El grito frente al diálogo: el atropello verbal de las tertulias televisivas

Foto de Diego Lara.

Foto de Diego Lara.

Foto de Diego Lara.

Fotografía de Diego Lara.

La tertulia sosegada ha dejado paso, bajo la consigna del espectáculo, al zafarrancho del debate a gritos. La pausa y el respeto han retrocedido -y no sólo en televisión, sino también en la vida política y en muchos círculos sociales– frente a la incontinencia y hasta la agresividad. El diálogo queda reducido a su mínima expresión, transmutándose en una contienda por la vía de los decibelios y el atropello verbal. Quien más grita y más eslóganes gruesos lanza, mejor. Pero el grito nos distancia del otro; porque el diálogo se plantea primero como un acto de escuchar, y después, decir.

Un grito es la constatación de una distancia. Si contemplamos con detenimiento la obra icónica de Edvard Munch, reparamos en que el alarido que proyecta la figura andrógina, situada en primer plano, no se reduce a una boca abierta. El gesto de sus manos, tapándose los oídos, converge en la misma dirección que el presunto sonido: el aislamiento. La angustia que emana de la forma calavérica del rostro o de la flamígera de su silueta y que contrasta con los trazos parsimoniosamente ondulantes del fondo, donde se divisan otras dos formas humanas ajenas a la tensión, reafirman la lejanía psicológica, la abrumadora soledad del sujeto que grita.

Alegre, doloroso, imperativo, espontáneo… El único denominador común entre los muchos atributos que pueden determinar a un grito es la distancia. Se grita, de manera refleja, para expresar un sentimiento intenso que nos desplaza de nuestra base. El enfado y la furia establecen una separación. El miedo y el dolor pretenden establecerlo. La alegría y el placer nos elevan hacia el éxtasis. Incluso cuando uno vive una experiencia de gran intensidad y descarga adrenalina, grita para alejarse de esa impresión inabordable. A veces, se grita de forma voluntaria, como cuando se manifiesta autoridad para delimitar una jerarquía o cuando quieres salvar la distancia, física con una persona apartada o acústica si tu interlocutor padece de sordera.

Es innegable que ciertos países y culturas muestran una tendencia decibélica más pronunciada. Los pueblos del área mediterránea solemos gritar más. El factor climático fomenta una socialización que por continuada tenderá a la extroversión del carácter y sus formas, del mismo modo que un clima frío incide en una mayor reclusión y, por tanto, en un temperamento más introvertido.

Pero aunque el grito constituye un modo expresivo y como tal puede utilizarse como recurso comunicativo, por sí solo y de manera persistente, se traduce en una negación del principio de comunicación que es fundamentalmente un acto de proximidad. Según constata el antropólogo Gennaro Cicchese, «el diálogo no comienza con un acto de decir, sino, paradójicamente, con un acto de escuchar». Para hablar es necesaria una cadencia y un tono que aporten un mínimo de claridad, así como una pausa que acoja la interpelación del otro. Unas coordenadas que en España se han difuminado de forma alarmante en las últimas décadas, distorsión que excede por mucho el margen atribuible a su componente latino.

En la actualidad, el grito enraíza desde la más tierna niñez abonado, en gran medida, por la laxitud de unas familias vencidas por el estrés, que ni le ponen coto ni tampoco favorecen un proceso de aprendizaje del diálogo que implicaría, para empezar, la más persistente atención hacia las propias criaturas. El ritmo productivo y el particular horario de la jornada laboral española cortocircuitan la conciliación familiar. La influencia de unos medios de comunicación que, de forma mayoritaria, redoblaron su apuesta por la agitación emocional ha supuesto la estocada definitiva para propagar el alboroto.

El ruido como fenómeno social se expandió en España durante la década de los noventa con la implantación de las televisiones privadas. Lo que en un principio constituyó un nuevo modo de comunicar, más directo, espontáneo y dinámico, pronto derivó en una carrera frenética por ganar audiencia a cualquier precio.

Atrapados en esta espiral, el debate, la tertulia y la entrevista (dignificados antaño por programas como Su turno, La Clave o A fondo) también fueron reciclados bajo la consigna del espectáculo. La pausa y el respeto, consustanciales hasta entonces a estos formatos, dieron paso al atropello, la incontinencia y hasta, en ocasiones, la agresividad. El objetivo de cualquier diálogo era reducirlo a su mínima expresión, transformándolo en una contienda cuya defensa radicaba en no escuchar, consolidando los argumentos propios por la vía de los decibelios y el atropello verbal. Convertidos en zafarranchos, los debates volvieron a proliferar y a acaparar las franjas de prime time, bien con un propósito sectario, sirviendo de plataforma de adoctrinamiento de un ideario concreto, bien como una representación de dos bloques enfrentados de forma aleatoria en la que el objetivo de los participantes era resaltar, con la mayor vehemencia posible, la distancia con su oponente. Quien más gritaba tenía razón.

Poco a poco, el intelectual o el especialista fueron remplazados por la figura del contertulio, un todólogo que se distinguía no por su saber sino por su tono (un tonólogo, por tanto) y que asumía su condición de opositor a todo aquello que el guion le dictase. Cualquier vestigio de diálogo reposado fue marginado a cadenas minoritarias o a horarios intempestivos. Y hasta alguna cadena pública claudicó limitando la alocución de los contertulios mediante un mecanismo automático que retiraba físicamente el micrófono transcurrido un intervalo pactado. Definitivamente habían aumentado las distancias.

De todos los elementos que componen la comunicación el que más la significa es la intencionalidad. Y uno de los reflejos de la actual brecha comunicativa es la renuncia a encontrarse. El grito como reafirmación de la distancia, como propósito de no acercarse. Un impulso que tiene su traslación en todas las esferas, incluida la política. Con frecuencia la confrontación de realidades distintas deriva en una fricción que eleva el tono del discurso. Son los gritos exaltados de quienes inciden en la amenaza cuando detectan la diferencia, de los que evitan el contacto elevando muros a su alrededor.

El panorama político actual es la constatación del desconcierto de quienes no están acostumbrados a dialogar incesantemente porque son hijos de un mundo que no se transformaba cada diez minutos. Pero en palabras del recientemente fallecido Zygmunt Bauman, «la única certeza a día de hoy es la incertidumbre». No cabe adaptación a un cambio, sino al cambio. Parafraseando a José Luis Sampedro, «el tiempo fronterizo ha venido para quedarse» y quizás la frontera constituya una gran oportunidad para darse cuenta de la diversidad de la vida. Para ello, nada como bajar la voz y escucharse.

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Comentarios

  • Roberto

    Por Roberto, el 21 marzo 2017

    Llevo viviendo en Madrid 25 años y reconozco que su erudito artículo ha llamado mi atención. En ese campo llevo pues 25 practicando la política del menos es más, si hay más de tres personas reunidas alrededor de una mesa el volumen de la conversación aumenta paulatinamente y entonces es el momento de callar y mirar a tu alrededor, como si del zoo se tratara, cadauna y cadauno ensimismado en su pared de gritos contra otras paredes, lastimosamente no se trata de un asunto exclusivo de la caja tonta sino que nos interpela directamente como individuos. Somos de verdad concientes de que el estribillo de la canción de Amaral, Sin ti no soy nada, es la base de nuestras vivencias?

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