El mundo como un ‘Recinto de Concentración de Humanos’ en un futuro cercano
Hoy he llorado viendo una serie y he entendido que el ‘Ministerio del Terror’ es maquiavélicamente inteligente y actúa sin descanso. Que el manejo del lenguaje y la desinformación pueden ostentar un poder tremendo sobre nosotros. He llorado pensando en los Campos de Concentración de Refugiados dispersos por el ‘primer mundo’. Y que si no desvirtualizamos el horror a tiempo, es fácil que en un futuro cercano esto que llamamos “mundo” termine convirtiéndose en un Recinto de Concentración de Humanos.
Ayer fue un día muy especial, y lo fue por algo a priori tan común y poco remarcable como lo es haber visto una serie de televisión. Debo aclarar que en el campo, donde vivo, no tengo línea telefónica, así que todo lo que sea acceso al mundo de las plataformas de entretenimiento es, en mi caso, pura utopía. A eso hay que sumarle que no había vuelto a ver una serie desde Ally Mcbeal y que quizá por eso el impacto haya sido el que es. “Tienes que verla”, llevaba repitiéndome mi hermana desde hacía un par de meses. “Está todo ahí.”
Algo terco en general y muy “anti-todo-lo-que-me-aconsejan” en particular, me resistí. Hasta ayer. Soy un animal curioso y finalmente caí. Me dejé arrastrar hasta su casa, me instaló delante del televisor y durante seis horas no aparté la mirada ni la atención plena de la pantalla. Ni un segundo. Efectivamente, todo está ahí: la actualidad, lo que vivimos en este momento, la pandemia, Trump, Putin, Johnson, la política horrible, la sociedad adormecida y esa familia maravillosa que lo salva todo porque se salva constantemente del abismo cuando solo prima lo pequeño, lo emocional y lo que somos cuando nos vemos desnudos/as en nuestra pequeñez. Pero, ay, entre esas seis horas que me tuvieron el corazón en varios puños –el de la rabia, el del enamoramiento, el de la nostalgia, el del más puro asombro- se colaron treinta segundos que, en mi caso, lo cambiaron todo. Fue apenas un neón que se me coló en el cerebro y que al poco se encendió, parpadeante primero, y bañándolo todo con su luz blanca y fría al instante. En el neón, tres palabras: “Campos de concentración”.
El lenguaje. La perversión. Yo sé de eso, me dedico a eso, a formatear el lenguaje para provocar cosas, para proyectar y comunicar. Sé bien que es un arma, una de las más letales según se emplee. Lo sé yo y lo sabe quien decide sobre nosotros/as, por nosotros/as, para nosotros/as. La información es poder, eso es lo que hemos oído hasta la saciedad durante años. Pero ya no. Ya no más. El poder ahora es el lenguaje, es la sentencia. Decir algo, escribirlo y lanzarlo como una bengala de verdad al éter oscuro que respiramos es ganar. Ahora el poder es la desinformación. La Bestia ha entendido que el lenguaje es el arma, que sirve para adornar lo feo, para edulcorar lo monstruoso, para acariciar conciencias que, intranquilas, son caldo de rebeldía, de cuestionamiento.
El lenguaje. Campos de concentración. Seguramente, si a día de hoy hiciéramos una encuesta, la gran mayoría de los ciudadanos/as del primer mundo negarían su existencia. “Los hubo, claro”, reconocerían. “Afortunadamente, eso es historia. Lo superamos”. Lo superamos. Bien, hay malas noticias al respecto. Hay maldad al respecto. Y lo cierto es que las palabras matan porque deforman las realidades hasta reconvertirlas en verdad.
Los campos de refugiados son, en esencia, campos donde se concentra a individuos a los que se les concede la etiqueta de refugiados porque es la convenida por quienes deciden sobre el etiquetado global. Ni los campos son campos ni los refugiados son refugiados. No exactamente. Son Recintos de Concentración de Refugiados. Cierto es que quienes los habitan no (siempre) salen a trabajar a las minas, ni fabrican armas para quien los somete. Simplemente se les acota la libertad, se les atiende, se les da de comer y, sobre todo, se les vigila. Y, por encima de eso –como bien apostilla el personaje de Emma Thompson en Years and Years– se espera a que la información cambie de foco y a que, poco a poco, “la selección natural siga su curso”.
