El gato de Borges, el gato de Cortázar… y Beatrice

Recta final de nuestros Relatos de Agosto, en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Este año los protagonistas son animales. Y hoy, los gatos de dos escritores argentinos, Borges y Cortázar. “Los gatos adoran las historias sobre tigres devoradores de hombres. Esto resulta muy inquietante, pero no debemos preocuparnos, pues estamos fuera de su alcance por nuestro mayor tamaño”.

POR NURIA PRIETO SERRANO 

(Para Clara)

Una vez se encontraron el gato de Borges y el gato de Cortázar. Fue en un congreso de gatos de escritores que se celebró en Buenos Aires; en aquellos años, los escritores proliferaban en esta ciudad casi tanto como los ratones, por lo que el congreso atrajo a un gran público felino. Los humanos porteños, tan absortos entonces como ahora, no parecían darse cuenta de que se juntaban gatos y más gatos por los bares de San Telmo, en grupos de tres o de cuatro, charlando sobre literatura.

El gato de Borges era blanco y flemático. Vivía entre libros y solo amaba al bibliotecario medio ciego que le acariciaba el lomo. El de Cortázar era negro, tejadero y vagabundo, y encontraba simpático al gigante barbado que lo había recogido de un cubo de basura en Avignon.

Por no estar todo el tiempo diciendo “el gato de Borges” y “el gato de Cortázar”, vamos a llamar Beppo al primero y Teodoro al segundo. Con ello, aparte de hacer el relato menos farragoso, los trataremos con la dignidad que merecen, pues los gatos son seres autónomos que no deberíamos designar con relación a los humanos con los que conviven. Puede imaginarse que Beppo y Teodoro no congeniaban mucho.

Subidos a un podio en el Jardín de los Poetas, los conferenciantes se turnaban para contar historias. Los gatos son grandes fabuladores, pero también un público terrible que hace mutis en cuanto se aburre, y en aquel lugar abundaban las distracciones (pajaritos, peces en el estanque, mariposas). Ello no impidió que las intervenciones de Beppo y Teodoro fueran muy comentadas. Aunque no se habían puesto de acuerdo, ambos contaron cuentos sobre tigres. En el cuento de Beppo, justo antes de que un tigre se lo zampara, un brahmán descifraba en las rayas de su pelaje los secretos del universo. En el de Teodoro, un tigre se desplazaba por las habitaciones de una casa tomada. Los gatos adoran las historias sobre tigres devoradores de hombres. Esto resulta muy inquietante, pero no debemos preocuparnos, pues estamos fuera de su alcance por nuestro mayor tamaño.

Sus relatos quedaron eclipsados por la aparición de una conferenciante de ojos verdes. Se hacía llamar Beatrice y se presentó como dama florentina, aunque una mella en la oreja y cierto aire arrabalero ponían en duda aquel título, y refirió cómo los gatos de Florencia custodiaron manuscritos de los tiempos antiguos, entre ellos una copia del Fedón que una noche hicieron llegar a Dante y que inspiró su Divina Comedia. Los asistentes la miraban hipnotizados, o simplemente atraídos por los reflejos de la esmeralda que pendía de su collar.

Beppo y Teodoro se enamoraron al instante, aunque por motivos distintos: Beppo, porque le pareció inalcanzable, y Teodoro, porque el terciopelo de su voz despertó el ronroneo del jazz en su memoria. Al terminar el congreso la buscaron, pero la gata había desaparecido con la misma imprevisión con que se presentó. La escena se repitió durante los dos días siguientes: la invitada hechizaba a todos con sus cuentos y se esfumaba. El tercer día, Teodoro se apostó junto al podio resuelto a abordarla y Beppo, paralizado por la timidez, se ocultó a esperar. Poco antes de la clausura la vieron escabullirse hacia la Rosaleda. Teodoro fue tras ella como un perseguidor y Beppo no los perdió de vista, manteniéndose a una prudente distancia.

Corrieron tras ella por la avenida del Libertador; doblaron Sánchez de Bustamante; casi fueron atropellados por una ambulancia frente al hospital de Rivadavia; en Las Heras tuvieron que detenerse un momento por el flato; la perdieron de vista ante los senderos que se bifurcan de la plaza Vicente López, pero atisbaron su rabito doblando hacia Paraná; se lanzaron allá sembrando el caos en una bandada de palomas; esquivaron el bastón de un invidente; fueron acosados por su perro y, cuando todo parecía en vano, la vieron colarse por un hueco tan pequeño que solo con muchas contorsiones pudieron seguirla. Desembocaron en los sótanos del teatro Colón, donde se había dado cita un grupo de lunáticos. Allí Beatrice se despojó de su collar y, ataviada con una capa negra y un antifaz, ofició como gran maestra una ceremonia de la logia masónica rioplatense. Beppo y Teodoro presenciaron un ritual que nunca habrían imaginado y que nosotros, por discreción, no vamos a desvelar.

Los gatos masones no se reúnen por filantropía, sino para chismorrear a gusto. Entre candelabros, tramoyas y cortinajes circularon historias que zumbaron durante años en las orejas de los escondidos: la razón de la infalibilidad del I Ching, la existencia de melodías que cambian el estado sólido de la materia, el recuerdo de una dinastía felina que reinó sobre los hombres. Cuando al fin se vació el teatro, la maestra gentilissima alzó la voz: “Ya podéis salir”. Descubiertos, los dos neófitos abandonaron sus escondrijos. Beatrice los acogió en confianza. Con ella tomaron mate, ascendieron a los tejados más hermosos, jugaron al ajedrez y aprendieron cálculo cabalístico, y ya no se separaron hasta el día en que Cortázar tuvo que regresar a Francia y Borges colgó un cartel en la Biblioteca Nacional buscando a su gato blanco. Entonces se despidieron con la promesa de no olvidarse jamás.

Aquel encuentro no solo marcó las vidas de Beppo y Teodoro, sino que mejoró si cabe la obra de sus dueños: sabido es que todo gran escritor tiene un gato que le susurra historias al oído.

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