‘El Infierno del Odio’, el Kurosawa de los mil dilemas morales
El maestro japonés se adentró en el género policiaco y supo construir filosofía pura. En ‘El Infierno del Odio’ (1963), con una trama que no deja ni parpadear, Akira Kurosawa nos lleva a los complejos dilemas morales que surgen en una sociedad moderna que rezuma los lastres de un feudalismo inacabado, al rencor entre castas y el odio feroz consecuente, a la droga y a su infierno. También a la honestidad, la misericordia, la responsabilidad y el sentido del deber. Es la propuesta de hoy de ‘Un viernes de cine’ con películas que jamás se agotan.
El dilema moral es un concepto filosófico antiguo y, sin embargo, aún no resuelto hoy en día. Desde Sócrates en su famoso Dilema de Eutifrón, referido por su discípulo Platón y reflexionado y devuelto a la discusión más apasionada por sofías de tan alto calado como las de Nietzsche o Kant, el dilema o los dilemas morales siguen estando en la pica filosófica de nuestro tiempo.
En 1963, el maestro japonés Akira Kurosawa realiza una de sus grandes obras cinematográficas, El infierno del odio, basándose en una novela policíaca de Ed McBain, El secuestro del Rey, por lo cual muchos adoradores del maestro, cuya obra se había caracterizado sobre todo por contar grandes y pequeñas historias de samuráis, bandidos y señores en el Japón del Medievo, pusieron el grito en el cielo, augurando un paso atrás y la pérdida de prestigio para el director y su cinematografía, alabada en el mundo entero.
Craso error.
La historia nos traslada a la vida del Sr. Gondo (Toshirô Mifune), a su casa y a una reunión con otros ejecutivos de su empresa que tratan de convencerle sin éxito de maniobras traidoras para hacerse con el poder frente al Gran Jefe, al que consideran obsoleto. Tras despedirlos con cajas destempladas de su casa, Gondo anuncia a su familia que está en disposición de hacerse con el control de la compañía comprando la participación mayoritaria que ha estado negociando durante años, y así poder llevar a cabo su sueño de una empresa efectiva y de calidad. Pero esa misma noche recibe una llamada telefónica. Un individuo desconocido dice haber secuestrado a su hijo y exige una fuerte suma de dinero por su liberación. Gondo pasa de lo más alto a lo más bajo, de arriba abajo, del cielo al infierno. Inesperadamente, el hijo de Gondo aparece, ya que el secuestrador ha retenido por error al hijo del chófer en su lugar. Esto no cambiará el proceder del secuestrador, que ve en ello una forma más cruel de dañar a Gondo, enfrentándolo al dilema de decidir si usar su fortuna para apropiarse de la empresa o bien para salvar a un niño que no es el suyo, llevándolo a la ruina. La policía, comandada por el inspector Tokura (Kyôko Kagawa), se pondrá en marcha para resolver el caso y encontrar al secuestrador y en su caso el dinero del chantaje.
Pero la película no nos remitirá únicamente a los dilemas morales impuestos al Sr. Gondo; nos adentraremos en un orden social establecido, en una sociedad moderna que rezuma los lastres de un feudalismo inacabado, de maniobras económicas más cercanas a la ambición que a la justa competencia, al rencor entre castas y el odio feroz consecuente, a la droga y a su infierno. Por supuesto, también a la honestidad, a la misericordia, a la responsabilidad y el sentido del deber, al buen proceder profesional o incluso a la obsolescencia programada tan vigente en los mercados actuales y a su corrosiva influencia en el consumo irresponsable. Y todo ello a través de un caso policiaco, de género, eso sí, con varias vueltas de tuercas.
Decir que en El infierno del odio Kurosawa retrata, a través de lo que en principio pudiera sonarnos a un típico thriller policiaco, a toda una sociedad sería quedarnos demasiado cortos. El simbolismo que recorre toda su producción cinematográfica se descarga como una tormenta de piedras sobre este relato, negro y blanco, frío y vehemente, que confluye como el sentido original que su legítimo título refiere, Entre el cielo y el infierno.
Una amiga que vivió en Japón me dijo una vez una frase interesante: «La manera en que tomas la taza de té es también un reflejo de cómo tomas tu vida, pero, ojo, un reflejo no lo es todo, lo que ves en los demás también dice de ti». Tras recordar tan sabias y simbólicas palabras, temo quedarme en la orilla, como occidental, de todo lo que durante estas dos horas de historia el maestro quiere contarnos, aunque concibo la esperanza segura de que ustedes lleguen aún más allá de mis promesas y descubran, si no todo, mucho más de lo que se nos ha querido trasladar.
Normalmente, al hablar del infierno del odio se suele hacer hincapié en dos partes claramente diferenciadas, la dramática que plantea el conflicto y la policiaca que lo resuelve. No hay duda. Pero permítanme que yo, recordando de nuevo las palabras de mi amiga, me refugie en la prudencia y no lo haga de manera taxativa. Si bien al igual que puedo ver dos, llamémosle, escenarios diferenciados, la casa de la colina y la ciudad, podría igualmente dividir la película en cinco o más partes, bajo cinco o más conflictos diferentes, de orden moral, ético, social, ideológico o económico, en las tres indispensables de una narración, o en otras tantas temporales o de personaje.
