El escritor que vive su cuerpo como un ‘campo de concentración’

El escritor Hernán Valladares Álvarez, autor de ‘Cuerpocampo de concentración’.
Hernán Valladares Álvarez, autor del poemario ‘Desde el abismo, versos inválidos’, publica ahora ‘Cuerpocampo de Concentración’ (Sapere Aude), un lúcido compendio de textos surgidos de la traumática experiencia de su accidente de moto que le deja parapléjico en 2013, con 43 años. Textos en los que se plantea qué sentido tiene la existencia y acecha la bestia negra contra la vida. Desde ‘El Asombrario’, le pedimos a Hernán publicar un extracto del libro, precedido de una breve explicación suya de cómo surge. Se lo pedimos porque Hernán sabe conectar con sus pensamientos y palabras con lo más hondo, y a menudo también más duro del ser humano, que no es otra cosa que el abismo de una soledad difícil de contar desde posiciones más, digamos, cómodas. Pero Hernán es hombre que no se queda en capas superficiales y nos ha entregado este texto, tan conmovedor como su ‘Cuerpocampo de concentración’, capaz de llevarnos a lugares de nosotros mismos que pocos escritores alcanzan y en los que tampoco muchos lectores se atreven a entrar.
Historia del libro ‘Cuerpocampo de concentración’
[Un accidente de motocicleta, Querétaro (México), 11 de abril de 2013, me deja tetrapléjico, con una lesión medular a la altura de la quinta o sexta cervical].
“Los primeros días el sujeto se encuentra en una nebulosa. La conciencia casi no existe: es apenas un delgado hilo que lo mantiene prendido a la vida. Hay una intervención quirúrgica inmediata que dura aproximadamente ocho horas. José Luis Ortega, el cirujano-mago, me informa muchos meses después: “Hernán, estuvimos a punto de perderte. Fueron minutos, acaso unos segundos. Si no nos apresurábamos a cerrar tu cuello, después de reintroducir tu médula espinal en su conducto, instalarte una vértebra de titanio, fijar con piezas del mismo material la columna vertebral, etc., la parada cardiorrespiratoria era inminente. Estuviste del otro lado. Casi para siempre”.
Pasa el tiempo. El cuadripléjico es transportado en avión hasta un hospital muy lejano de Querétaro, ya en España, en Toledo, Hospital de Parapléjicos, lugar de referencia. Entonces la conciencia comienza lentamente a pasar de un débil parpadeo a un estado semejante a la conciencia cabal, pero nunca del todo —hasta hoy, 13 años después, es dudoso que se haya recuperado del todo: la conciencia, lo que nos hace ser—. Encamado, en largas noches y días de soledad y dolor, ese atisbo de consciencia es suficiente para que surja la pregunta, una pregunta de suma complejidad, alambicada, irreproducible en toda su literalidad, más que una única interrogación, una ristra de preguntas encadenadas. Por necesidad expresiva, intentemos reducir esa concatenación de interrogantes existenciales a la mínima expresión, para lo cual es necesario pasar a la primera persona narrativa: “¿Por qué me pasó esto? ¿En qué me he convertido? ¿Qué futuro me espera? ¿Quedará algún residuo de vida y, si es así, en qué medida podrá ser recuperada? Si merece la pena seguir viviendo, ¿cuáles serán los anclajes? ¿Qué sentido tiene todo esto?”.
Necesitarás explicártelo todo, intentar desentrañar este pandemónium. Dar cuenta de la catástrofe. Estableces de antemano que será una labor imposible. No del todo baldía. Necesaria. No te queda otro remedio. Recurres a tu yo anterior, cuya única arma para explicar cosas era la escritura. Y la lectura, eh. Lecturas dirigidas. Bálsamo. La farmacopea literaria… nos ha salvado tantas veces. “Vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”.
