El escándalo
CUENTOS DE VERANO
El escritor Germán Sierra autor, entre otras, de las novelas ‘Standards’ (Pálido Fuego, 2013), ‘Efectos secundarios’ (Debate, 2000) y ‘Alto voltaje’ (Mondadori, 2004) cierra la serie Cuentos de Verano de El Asombrario.
GERMÁN SIERRA
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Más allá de los sueños, a los seis meses de abrir, comenzamos a dejar de perder dinero. Hasta entonces había sido una auténtica pesadilla, incluso en dos ocasiones estuve a punto de rendirme, dos ocasiones en las que Radomir se había sentado frente a mí y me había espetado lo de “deberías recurrir a tu madre, así por lo menos podríamos pagar el alquiler», aunque sabía perfectamente que yo vería hundirse la empresa antes de aceptar cualquiera de las envenenadas ofertas de mi madre —y los acontecimientos que siguieron, la firma del contrato con la conocida marca de refrescos y el incidente en el que mi madre se ha visto envuelta, algo que yo sabía que tenía que ocurrir tarde o temprano, han venido a darme la razón. Berta (Beta, le llama Gaby, para resaltar el carácter experimental y acaso efímero de toda relación amorosa) no sabe que yo ya he visto imágenes del ¡Escándalo!, pero imagino que lo supone, que leo los periódicos españoles online, aunque no está lo bastante segura como para deslizar el tema en la conversación, no vaya a ser que se me ocurra interrumpir las vacaciones, como ella piensa seguramente que sería lo correcto, o que decida despreocuparme del asunto, lo que he decidido ya, pero que de hacerse público obligaría a Berta y a los otros a intentar convencerme de regresar a casa para estar disponible por si se me necesita. Berta llega a desayunar casi al mismo tiempo que yo, muy tarde para las normas no escritas del hotel, cuando ya casi no queda nadie y una buena parte de las mesas están ya recogidas, aunque los camareros evitan cualquier manifestación de incomodidad o gesto de reproche porque están perfectamente entrenados y saben que no encontrarían otro trabajo si los despidieran, porque aquí no hay otros trabajos, sólo comparecer y complacer de un modo u otro a los turistas. Sin embargo, estoy seguro de que nos detestan por haber renunciado a comportarnos del modo perfectamente previsible que caracteriza al resto de los huéspedes. Al fin y al cabo, ellos no se desvían ni un milímetro de su papel, ¿por qué nosotros hacemos cosas diferentes a las que se supone que deberíamos estar haciendo? Radomir, por ejemplo, ha salido por la mañana muy temprano para visitar los arrecifes de coral, el enjoyado jardín submarino, las aguas cristalinas de un color verde que recuerda a ciertos desinfectantes, y los tiburones: tres elementos inevitables en cualquier vacación tropical. Radomir tiene el superpoder de adaptarse inmediatamente a cualquier circunstancia, a cualquier forma, como si fuera agua. La vida, y por lo tanto el arte, consiste en transformar tiempo en espacio. Nuestra relativa ignorancia es una ventaja, dice Radomir. Un poco de saber es rentable desconocimiento. Sabemos más que nuestros clientes, aunque menos que los especialistas, y eso nos convierte en los nuevos intermediarios, surfeando sobre la ola de innovación que otros han levantado. Radomir cree que la inteligencia es un error tan improbable que no puede haberse repetido en ningún otro rincón del universo. Somos los medium del siglo XXI, los Piper, los Thompson, los Stainton Moses. El tiempo se convierte en espacio a más velocidad que nunca: vivimos más que nunca. Gaby se ha ido de excursión a un cráter apagado, que tampoco puede faltar. Un cráter con un lago de agua turbia, sulfurosa, excelente para las afecciones de la piel, en la que puede hervirse la ansiedad hasta que se desprende como una vieja costra. Otros huéspedes están en la playa con los animadores —hay barcas varadas en la arena, calafateadas, de madera pintada en colores rojo y verde, como pasteles prontos a desmigajarse al primer contacto con la marea— jugando a deportes que parecen improvisarse, inventarse sobre la marcha, y que tienen como objetivo facilitar el contacto físico entre los sudorosos cuerpos semidesnudos de los participantes. Recuerdo el contacto físico de mi piel contra la madera lamida de las barcas, de otras barcas de otro tiempo que me alejaban de la vigilante mirada de mis padres. Ellos, los turistas ya no tan jóvenes, extraen de cualquier parte sus últimas reservas de energía, los cuerpos, otrora atléticos; rebuscan en los hígados y en los recónditos y más bien escasos cúmulos de grasa. Ellos han mantenido viva la ilusión adolescente de vivir para siempre, pero ahora, a pesar del ejercicio, de las dietas, de las periódicas visitas a los especialistas, del consumo de una extravagante variedad de plantas rebosantes de polifenoles y carotenos, comprimidos de hormonas vegetales y cápsulas rellenas de cócteles herbales inspirados en la medicina tradicional china, ahora empiezan a sentir que no sólo vivir para siempre, sino sencillamente alcanzar la mitad de la esperanza de vida, supone aceptar un grado de corrupción física que nunca