, propietario de la línea, que ha nacionalizado los trenes (como ocurrió en la realidad), anuncia el cierre por falta de rentabilidad. Pero en Titfield hay gentes “con fe suficiente” como para impedirlo. Así que un grupo de ciudadanos reclama al Ministerio de Transportes que les dé la oportunidad de demostrar que ellos pueden gestionar el tren. Esta reivindicación del transporte ferroviario puede ser vista hoy como una de tantas reclamaciones de una hipotética Inglaterra, o España, vaciada. Como le reprocha uno de los defensores del tren a los opositores, “¿no se dan cuenta de que condenan a nuestro pueblo a muerte?”. Y por una vez, Crichton, el director del filme, y Tibby Clarke, su guionista, quisieron que en una comedia Ealing las ilusiones de sus personajes resultaran recompensadas.
‘The ladykillers’ (El quinteto de la muerte). Alexander Mackendrick. 1955
El quinteto de la muerte clausuró la serie de grandes comedias de la Ealing. El director Alexander Mackendrick cambió Inglaterra por Hollywood y, salvo un filme posterior, se desligó del cine británico. Casi nada de lo que el productor Michael Balcón hizo después se recuerda. Y los grandes papeles posteriores de Alec Guinness omitieron su talento cómico. Si uno lo mira con perspectiva histórica, en 1955 ya germinaban las nuevas olas que transformarían radicalmente el cine, y películas como las de la Ealing podrían parecer trasnochadas. La Inglaterra real la mostrarían em 1956 los jóvenes airados del Free Cinema. El quinteto de la muerte permanece ligada a la Inglaterra del pasado, que es la que representa el personaje de la anciana Louisa Wilberforce (Katie Johnson), el centro de esta comedia sobre un grupo de ladrones que planea asaltar un furgón. Reunidos en las habitaciones superiores de la casa donde vive la anciana, que las ha alquilado a uno de ellos, el grupo simula componer un quinteto musical para justificar las reuniones donde perfilan los detalles del robo. Al más negro de los filmes Ealing no le hacía falta competir con el cine del futuro que se anunciaba entonces, porque en el futuro (hoy, en que vemos El quinteto de la muerte) este juego cómico que hace pivotar sus situaciones en el contraste entre la inocencia, la ensoñación de una anciana y la torva, estúpida y siniestra apostura de cinco torpes ladrones, sigue haciendo reír.
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