Es cuando, todavía en la cama hospitalaria, la mente empieza a construir un relato. De un modo extraño, se va acumulando en la memoria. Un genio que escribe con el pensamiento y recuerda cada capítulo que va urdiendo. Capacidades que tenemos todos y que no solemos descubrir. Casi mejor. Nueve meses después, con mucho dolor físico y metafísico, con problemas de adaptación –duermes en una cama de enfermo, solo, en medio del salón, escondido por un biombo–; mientras se contempla el derrumbe del matrimonio, observando a la persona que más amabas debatiéndose entre seguir o no seguir, la ves caminar sobre el filo de la cordura, el filo de la depresión; ¿Eres culpable? Al menos ella contaría con la reparación del tiempo. Para sobrevivir, decidió cortar la cuerda de un amor que parecía irrompible. Pero fue el punto de partida, el campo de batalla sobre el cual comencé mi trabajo. Menos mal: lo pospuse; pospuse ese capítulo. Lo diluí.
Preservas el mismo cerebro de antes. Era interesante, un cerebro simpático, lleno de ingenio, amistad, cariño y conocimiento. Cerebro adaptable que te hacía mejorar. Pero ahora no sirve. No tiene cuerpo donde habitar. No habita. Eras escritor. La literatura. Eso te salvaba, pero ahora… Todo está mal. Cada línea de ese libro que concebiste en el hospital supone un esfuerzo descomunal. Lo estás vertiendo al folio electrónico; has empezado el ímprobo trabajo de continuar con ese proyecto, el libro que narrará lo sucedido. Te explicará. Te sientes impostor, porque no tecleas con los dedos ni garabateadas con un bolígrafo ideas y esquemas en un cuadernillo. Qué lujo suponía. No escribes: hablas, y lo que dices se convierte en texto imperfecto, torpe y encima con errores ortotipográficos. Has tenido que aprender a hacer pasar por los circuitos de la escritura el discurso hablado. Has tardado tiempo. Es un aprendizaje. Un aprendizaje irremediable, no placentero. Tras años, ahora ya sé escribir hablando. Corrijo con un punzón en mi mano derecha. Todo es lento, de cadencia desesperante, un esfuerzo sobrehumano. Palabra a palabra, línea a línea, párrafo a párrafo se va formando el túmulo literario. Parece un último, extenso capítulo de tu biografía. Como una obra póstuma.
Pasan seis años. ¡Qué esfuerzo! Por fin has terminado el libro. Más de 800 páginas. Nadie te ayuda y tú mismo tienes que empezar a mover el libro por las editoriales. Resulta ingrato y repugnante. Tanto trabajo, tanto esfuerzo, tan importante lo escrito –no para ti, para los demás también–, pero nadie te hace caso. Ninguna editorial te va a publicar eso jamás. Te despachan. ¿Dónde está la discriminación positiva? No tienes suerte ni para eso. La buena fortuna pasó de largo. La habías tenido, pues viviste arriesgadamente y saliste de todas más o menos indemne. Te habías librado de muchas, encontraste el amor, tenías salud y dos hijos, Guzmán y Blanca. Alacridad. Un sentido otorgado a la vida. Pero desde el accidente de la tetraplejia parece que el Fatum se ha tornado negritud.
Sigues tocando puertas, enviando correos electrónicos, hablando por teléfono. Más solo que una mota de polvo en el éter de la noche infinita. Ese librote se ha convertido en roca, otra, a la que has sido encadenado. Otro grillete. A nadie le interesa. No eres uno de esos chicos que han tenido cáncer, lo han superado felizmente y ahora escriben libros de autoayuda que se venden por cientos de miles. O un famoso con depresión resuelta y un libro convertido en manual de superación y resiliencia, bestseller publicitado en televisión, en radio, en prensa. Tu trabajo, según parece, es demasiado complejo, o no lo suficientemente simple. No es popular, te dicen algunas personas a quienes quieres bien. Entre medias, como no quiere la cosa, has ido componiendo un libro de poemas. Una poesía de descargo, purga, liberación, alarido –baladro(‘aullido’ en la literatura artúrica), escribió Luis Alberto de Cuenca que era, en un magnífico prólogo–. Desde el abismo, versos inválidos. Y mientras seguía intentando publicar El hombre medular –ése era el título original del titánico libro de 800 páginas–, una editorial me acepta el poemario. Imprevistamente, resulta que publico algo que no había pensado publicar. Las críticas de un puñado de personas a quienes valoro son magníficas; pero el libro es un fracaso en realidad. Ni una sola reseña en alguna de las separatas literarias de la prensa importante; ni una entrevista, por supuesto, ni media palabra en medios de comunicación. Con alguna eximia excepción.
