El adiós de Otto, mi perro de corazón grande
Segunda entrega de la nueva serie de Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Esta vez el tema propuesto son los perros y gatos. Hoy le decimos adiós a Otto: “Lo recuerdo jadeando durante nuestros paseos por el hayedo, su cuerpo blanco y lanudo a mi lado. Su sonrisa permanente. Nos adentrábamos en el bosque y caminábamos entre las hileras de troncos cubiertos de musgo, un escenario atemporal, verde brillante o rojizo y sin apenas cielo que nos envolvía en un silencio íntimo”.
POR ÁNGELA LÓPEZ
Yo había soñado con la muerte de Otto dos meses antes de que sucediera. Murió en mis brazos. Nunca había visto morir a nadie, a pesar de mi edad. Ni siquiera había visto un muerto. Era algo que siempre había evitado, algo que todavía me quedaba de ser niña. Pero cuando Otto murió, me sentí bien, porque sabía que le estaba ayudando. Lo abracé y noté sus latidos débiles. Alguien me dijo que ayudar a morir era de las cosas mejores que se puede hacer por una persona o por un animal. Morir acompañado por alguien que te quiere. Aunque me costó, fui valiente y estuve con él. Y aprendí.
Adopté a Otto cuando decidí dejar la ciudad. Siempre supe que su vida estaba en peligro porque tenía la enfermedad del corazón grande. Al principio, cuando todavía era un cachorro, no tenía ningún síntoma. Pero, a medida que crecía, iban aumentando los episodios de tos, los momentos de debilidad y fatiga y las dificultades para respirar. Lo recuerdo jadeando durante nuestros paseos por el hayedo, su cuerpo blanco y lanudo a mi lado. Su sonrisa permanente. Nos adentrábamos en el bosque y caminábamos entre las hileras de troncos cubiertos de musgo, un escenario atemporal, verde brillante o rojizo y sin apenas cielo que nos envolvía en un silencio íntimo. Sólo se oía el eco del lirón y del agua que emanaba de las piedras. La tierra húmeda, la neblina, los caminos umbríos, el crujido de nuestros pasos sobre las hojas secas. Escuchábamos a los árboles con rostro, a las ramas milenarias retorcidas como cuernos de arce. Otto merodeaba entre las raíces y los helechos, desaparecía y volvía, su cuerpo compacto, su pelaje grueso, rodeado de un halo mágico.
Pensé que el bosque lo curaría.
Esa noche, la que murió, sentí la soledad de verdad, pero también me trasladé a otro mundo con Otto. Me asomé a una ventana y vi un amanecer, a lo lejos. Un resplandor en el horizonte. De alguna forma, entendí mejor el mundo de los muertos y perdí el miedo. Vi el viaje y supe que ese no era el final. Otto se abandonó a mis brazos. Llevaba varios días sin comer y había perdido toda su fuerza. Me miraba con esos ojos redondos, negros y enigmáticos que me llevaban al frío y a la supervivencia y me di cuenta de que siempre estaría conmigo.
La gente del pueblo me insistía en que sería una buena idea tener otro perro. Aunque yo había elegido estar sola y no me intimidaban los trabajos duros, me seguían viendo vulnerable en un lugar tan aislado. Yo no tenía miedo y era fuerte. Me había adaptado a la vida en el monte, al invierno duro y había aprendido a ignorar la incomprensión. Poco a poco me hice más autosuficiente, arreglaba los desperfectos de la casa, cortaba la leña, me hacía mi propia ropa y cultivaba algunas verduras. Me salían trabajos esporádicos, pero vivía con poco. Seguía paseando por el hayedo y me sentaba en las raíces enormes, ondulantes y esponjosas. Apoyaba la espalda en las concavidades de la corteza estriada, cerraba los ojos y sentía la protección del árbol, su bondad y su resistencia. Oía a mis ancestros y también a Otto. Me veía a mí misma como piedra, o liquen, envuelta en mi caparazón de sherpa.
No tenía miedo. No echaba de menos la protección de Otto. Echaba de menos a Otto. ¿Estaba preparada para llenar el hueco que él había dejado?
Una noche soñé con un cachorro de color arena que corría hacia mí. Era un sueño nítido. Por eso, cuando unos días después recibí la llamada, sabía que tenía que ir, por muy lejos que estuviera la ciudad. Ese era el momento.
–Nos han dicho que andas buscando un perro. Aquí tenemos unas crías de Shar Pei, una raza del sur de China. Son fieles y buenos guardianes. Son unos perros muy cotizados.
Después de todo un día de viaje, llegué de noche a la casa. Había dos crías en un cesto y me señalaron la que habían pensado para mí, una perra negra, con la mirada escondida detrás de los pliegues apretados en forma de cerebro. Tanteaba con el hocico húmedo la mano del que me la mostraba. Pero fue la otra cría, la de color canela, la que salió del cesto y vino hacia mí, corriendo de forma torpe, todavía cachorro, con el pelaje fruncido y unas arrugas duras y pesadas, como la corteza del árbol. Las orejas pequeñas y los ojos oscuros, la lengua fuera y la misma sonrisa que Otto. La cogí y me sorprendió la aspereza de la piel. Había pensado que sería suave y mullida.
Me contaron que era una raza independiente y leal, que crea fuertes lazos, pero que también busca momentos de soledad.
Le llamé Aiko, la niña amada.
Comentarios
Por Felicitas, el 02 agosto 2024
Relato sombrío,musgo,raíces oscuras,muerte anunciada de un perrito viejo,amor, muy bien expresado
Por José Luis Lejárraga, el 03 agosto 2024
Es un relato muy emotivo, Ángela; lleno de matices. Es un relato muy emotivo, Ángela; lleno de matices.