habían considerado. Han aprendido tarde que simular felicidad es un asco, pero son incapaces de deshacerse del rictus sarcástico del Joker. La piscina, en esta época del año sin familias con niños, es más bien un recurso nocturno, asociado al consumo de alcohol, por lo que a estas horas tanto Berta como yo desentonamos en sus alrededores. Durante el día es como un cadáver fresco con el que todos evitan tropezarse, sólo la oscuridad y la bebida justifican la coprofilia. Yo sólo he venido para desconectar del trabajo y, sobre todo, por ellos, para ofrecerles una rápida recompensa por el éxito conseguido, porque, por primera vez en casi tres años, podemos permitirnos el lujo de derrochar algún dinero, y estoy solo porque, además, Mina no ha querido venir. Tenía la vaga esperanza de que Mina aceptase compartir esta pequeña celebración a cuenta de una conocida marca de refrescos, y que, gracias a ello, se nos presentase la oportunidad de reconstruir lo que, de un modo impreciso y reticente, habíamos denominado lo nuestro; parte convivencia, parte pasión, parte abandono. Me acerqué hasta su casa con un regalo de los que sé que a ella le gustan, algo, por lo demás, absurdamente caro e inútil, pero a ella siempre le han fascinado las cosas absurdamente caras e inútiles, le asombra recibirlas, aunque después terminen olvidadas en cualquier rincón poco frecuentado de su apartamento, como el reptil disecado, descolorido y enjaezado igual que un caballo en miniatura que encontramos en una tienda de antigüedades. Como la aventura sexual con la vecina prostituta de la planta de arriba. Muchas veces me pregunto si Mina sigue visitándola a mis espaldas. Si toman café juntas y hablan de mí y terminan follando como quien acompaña la bebida con unas pastas. Pero Mina decidió rechazar mi oferta, Radomir prefiere salir en el barco y mirar de reojo como las divorciadas observan sus cicatrices y envejecidos tatuajes mientras calcula si se sentirán amenazadas por su presencia o atraídas por él, ambas cosas le divierten; por algún motivo que no llego a adivinar Gaby se marcha de excursión por su cuenta y aquí quedamos Berta y yo, desayunando demasiado tarde mientras los camareros aguardan a que terminemos, susurrándose cotilleos en un ininteligible patois, para retirar los enloquecidos bodegones y fumigar el comedor al aire libre.
Una de las cosas que más me llaman la atención es el modo en que todo parece reflectante; las palmeras, la fruta, la arena, el mar, las nubes, los camareros que caminan por el borde de la piscina arrastrando el fumigador como si fuera un cocodrilo muerto, los trajes que visten por la noche para bailar en otro hotel. Los ojos de Berta. Todo arrasado por el fuego transparente del ano solar. Berta parece mirar a través de mí, o es una impresión, un prejuicio asignado por mí debido a su profesión de radióloga, a una grotesca asociación de los rayos X con las películas de Superman y a su proverbial impasibilidad. Quizás esté pensando en Gaby, quizás hayan tenido algún desacuerdo y ella ahora no esté mirando a través de mí sino buscando reflejarse en lo reflectante, preocupada, pensando que debería haberse ido con ella en lugar de quedarse aquí y encontrarse conmigo y no saber muy bien cómo empezar una conversación sin referirse al ¡Escándalo!, puede que le interese el ¡Escándalo!, al fin y al cabo, estos escándalos están de algún modo planificados para ocupar en las conversaciones el espacio que podrían ocupar otras reflexiones menos convenientes para los organizadores del escándalo. De otro modo, ¿por qué hubieran tenido que sacar a mi madre esposada frente a las cámaras? Hace tiempo que se lo advertí, que la cosa acabaría mal.
Germán Sierra es un escritor español que ha sido incluido en el grupo de la Generación Nocilla o Afterpop. Es licenciado en Medicina y cirugía por la Universidad de Santiago de Compostela donde ejerce de profesor desde 1989. Ha publicado artículos científicos en revistas y monografías internacionales sobre su especialidad, la neurociencia, por lo que ha recibido premios a la investigación. También ha colaborado en diversas publicaciones culturales, como Revista das letras, Letras libres y Quimera donde firmaba la columna Wireless. Ha publicado El espacio aparentemente perdido (novela; Debate, 1996), La felicidad no da el dinero (novela; Debate, 1999), Efectos secundarios (novela; Debate, 2000), Alto voltaje (libro de relatos; Mondadori, 2004), Intente usar otras palabras (novela; Mondadori, 2009) y Standards (novela; Pálido Fuego, 2013). Ha estado presente en El Asombrario & CO en el artículo Cuatro autores marcados por poderosas lecturas adolescentes.
Puedes leer las anteriores entregas aquí:
‘Ejercicios de español para actriz porno’ de Jorge Harmodio
Estación de lluvias de Aroa Moreno y David Ruiz
‘La Caja de Urías’ de Alberto Chimal
‘Explicación no pedida’ de Ovidio Ríos
Comentarios
Por Ricardo, el 01 septiembre 2013
Me encanta este cuento. Mi enhorabuena al autor y a quienes lo publican, haciendo posible que todos disfrutemos por un momento en este país sin rumbo ni cabeza..