¿Y El hombre medular? Cuatro años después de los cinco que me costó terminarlo, un cuñado, primo y amigo me propone dividir el libro en tres partes. Una de ellas se llama Helarte de estar vivo. Otra, Cuerpocampo de concentración. Pero siguen sin publicarse.
Mientras, yo seguía escribiendo, porque no puedo hacer otra cosa que leer y escribir, y además no quiero hacer otra cosa. Así que terminé una nueva novela, creo que una novela importante, una buena novela, Colapso y furor. Y de nuevo, antes que la publicación de Cuerpocampo de concentración –como ya sabemos, escisión de un libro de 800 páginas que se titula El hombre medular–, publico este otro libro. Creo que andaba por ahí la puta pandemia de la covid19, así que la irrelevancia de todo cuanto escribo, el fracaso prefijado, la impopularidad, la insignificancia que acompaña a mi obra —¿por qué habría de ser de otra forma?—, se suma esta vez el vacío de aquel confinamiento, el parón del mundo. La imposibilidad de hacer presentaciones públicas y tratar de pasear un poco la novela Colapso y furor, sacarla de paseo para ver si alguien le suelta algún piropo o se le ocurre escribir una reseña. Únicamente, de nuevo Luis Alberto de Cuenca, interviene en un programa de Radio Nacional de España y hace una valoración fabulosa, literalmente poniéndola por las nubes. Un buen día, traté de ponerme en contacto con el programa donde Luis Alberto habló de la obra, les dije que si querían entrevistarme o cualquier otra cosa. Ni siquiera me respondieron. Tras ese glorioso y escueto estallido, triunfo de una tarde, la irrelevancia absoluta y aplastante volvió a manifestarse, a ser la marca propia de la casa.
Finalmente, mi editor Nacho –Desde el abismo, versos inválidos; Colapso y furor– volvió a salvarme y por fin se publicó ese fragmento pequeño de El hombre medular, ese extracto coherente y sólido que conformaba una de las partes del mencionado tocho originario. Cuerpocampo de concentración salió a la calle, desnudo y famélico, en julio de 2023, ¡ocho años después de haberlo escrito! Editorial Sapere Aude, colección Ensayística. Es verdad que, a partir de la propuesta hecha por mi amigo y cuñado Juan José Gutiérrez Álvarez, el libro fue revisado, corregido y arreglado para que conformara una pieza del todo coherente por sí misma.
Logro una única presentación del libro —Café Comercial, Madrid, 14 de enero de 2025—, gracias a la invitación de Rafael Soler, poeta, novelista y, además, organizador de las actividades culturales y los lunes literarios de dicho café, situado en la glorieta de Bilbao de Madrid. Tal vez por toda esta triste historia de mis libros y de la odisea de Cuerpocampo, su presentación intempestiva, en compañía de Gabriel Albiac como maestro de ceremonias, a quien estoy agradecido, cuando me tocó hablar del libro sentí que me tragó como un remolino el mayor de los sinsentidos, el vacío absoluto, una especie de nihilismo abismal; un agujero negro me deglutió en vivo y en directo, en presencia de mi querido auditorio, casi todos amigos y amigas, pocos extraños, y algún familiar que otro. Tuvo cariz de epifanía, revelación mística, éxtasis del vacío o cataclismo del ego. De pronto, dejé de estar allí, y “quedeme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”. Cualquier palabra pronunciada habría carecido de sentido.
Igual que hizo con el poemario Desde el abismo, versos inválidos, Rafa Ruiz asiste a esa presentación bizarra de Cuerpocampo de concentración y de nuevo se interesa por recoger la publicación en la revista El Asombrario —publicación digital española dedicada a la crítica cultural, el arte y la reflexión sobre temas de actualidad—, perteneciente al grupo del periódico Público.
Tengo por publicar dos novelas (Dioses y mosquitos y Tres domingos) y un nuevo poemario (Dios y discípulo). También estoy trabajando en una novela, muy avanzada ya, Paul o Paúl, en la que tengo depositadas muchas esperanzas y absolutamente ninguna; esto es, que resulte una buena obra y que no tenga definitivamente ninguna repercusión”.
(Alcobendas, marzo de 2025).
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