El asombroso mundo del hombre que no decía ni pío
TRAIDORES QUE MIRAN DESPECTIVOS DESDE UN OLIMPO DE GAVIOTAS. CONTRIBUYENTES QUE AGUARDAN SUMISOS EN UNA COLA DE NOTIFICACIÓN DE EMBARGOS. UN RELATO DESDE LA INDIGNACIÓN, DESDE EL ¡BASTA YA!
JOSE MATEOS
Casi todas las historias comienzan igual, pero, la verdad, esta empieza por casualidad. En un entorno de imperceptibilidad natural se mueve un curioso tipo de hombre que pasa por la vida sin pisarla.
Le descubrí en una convulsa fila de impacientes contribuyentes esperando su turno para indignarse frente al funcionario de turno, por la cadena de injusticias que habían llevado al Estado y más en concreto a la oficina de recaudación de la Diputación, a tocar lo más privado de sus vidas, su pobreza.
Todos y cada uno de ellos habían estado regurgitando su discurso una y otra vez desde que les llegó la notificación de embargo. Aquella cola tenía vida propia, como una serpiente inquieta. Los tonos de voz subían y bajaban, las conversaciones se ensanchaban y estrechaban según los contertulios que se animaran a participar. El murmullo iba y venía a lo largo de la fila, como una marea de olas de gasolina a punto de explotar.
Yo llegué con mi raquítico turno en la mano y me sitúe al final calculando mentalmente a qué hora saldría de allí. Un sencillo cálculo absurdométrico basado en el número de personas que ocupaban su sitio delante mío multiplicado por el tiempo estimado que tardaba cada uno en llorarle al interventor. Tras el paso de los dos primeros, no tuve ninguna duda de la exactitud de mi operación matemática. Me pasaría allí toda la maldita mañana. Guardé en la cartera resignado el ofensivo certificado, esa misiva llena de mentiras e injurias. Puede ser que nunca hubiera pagado ese bizarro impuesto sobre vehículos de tracción mecánica, puede que nunca hubiera pensado que era obligatorio pagarlo, puede que ni siquiera supiera que todo lo que no esté tirado por bueyes paga un impuesto en las ciudades. ¿Qué pasa, mi coche desgasta las calles? Daba igual, lo que sí es seguro es que ni era posible que ascendiera a esa indignante cantidad, ni que ya me hubieran avisado antes que tenía que pagar o me embargarían.
En fin me dispuse a buscarme un entretenimiento hasta que llegara mi turno y entonces me fijé en él.
Justo delante de mí, correctamente vestido, mirando al frente, una cartera de piel beige bajo el brazo y sin decir hacer una sola mueca ante el alboroto que le rodeaba. No pude evitarlo, su actitud era una flagrante provocación al respetable ciudadano al que no dejan de exprimirle desde un supuesto estado del bienestar, pero que lo último que hace antes de ahogarse es desahogarse.
¿Ya no saben cómo quitarnos lo poco que nos queda? Le dejé caer la pregunta para ver si de verdad no cojeaba de ningún pie. Pero, a cambio, lo único que recibí de él fue un amago de torcer el cuello hacia mi lado.
Podía aguantar casi todo en la vida, pero un desplante así, no. Quién puede rechazarme en las narices una buena oportunidad de despellejar a otros.
Dígame usted, con todo el respeto que me brinda su inexplicable neutralidad. ¿De verdad qué está de acuerdo con este genocidio de la clase media? Es usted sincero al creerse inmune a esta exterminación despiadada y ferozmente programada de todos nuestros derechos adquiridos.
Pensé que quizá había exagerado en los términos, pero desde luego no en el contenido. Si no reaccionaba con estas dos cargas de profundidad, o era un extraterrestre o formaba parte de esta élite cutre que nos dirige el país.
Esta vez conseguí que girara la cabeza entera y por primera vez me mirara. Vi sus ojos sin alma y, aunque me pareció que no iba a abrir la boca, por fin oí su voz.
¿De qué vale quejarse?, dijo la frase absorbiendo las palabras como sólo saben hacer los franceses.
Quise llorar, dejar en ese mismo instante todo lo que hacía en la vida y retirarme a un oscuro sótano de cualquier rincón a esperar el momento de que todo esto termine. Tendría razón, ¿de qué vale protestar? La calle se llena cada día de gente con sus pitos y pancartas. Las ciudades se colapsan y la gente se desespera.. y todo ¿para qué? No nos hacen caso alguno, ni se inmutan, ellos aplican sus leyes como martillos y miran tranquilos cómo la gente se desangra mientras encaja uno tras otro los golpes de esta traición llamada crisis.
¿De qué vale quejarse?, pensé. Pues no lo sé, quise decirle, pero si nos rendimos, si aceptamos entonces todo, se lo haremos más fácil. Habrán eliminado un futuro por el que trabajamos tantos años y encima sin sobresaltos. Mirando desde arriba como dioses en un olimpo de gaviotas.
Yo quise replicar pero no pude seguir hablando con él, no podría aceptar otra bomba de resignación tan devastadora. Pasaron las horas como losas de tumbas y al llegar su turno, vi cómo el funcionario con un tono irritado y despectivo le decía que se había confundido de ventanilla y de formulario, que lo tenía que repetir todo y ponerse al final de otra cola sin final. Él no abrió la boca, no movió ni una ceja, recogió todos sus papeles con educada celeridad y salió con cara de otro.
Entonces me acerqué yo a la ventanilla y antes de empezar a tratar mi problema me dirigí al hombrecillo y le dije subiendo el tono: Usted es un maleducado y un cretino y aunque el señor al que ha despachado tan desagradablemente no ha dicho ni pío, yo no voy a permitir que nos traten como residuos no reciclables y si es usted tan amable de salir a la calle le parto la cara en su nombre.
Dicho esto, le tiré la notificación a la cara y grité para que me oyeran todos: ¡¡¡¡¡Ya está bien!!!!
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