Un Recinto de Concentración de Refugiados es una superficie vigilada de territorio donde se hacina a una masa de población, encerrada y privada de libertad por molesta, por pobre, por extraña y por haber conseguido huir de una desgracia que, según nos han informado desde el Ministerio de la Desinformación, es altamente contagiosa. Contagiosos. Los/as pobres, los/as que huyen del horror, los/as que el mapa del mundo vomita desde sus rincones hacia el resto del mundo son seguramente contagiosos, dice el Ministerio del Terror. Encerradlos, que esperen, que cumplan su cuarentena y nos den tiempo a inmunizarnos, dice con una sonrisa de buen padre.
La desgracia se contagia porque es un virus para el que no hemos encontrado vacuna. El planeta es hoy un globo cercenado por multitud de Recintos de Concentración de Refugiados, manchas sucias que, en su mayoría, nos quedan lejos y con las que cualquier pandemia puede terminar de un plumazo, atendiendo, como dice el personaje de Emma Thompson, a la “sabia selección natural y a su curso”. Las manchas son de las que no se van: los miles de hombres, mujeres, niños/as y abuelas/as que se hacinan en Grecia en este mismo momento o los que viven en condiciones infrahumanas en países como Qatar, llevados hasta allí en barcos desde Malasia, India y otros tantos países para trabajar en la construcción de grandes rascacielos de lujo y encerrados en campos de los que solo pueden salir a construir lujo. Son hombres –solo admiten hombres- que trabajan en un perverso régimen de esclavitud, pagados con moneda cuyo uso es sólo válido en el interior del “campo” donde viven encerrados, obligados a comprarle al mismo que los explota. Muchos de ellos vuelven a sus países cuando ya no dan para más. Otros se pierden por el camino. Son “bajas” cuya pérdida lamenta una familia que no cuenta porque está lejos y porque no tiene nombre.
Ah, pero hay nombres, hay caras… la individualización. Y de nuevo el lenguaje al ataque. Si el Ministerio del Terror y la Desinformación borra las caras, aglutina los nombres en un titular y engloba a esos hombres y mujeres en una masa de algo, la tormenta es perfecta y nuestro inconsciente parpadea, despistado al principio, aliviado después. Cuántos Alejandros hay entre los hombres que desde hace años esperan encerrados entre alambradas a que el Ministerio de la Desinformación decida detener el foco sobre él y le recuerde, aunque sea durante un segundo, que llegó con un nombre, que es un individuo que no es solo una millonésima parte de una mancha que el mundo no sabe cómo borrar de su chaqueta metálica.
Cuántas Marías, cuántos Juanes… No son refugiados. Dar refugio no es eso. Dar refugio es entender que el engañoso mantra de que “al menos están mejor que allí de donde huyen” es lenguaje, es perversión. ¿Están mejor? ¿Lo están porque no les caen bombas a diario sobre sus casas? ¿Lo están porque no los matan en los mercados, porque no las violan, a ellas y a sus hijas? ¿Lo están porque comen? Lo están, sí. Objetivamente hablando, sus vidas han mejorado. Ahora viven seguros entre alambradas, esperando a nada porque el tren ha llegado al destino final antes de lo que ellos/as creían. El tren en el que huyeron los/as sacó del pasado y los/as trajo hasta el presente, pero la vía que el Ministerio del Terror eligió para esos trenes era la del No Futuro, una vía muerta y ellos no tenían ni tienen elección: o la muerte o la vía muerta. A este lado del lenguaje, nosotros lloramos en el sofá viendo la historia de un refugiado en una serie y cambiamos de canal cuando en el telediario aparecen imágenes de campos de sufrimiento que no deberían ser. La realidad nos molesta y la ficción nos alivia. Alienados. Nos quieren alienados, desenfocando nuestra atención una y otra vez para que nada cambie.
Hoy he llorado viendo una serie y he entendido que el Ministerio del Terror es tremebundamente inteligente y actúa sin descanso. Desde la cúpula ha descubierto, oh, maravilla, el poder de la ficción y se sabe ganador porque ataca directo a la emoción. Nos ficciona y nosotros creemos así que nuestra empatía está en forma, pero lo está con un monitor, virtualmente. Las series son cápsulas de ficción y de realidad a partes iguales, y esa mezcla es maravillosamente letal, porque nos aleja de lo que es, de lo que ocurre ahí fuera, amortiguando el espanto que mancha el manto que nos cubre. Si no desvirtualizamos ese horror a tiempo, es fácil que esto que llamamos “mundo” termine convirtiéndose en un Recinto de Concentración de Humanos que en algún momento del viaje olvidaron lo que es sentir compasión por quienes nos rodean.
Si eso ocurre, no seremos realidad. No seremos nada.
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