Pero cuando la pantalla cierra al negro, la impresión que me queda es la de un todo en el todo, un suceder desde el principio de una unidad que serpentea no sólo a través de los conflictos, los personajes y los símbolos, sino de los sentimientos que pueda producir en el espectador. Desde el dilema moral al que nos veremos enfrentados por las decisiones de Gondo, pasando por las simpatías y antipatías hacia algunos personajes, al rechazo a ciertas formas de proceder, la necesidad de justicia implacable o la exigencia, llegado el momento, de confrontar la razón a la moral, aunque ello deje heridas nuestras necesidades éticas. Y si no me creen, esperen al hachazo helado del discurso final.
¿Dónde está pues la división, fuera de lo aparente, en tan efectiva historia? No sabría decirlo.
Pero hablemos de lo formal. Cinematográficamente, la película sólo tiene un adjetivo: impecable. El arte de narrar en imágenes de Akira Kurosawa no esconde la más mínima duda. Asistirán, si tienen el privilegio de verla, a uno de los placeres visuales más interesantes y magistrales que hayan podido ver en una pantalla. La coreografía de personajes y planos que nos regala el autor les hará querer retener cada uno de ellos, si no en el tiempo sí en la memoria. La distribución perfecta y afinada de los personajes en cuadro, la deliciosa conformación de cada uno de ellos, tan diferente en el apartamento de Gondo en la colina, arriba, de lo que es la comisaría o la ciudad en todos sus escenarios, abajo, es digna de ser considerada como producto de la mano de un genio. Se lo aseguro, no exagero.
El blanco y negro de la excelente fotografía de los maestros Asakazu Nakai y Takao Saitô, repleta de luces y sombras, tan transcendente en el mundo oriental, deslumbrante en ocasiones, oscura en la penumbra, casi ciega en otras, resalta en cada ocasión el espíritu del momento y el sentimiento de los personajes. Personajes que se mantienen a flote, reales, casi cercanos, transitando por escenarios muchas veces tan próximos como asombrosos.
El juego inagotable y certero de los objetos como símbolos más allá de su sentido concreto, la casa en la colina, la cortina, el pañuelo, las gafas oscuras, el humo rosa, sí rosa en su esplendor sobre una fotografía incolora, o el cristal que refleja las dos historias que parten desde la misma, o más bien desde lo mismo, hacen de este filme la necesidad de cuantas más revisiones mejor.
Un ejercicio cinematográfico, en fin, que lejos de quedarse anclado en ello, nos muestra de nuevo el virtuosismo de Kurosawa para enfrentarse a un género, sin la necesidad de los tópicos, y conseguir como tantas veces un referente extraordinario para incursiones posteriores. Disfrútenla.
Comentarios
Por Carlos, el 28 noviembre 2014
Magnífica película. No te has quedado a la orilla, al revés, como siempre nos has hecho cruzarla contigo y te has mojado, ilustrando con tu artículo los entresijos y aquello que a veces no se capta a simple vista.
Por Fler, el 28 noviembre 2014
Enorme película de Kurosawa, entre sus mejores en mi opinión. Me gustaría destacar especialmente la actuación de Toshirô Mifune, un clásico en las películas de Kurosawa, pero que en esta ocasión realiza un papel muy lejano del habitual. Tremendamente diferente de sus personajes siempre tan enérgicos y vitales (Rashomon, Los Siete Samurais, Sanjuro, Yojimbo…).
En «El infierno del odio» Mifune hace un ejercicio magistral de contención, en el que, a diferencia de lo que habitual en él, todo ese caudal de energía no lo exterioriza; no se ve pero sí se intuye, y en eso radica su talla. Como decimos en España, «la procesión va por dentro». Es, sinceramente, la mejor actuación que recuerdo de Mifune. Que no se dice pronto de un actor de su calibre.
Por Ildefosnso, el 28 noviembre 2014
Vi hace mucho la película y la verdad es que el señor Bazaga es un cinéfilo exquisito que sabe ver cine mucho mejor que yo. Con su guía, la volveré a ver. Gracias.
Por Ignacio, el 29 noviembre 2014
Fantástica película, emocionante todo el periplo de la resolución del caso, gracias por traerla a la memoria, gran artículo!
Por Juanjo, el 30 noviembre 2014
Magnífica película, recuerdo bien el humo rosa sobre la fotografía en blanco y negro, que luego utilizaron Coppola en Rebeldes y Spilberg en la Lista Schlinder, gran artículo!
Por Olga, el 01 diciembre 2014
La verdad es que este artículo nos «llena» de ganas de verla otra vez. Gracias por la recomendación. Es agradable siempre verla a través de los ojos de otro.
Por Ana B., el 02 diciembre 2014
No la he visto pero pienso remediarlo enseguida. Con tu artículo y los comentarios estoy convencida que no me decepcionará. Como siempre, gracias.