El libro que explora los mejores aromas de los árboles
El “buscador de esencias” francés Dominique Roques nos trae el perfume de los árboles en una nueva obra que explora el vínculo milenario que nos une a ellos: ‘El aroma de los bosques’. Desde la sección ‘El Asombrario’ / Bosques para Siempre (FSC)’ estuvimos con el autor en la presentación de su libro en Madrid. Roques nos evoca recuerdos que tiene almacenados en lo más hondo de su personalidad: “Como el aroma de la jara, de la rosa damascena de Irán o del jazmín”. Además, tiene una mención especial, en estos días de invasiones en Oriente Próximo, para los grandes cedros del Líbano, verdaderos héroes que desafían el paso del tiempo.
“En los bosques aprendí a oler y amar su perfume. Omnipresente, destila su sutileza y su fuerza desde las montañas hasta los trópicos. Invita a dejarse flotar a merced de aromas múltiples, cambiantes, fuertes o discretos, cálidos y fríos, corrientes que van y vienen”. Las palabras del escritor y naturalista Dominique Roques se perciben por varios sentidos, pero es el olfato el que con más intensidad traslada a sus lectores a ese mundo en el que los reyes son los árboles, a veces adorados y, muchas veces más, maltratados.
Roques ha presentado en España su último libro, El aroma de los bosques (Ed. Siruela), un paseo delicioso por ese complejo vínculo que une a humanos y árboles desde tiempos milenarios hasta nuestros días, con sus luces y sus sombras, pero sobre todo con la sensibilidad de alguien que ha pasado la vida buscando sus esencias, fragancias de savia, bálsamos y gomas, mientras trabajaba para una gran empresa perfumista. “Mi padre fue leñador en Estados Unidos y se trajo a Europa la motosierra. Vivíamos en un robledal, así que ya de niño descubrí a la vez la magia de los árboles y la realidad de su tala, que comenzó hace más de 5.000 años”, le va contando al también escritor, y jardinero, Eduardo Barba, en un evento reciente en el Instituto Francés
Barba le pregunta por esa profesión extraña que le ha llevado a viajar por el mundo, buscando esencias de bosques que introducir en un pequeño frasco que nos evoque esa naturaleza de la que la Humanidad se va alejando. “Y cada uno huele diferente”, explica. “Pinos y robles, que llevan en el planeta cinco millones de años, y musgo, flores o resinas. Hace ya milenios que los humanos sacamos gotas de leche de las cortezas o del uso del incienso. Son aromas ligados a la historia de la Humanidad. Si tengo que destacar alguno, me viene a la cabeza el olor de esos grandes cedros de Líbano, que nos llevan a tiempos muy antiguos”. Y cuenta historias de tiempos de la civilización egipcia y de Mesopotamia, cuando los habitantes de esas tierras sin árboles se iban al país de los fenicios para conseguirlos. Y de esos otros momentos en los que se comenzó a ver esa naturaleza, que parecía infinita, como algo hostil. Y como las páginas de su libro, nos va llevando de la mano desde una gigantesca secuoya a una selva tropical en la que la humedad se come la vida, pasando por los abetos balsámicos el Canadá.
“Es muy triste ver cómo la codicia acaba con la belleza”, se queja. Porque para Roques, a pequeña escala, sí que se practican alternativas como las talas de entresacas que permiten crecer a los ejemplares jóvenes, que respetan a los bosques, pero sabe que eso da menos rendimiento que llenar el mundo de plantaciones de pinos y eucaliptos. “Y eso no son bosques; es agricultura de árboles”, señala. Es una codicia que nos roba, con esos gigantes, unos aromas secretos que han ido a menos. Que van a menos en lugares como la Amazonía, las selvas del Congo o las asiáticas. Y menciona el sándalo. Cuenta que ese aroma se utilizaba desde hace miles de años en la India, que conectaba lo humano con lo divino, pero llegaron los colonizadores ingleses y descubrieron que era maravilloso para hacer aceites esenciales, explotándolo tanto que acabaron con los árboles que lo proporcionaban.
Ahora las causas del fin no son los perfumes, como bien va desgranando entre vivencias y conocimientos. “Es un sistema económico que precisa de más y más suelo para la expansión de una ganadería que no parece tener límites y deforesta hasta las zonas tropicales más vírgenes para poner más reses o más soja que alimente a más reses”. “Eso es lo que está pasando en El Chaco de Paraguay, que es el lugar del mundo donde crece el Palo Santo, un árbol de madera azul cuya esencia”, asegura, “es puro olor a bosque, a madera, suelo, humus, un aroma que se usa en cientos de perfumes y se lo están cargando por las vacas”. O quizás guerras como la que estos días acaba a bombazos con los montes de cedros libaneses que, asegura, “han marcado el imaginario de los hombres por su belleza, su longevidad, su perfume y por ser incorruptible al paso del tiempo”.
Son muchos los olores que tiene acumulados en su memoria y, al preguntarle, le evocan momentos de los que no se olvida. “En 1988 descubrí en el sur de España un perfume cuando los gitanos segaban gavillas de jara y las quemaban con goma. Ahora cuando huelo a jara, me viene siempre ese recuerdo. También son únicos los aromas de la rosa damascena de Irán o del jazmín, que nos penetra hasta la mente y también nos llegó desde la India al Mediterráneo, donde ahora es muy común”.
Más allá de la explicación codiciosa, Edu Barba indaga en la razón última por la que talamos árboles cuando ésta no existe. Dominique, que ha recorrido grandes extensiones de cultivos de palma africana donde antes había bosques vírgenes, le ofrece otra respuesta: “Quizá se deba a que un árbol es casi inmortal en términos humanos, pues puede vivir 500 o más años si no muere de enfermedad o accidente, y está inmóvil y no hace nada para molestar; es lo contrario del hombre y éste tiene celos de esa inmortalidad”. Un paso gigante en esa guerra a los compañeros bosques se intensificó al hacer carbón de la madera, una práctica que acabó con grandes extensiones forestales en Centroeuropa para alimentar las industrias del metal, hasta que comenzó a explotarse el carbón mineral y más adelante el petróleo. “En el libro recuerdo a esos carboneros de la madera, que eran de la gente más pobre y a la que llamaban diablos porque siempre estaban tiznados de negro. Hoy esos humos que salen al quemar se usan también en los perfumes”, asegura.
Y es que una buena nariz perfumera explica que puede memorizar hasta un millar de notas olorosas, de las que una 200 son naturales y otras 800 son sintéticas, y que con ellas compone un producto en el que se utilizan entre 40 y 80. “Algunos aromas, como el de las rosas o de las resinas, se dejan capturar fácilmente, pero hay otros, como el jazmín, que no es posible destilarlos, se nos escapan, y hay que usar otras técnicas más sofisticadas para capturarles”.
Desde luego, si por algo nos atrapa el El aroma de los bosques es por esos relatos extraordinarios que jalonan una inmersiva obra llena de poesía. Ahí está la del rey Salomón, que construyó un palacio de cedros para su padre. Cuando llegó la reina de Saba desde Etiopía, con sus camellos cargados de incienso, la mezcla se dice que dio lugar a esos famosos perfumes que han pasado a la historia.
Y una recomendación: Leer este libro en un bosque otoñal, húmedo de lluvia, es un placer
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