El museo Munch de Herreros lanzará Oslo 2020 como gran capital cultural
Si en 2019 es la Capital Verde Europea, en 2020 quiere convertirse en la gran capital cultural. Viajamos a Oslo para conocer desde cerca su profunda reconversión en un importante foco de arte y conocimiento. En el centro de esa transformación, el nuevo museo Munch, ideado por el arquitecto español Juan Herreros, y que llega por fin al último tramo de un proceloso viaje de 11 años lleno de olas de debate ciudadano.
En estas fechas de verano, Oslo es una ciudad azul. Apenas anochece. El cielo no se hace negro; oscila entre los azules de las 12 del mediodía y el azul oscuro profundo de las 12 de la noche. Y toda su arquitectura queda envuelta en ese tono.
Este año, a ese azul se une el verde por ser la Capital Verde Europea 2019. Bien ganado se lo tiene por su liderazgo en movilidad sostenible, energía limpia y un nuevo urbanismo pensado para las personas
Y a ese azul-verde, hemos de sumar el gris de las abundantes obras que están cambiando la ciudad para prepararla para su gran estreno cultural de 2020. En primavera del próximo año se abrirá la nueva Biblioteca central y, a su lado, justo antes del verano, está previsto que abra el nuevo museo dedicado a Edvard Munch (1863/1944), el pintor icono de este país, al que llaman simplemente El Munch, obra del arquitecto español Juan Herreros. A lo largo del año también quedará lista la nueva Galería Nacional de Arte.
Todo esto se une a la renovación llevada a cabo en esta década para darle la vuelta a la ciudad a partir del barrio de Bjorvika y, como hizo también Barcelona, abrirla al mar, orientarla al agua, para darle sentido a ese apelativo que se va afianzando, La Ciudad del Fiordo. Dentro de su labor para dar a conocer Oslo y toda su transformación, El Asombrario ha viajado con la oficina de Turismo de la ciudad para recorrer en directo esta reivención, una vuelta de tuerca más del país que fue uno de los más pobres de Europa cuando comenzaba el siglo XX y ahora se ha convertido en sinómimo de bienestar y felicidad, gracias sobre todo a sus reservas de petróleo y a la buena planificación de sus responsables y su población, culta y educada como pocas.
Más allá de percepciones personales, remitámonos a las estadísticas. Desde que arrancó el siglo XXI, Noruega se ha instalado en el puesto número 1 del Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas , esa tabla que nos sirve para medir el buen vivir en el mundo, mas allá del PIB. Su puntuación es de 95,3 sobre 100, seguida por Suiza y Australia. España queda en el número 26 de 189 (hemos caído; en la anterior década rondábamos los puestos 20 y 21; en los últimos años hemos bajado al 26 o 27). Es interesante destacar en este punto que el Ingreso Nacional Bruto per cápita en Noruega es justo el doble que en España: 68.000 frente a 34.000 dólares. Nada querría decir esa media si estuviera mal repartida. Por eso también merece la pena subrayar que el coeficiente de desigualdad es también justo el doble en España, un 14,9, que en Noruega, un 7,9. Y si nos fijamos en la desigualdad en la educación, el coeficiente se triplica: pasa del 6,1 noruego al 18 español. Esa sensación de tranquilidad, estabilidad e igualdad, que huye de lo demasiado aparatoso y ostentoso, del relumbrón, se nota con un simple paseo por el centro de Oslo.
Espíritu de igualdad, transparencia y apertura
En el barrio del antiguo puerto industrial, de carga y descarga, astilleros y amontonamiento de contenedores, en un proceso similar al vivido por Bilbao en la margen izquierda de la Ría y la nave que lo cambió todo, el Guggenheim, Oslo está diseñando un foco que lance la capital al mundo. En 2019 desde la ecología. En 2020 desde la cultura. La primera piedra de la renovación la puso el bellísimo Palacio de la Ópera, inaugurado en 2008, obra del estudio noruego Snøhetta. Ahora se le suman, muy cerca, el nuevo Much y la nueva biblioteca central Deichman. La Ópera ya estableció las bases de lo que quieren la sociedad noruega y la municipalidad oslense: los tres responden a ese espíritu de igualdad, transparencia y apertura. Así, los tres se levantan a partir de enormes y acogedores vestíbulos, en un juego abierto/cerrado, plazas públicas cubiertas que hacen más llevadera la vida en los largos y duros inviernos de estas latitudes.
El arquitecto español Juan Herreros nos acompaña en la visita al Munch en obras, un proceso de 11 años desde que ganó un concurso internacional restringido, repleto de debate y controversia, pues los ciudadanos de Oslo lo han visto desde el comienzo como demasiado alto, demasiado grande, demasiado gris. Tanto debate ha habido que Herreros nos confesaba que entre él y Jens Richter, codirector del proyecto, que trabaja mano a mano con él en la supervision de la obra, han viajado 400 veces a Oslo en estos años. No, no es una cifra dada al azar para significar “muchas veces”. Es cálculo matemático. Herreros, que dice que el edificio ya no es de él, sino que prefiere que la ciudad de Oslo lo sienta como suyo, lo concibe como “un accidente geográfico”, que jugará con las luces interiores y la luz reflejada desde fuera, desde el cielo y el agua, para convertirse en orografía del fiordo. Podría recordar también a un gran barco o a la masa de un iceberg al estilo del Kursaal de San Sebastián, que en sus comienzos también levantó debates similares en la ciudad: que si rompía determinadas vistas, determinadas perspectivas, que si era una mole fuera de escala en una ciudad conservadora y sin ínfulas de altura. Ahora, los donostiarras aman su Kursaal. Y los oslenses le van cogiendo cariño a esta enorme ola (su pequeño retorcimiento en la parte superior recuerda a la Torre Woermann –rascacielos de 76 metros de altura- que el estudio Ábalos & Herreros levantó en 2005 en Las Palmas de Gran Canaria).
