El éxtasis de la cadena de oro con su virgencita
Llegamos a la entrega número 20 de los Relatos de Agosto que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado para ‘El Asombrario’. Hoy, puro éxtasis, pura vocación. “No sabe cuánto tiempo pasó hasta que lo empezó a notar. De seguro no mucho. La cadenita es de oro, Carmen, no se pone negra ni fea. Así le dijo su abuela, así que Carmen no se la quitaba nunca. Ni para ducharse, ni para dormir. Se volvió una extremidad de su cuerpo”.
POR PILAR ASUERO SALAZAR
—Carmen, te vas a romper los dientes —gruñó su mamá mirándola desde arriba.
La niña estaba con la corona de la primera comunión, la corbata la había dejado olvidada en alguna parte y el jumper lo tenía subido sobre las caderas para sentarse cómoda en su esquinita de siempre, junto a la chimenea que de chimenea solo tenía el nombre. Nunca había funcionado, al menos no durante los diez años de vida de Carmen. Estaba mordiendo la cadenita de oro con la imagen de su virgencita tocaya que le había regalado la abuela en el almuerzo familiar. El sonido de sus dientes contra el oro, como de un taladro rompiendo cemento, la calmaron después de ese día de atención excesiva. Todavía permanecían pedazos de hostia en su paladar y la culpabilidad de meterse el dedo a la boca y rasgar los restos para poder tragarlos durante la misa. Nadie le había dicho que el cuerpo de Cristo era pegote y desabrido. Escupió la virgencita y la vio colgar bajo sus pechos andróginos. Era demasiado larga. Le recordaba a las cadenas que llevaba Daddy Yankee en su videoclip de La gasolina.
Volvió esa maña una especie de ritual. Su momento de calma. Cuando se agobiaba, cuando su mamá no la dejaba salir a jugar, cuando sacaba malas notas en matemáticas. Se iba al rinconcito de la chimenea, mordía la cadena, que ensordecía sus oídos de cualquier otra cosa, y agarraba la cajita polvorienta de madera que servía como único adorno en esa boca de lobo. Recorría las flores de colores que tenía pintadas a mano con la yema de los dedos. Carmen se distraía de escuchar y de mirar. Se sumergía en su silencio demoledor y en su película táctil.
No sabe cuánto tiempo pasó hasta que lo empezó a notar. De seguro no mucho. La cadenita es de oro, Carmen, no se pone negra ni fea. Así le dijo su abuela, así que Carmen no se la quitaba nunca. Ni para ducharse, ni para dormir. Se volvió una extremidad de su cuerpo. Hasta que no. Hasta que una noche despertó con una leve presión en el cuello. Con una leve dificultad para respirar. Confundida, miró hacia la cama del lado donde dormía Cecilia, su hermana mayor. Roncaba a pata suelta con un hilo de baba que bajaba y subía de su boca como un yoyo. La niña se llevó las manos al cuello: era la cadena que estaba pegada, pegadita a su piel. Se tuvo que haber enganchado con algo, pensó. Pero no se la quitó. Tampoco se la quitó al otro día, ni al siguiente. A pesar de que cada noche despertaba con la presión en el cuello, con la breve asfixia. No le asustaba, más bien, le producía una agradable humedad entre las piernas.
Ocurrió que en uno de esos despertares su mano derecha se puso inquieta. Carmen sabía muy bien cuál era, cuando tenía cinco años le cosieron una cinta roja en la manga derecha para que supiera perfectamente con cuál mano tenía que persignarse. La mano revoltosa no encontraba dónde ponerse. No se quedaba tranquila. Parecía querer ir siempre al mismo lugar, como una polilla que persigue un foco de luz. Sin razonarlo mucho, Carmen supo que no le podía dar rienda suelta en su cama, que estaba apenas a dos pasos de la de Cecilia. Sabía que estaba mal aunque nadie se lo había explicado, como cuando sabes que está mal quitarle plata a los papás a escondidas o pegarle a un abuelo. Así que esa noche, aprovechando que sus padres habían salido hasta tarde, Carmen se levantó y fue hasta su chimenea.
Tenía calor, el verano se había adelantado y noviembre estaba insoportable. Necesitaba sentir la baldosa fresca de las vigas en los muslos. Se quitó los pantalones. Ya allí sentada, mordió la virgencita, el rato necesario para que el ruido familiar la calmara. Escupió el medallón y con la mano izquierda acortó el collar, lo suficiente para que hubiera una leve presión en el cuello, lo suficiente para sentir esa agradable humedad entre las piernas. Y con la mano derecha y los ojos fijos en la boca oscura de la chimenea, recorrió sus muslos desnudos como recorría las flores pintadas a mano de la cajita de madera: con certeza. Como si ya se supiera los trazos de memoria. Sabía con precisión cuáles eran los tallos, cuáles eran las flores. Pasó por las raíces, delineó los pétalos, siguió cada línea hasta detenerse en el centro amarillo del polen, un poquito más abultado que el resto del dibujo. Se recreó ahí un buen rato y entró en un nuevo trance, en un nuevo tipo de calma.
La chimenea que siempre creyó sin vocación de repente albergó una chispa, como la de un fósforo que titubea al encenderse. Un rayo dorado como su cadena cruzó el pozo de tinta negra. Estaba maravillada, extasiada ante la aparición. La enceguecía, pero no podía apartar los ojos. El dorado comenzó a expulsar la oscuridad, como si se lanzara una piedra a un hormiguero en medio de un campo de trigo. Carmen escuchó las llaves pelearse con la puerta principal, los murmullos molestos de su papá. Sintió la cadena apretarse más en su cuello, su mano más insistente entre los muslos. La llave que entraba por fin en la cerradura y giraba el pestillo. Sus ojos perdidos en el fuego dorado de la chimenea, abiertos de pánico o de otra cosa.
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