‘El corredor’, la película iraní sobre la infancia que no deberías perderte
‘El corredor’ es una de las películas esenciales y poco conocidas realizadas sobre la infancia. Entre la desesperación de ‘Ladrón de bicicletas’ y la crueldad de ‘Los olvidados’, el director del filme, el iraní Amir Naderi, filtra un ápice de fe a su relato sobre la vida de un niño de la calle. Una restauración digital que ha publicado este año la distribuidora Criterion con motivo de las cuatro décadas de su estreno redescubre esta conmovedora historia de carácter autobiográfico.
Era 1968. Estaba a punto de estrenarse en Londres 2001, una odisea en el espacio, de Stanley Kubrick. En Irán, un veinteañero Amir Naderi se apostó con sus amigos que estaría en la primera proyección de la película. No había entonces, para él, otro cineasta como Kubrick, y, con el impulso irracional que infundirá a su pequeño protagonista de El corredor años más tarde, vendió todo lo que poseía, salvo una cámara, y cruzó varios países en autostop para llegar a tiempo a la presentación londinense. De allí regresó convertido en cineasta, aunque aún no había rodado ninguna película. Además de la de Kubrick, en Londres vio incontables filmes en el cine Curzon. De regreso pasó por París, donde se sumergió en las películas de la Nouvelle Vague que proyectaban en la Cinemateca francesa, según recordó Naderi en una carta dirigida al crítico francés Jean-Michel Frodon con motivo de la retrospectiva que el Centro Pompidou de París dedicó al director iraní en 2018.
Ya era un maestro, aunque el más desconocido de los grandes directores de su país. Y El corredor, la película clave, pero también casi desconocida, de la filmografía del Irán posterior a la revolución islámica que acabó con la monarquía y que lo lanzó internacionalmente.
Es él, Naderi, el pequeño Amiro cuya imagen gritando desde un puerto urbano hacia grandes barcos fondeados es la primera que muestra El corredor. Ya no cesará de gritar, ni de correr, exaltado ante la presencia de barcos, aviones y trenes que alejan a otros de la ciudad portuaria donde él, huérfano, vive solo.
Respecto a los hechos esenciales, El corredor es la autobiografía de la infancia de Naderi. Apenas un tiempo, unos meses, de su época de niño de la calle. Como Naderi, Amiro sobrevive trabajando de limpiabotas, vendiendo en la calle agua helada que enfría con bloques de hielo comprados o botellas de vidrio que los viajeros de los navíos arrojan al mar y este acerca a la orilla. Como a Naderi, le fascinan esos grandes paquebotes anclados, las aeronaves que despegan ante sus ojos, los ferrocarriles interminables que van y vienen de lo conocido a lo desconocido. Llevan con ellos la promesa de otra vida, que él atisba aunque carece de medios para cumplirla. Quiere ahorrar para marcharse en uno de esos transportes, pero el dinero que gana es escaso: con él compra comida, bebida, revistas de aviones y de cine, que también atraían al niño Naderi.
Entre un empleo y otro, busca la compañía de otros niños y adolescentes con los que compite en extenuantes carreras, que adiestran sus cuerpos para la resistencia que les exige la propia vida. De noche regresa a su vivienda, un barco varado y oxidado donde vive con un pollo.
Aunque la película está realizada durante el régimen islámico presidido por el ayatolá Jomeini y en medio de la guerra entre Irán e Irak, que acabaría en 1988, Naderi deja a un lado la crónica histórica, de un presente, en aquel 1984, que había asentado su proceso de islamización, represión y censura de creadores, críticos y opositores. Solo después de realizar su siguiente largometraje en 1989, Agua, tierra y viento, Naderi decidió abandonar Irán y cambió el paisaje de Oriente por el de Occidente de Estados Unidos, donde vive actualmente. “Fue un sacrificio enorme”, le contaba a Jean-Michel Frodon, “pero 32 años después puedo decir con certeza que valió la pena. En todo este tiempo nunca me he arrepentido de mi decisión”.
Los personajes que filma Naderi no viven, pues, con una conciencia histórica, sino apegados a los afanes de los días. Si uno prescindiera de determinados detalles, no podría establecer estrictamente en qué año, en qué década sucede la película, si antes o después de la revolución religiosa de 1979. Turistas, trabajadores occidentales de la zona portuaria, obreros, desocupados, buscavidas se cruzan con Amiro a lo largo del día. A veces le increpan porque les molesta su merodeo, o le estafan y dejan sin pagar el vaso de agua fría que les vende, o le roban el hielo con que la enfría en un cubo. En esta urdimbre humana que empieza y termina en su personaje, Naderi filma con un propósito realista. No hay aquí asomo de melodrama, ni sentimentalismo, ni el miserabilismo al que a veces se ven tentados algunos directores occidentales, turistas de la pobreza que manejan a sus personajes como representaciones de la indigencia, de la penuria. No desde luego Naderi. Ni Kiarostami, ni Panahi, los otros autores iraníes fundamentales, valedores en sus películas sobre la infancia de la misma ética cinematográfica del director de El corredor.
Naderi hace partícipe del vaivén emocional de su personaje, exultante en el apogeo de su euforia y sufriente en la oscuridad de sus humillaciones, sin que ninguno de los dos sentimientos le quiebre, y de los que, no obstante, se rehace enseguida.
La conciencia de Amiro está aún en formación y por tanto es incapaz de hacerse una idea cabal del mundo; pero sí ha llegado a una verdad elemental en su precaria vida, que formula a través del grito lanzado a uno de los barcos fondeados cerca del puerto: “Llévame contigo”. Ese grito lleva la intuición de que existe otra vida en la que sus compañeros de juego no lo agredan, en la que los adultos no lo desprecien, el atisbo de una posibilidad de fuga. Fuga física. Pero también fuga interior de la prisión de la ignorancia, como cuando cae en la cuenta de que no sabe leer, según le hace ver el vendedor del puesto donde compra revistas, y decide entonces plantarse en una escuela y pedir que le admitan. Como el mismo denodado esfuerzo con que corre agónicamente por llegar el primero en las carreras que disputa con sus compañeros, aprenderá el alfabeto farsi y sus 32 letras, no solo durante las clases sino en las horas perdidas del día: siempre gritando, frente al mar, en descampados, repitiendo las letras hasta memorizarlas.
La invocación que puede hacerse respecto a El corredor de Ladrón de bicicletas y de Los olvidados, pero también, en menor medida, de Los cuatrocientos golpes, alude, como en Kiarostami y Panahi, a esa moral cinematográfica común sobre cómo narrar una infancia. Pero a diferencia de los filmes de De Sica y Buñuel, que recluyen a sus personajes pobres en una vida sin salideros, la película de Naderi concede a su personaje una fe capaz de derrotar al tiempo de su marginación. Y lo confirma saber que Amiro es Naderi y que Naderi voló por su mera voluntad de aquel reducto sin horizonte de la ciudad donde nació.
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