Un museo de nueva generación
Herreros nos explica que el Munch responde a una nueva generación de museos, tanto por su escrupuloso respeto a la sostenibilidad (desde el cuidadísimo y monitarizadísimo proceso de construcción hasta posteriormente su funcionamiento, cuyo principal objetivo es minimizar el consumo energético, y que sea procedente de fuentes renovables; aprovecha la energía geotérmica del fondo del fiordo), como por la concepción de lo que debe ser una institución de este tipo hoy día. “Un museo ya no se concibe como un contenedor de tesoros”, explica Herreros, “como un archivo muerto, sino como un lugar que interactúa continuamente con su ciudad para hablar sobre quiénes somos, de dónde venimos y qué queremos ser, adónde queremos ir. Es un centro de encuentro, de educación, de transmisión de conocimiento, de investigación. Y esto lo hace este edificio a través del artista más importante, más mundialmente reconocido del país: Munch”.
El museo aporta también nuevas maneras de concebir estos centros: sin sótanos, con las secciones dedicadas a la Administración instaladas en los mismos planos y niveles que las alas de exposición, no escondidas, no arrinconadas. De igual forma que, rodeando el edificio de la Ópera, podemos ver los talleres de sastrería, que se abren al público a través de enormes ventanales, para darles dignidad, transparencia, importancia. Espíritu nórdico, igualitario.
El Nuevo Munch, aparte de saludar al visitante, quiso desde el principio entenderse con la ciudad, explicarla. En su narrativa, según la altura desde la que te asomes, sales a nuevas vistas de la ciudad, a nuevos estratos, desde el vikingo a ras de tierra y agua, luego al puerto, al Oslo de pasado industrial, más arriba a la nueva ciudad y, para terminar, en el punto más alto, desde una extraordinaria panorámica en el nivel 13 (55 metros de altura), “mirando a la montañas, a la naturaleza que rodea Oslo, como símbolo de un pacto con la naturaleza, como eje que direcciona toda la nueva dinámica de esta ciudad”. Como piel del edificio, una cobertura con algo de enigmática, que con el juego de luces fluctuará del rosáceo, al gris y al azulado, y que se sirve de una doble capa de cristal más una lámina ondulada, como de mareas, de aluminio perforado. Herreros quiere que sea un organismo vivo. En todos los sentidos. Un organismo revoltoso desde que fue concebido, y que pronto se tranquilizará; encontará la serenidad junto al fiordo.
Herreros reconoce que ha tenido que entregarse a fondo para convencer a esta ciudad de 600.000 habitantes de las bondades del edificio (26.000 metros cuadrados de edificación, con un coste medio de 10.000 € el metro cuadrado; o sea, un presupuesto general en torno a los 300 millones de euros), a pesar de haber ganado el concurso frente a estrellas del firmamento arquitéctonico de comienzos del milenio como Zaha Hadid o David Chipperfield. A la ciudad le ha costado, “ha sido difícil la asimilación de un museo en vertical, pero hay que verlo como un saludo al mar, al fiordo, al navegante que llega por el mar”. Como un guiño también a otro edificio emblemático de la ciudad, junto a la Ópera: el Ayuntamiento, un enorme edificio de ladrillo con dos sólidas torres, cuyo proceso de construcción también fue largo, desde 1931 a 1950, con la parálisis de la Segunda Guerra Mundial y la invasión nazi por medio. Un edificio de exterior recio, diseñado por Arnstein Arneberg y Magnus Poulsson, que se ha ganado el aprecio y cariño de la ciudad y del mundo, entre otras cosas por acoger la ceremonia anual de entrega del Nobel de la Paz.
‘El grito’ y el niño enrabietado
Quizá sea la carta de presentación de la ciudad, porque los otros dos iconos de la capital noruega nos lanzan asimismo mensajes contradictorios. A pesar de tener una entrada no precisamente amable, han conseguido hacerse mundialmente conocidos, reconocidos, imitados y populares: El grito de Munch, por un lado, que realmente transmite el desconcierto de un ataque de pánico, agorafobia, el grito de ansiedad de un hombre que cultivó la soledad toda su vida, tan actual aunque fue pintado hace más de un siglo (por cierto, hay cuatro versiones de El Grito, dos pinturas –una en la Galería Nacional y otra en el museo Munch–, y dos dibujos); y, por otro lado, el niño enrabietado del parque Vigeland, esa extraordinaria acumulación de cientos de figuras que son un homenaje plácido y desnudo a la Humanidad.
Quizá también lo que sorprendió e incluso molestó a los oslenses de este bello edificio de Herreros fue, aparte de su volumen, que se hace notar demasiado para los estándares de una gente cuya historia es la de un pueblo pobre de granjeros y pescadores durante siglos. Es lo que se desprende tras visitar el pequeño y sesentero museo Munch, el que ha servido para acoger las 28.000 obras (de ellas, 1.000 son pinturas; probablemente la mayor colección nunca donada por un solo artista) que el pintor dejó como legado a su ciudad poco antes de morir sin ver terminada la Segunda Guerra Mundial que tanto dolor le causó), y que se despide este verano con una exposición titulada Exit, para emprender ya el camino de mudanza hacia el nuevo museo.
Tan pequeño, humilde, austero, tan ahorrador como este pueblo, que, a pesar de estar dedicado a una gloria nacional, cuando abrió en 1963 contaba con solo tres empleados. Cuando arreciaron las quejas por la insuficiente seguridad, lo que hicieron fue contratar como cuarto empleado a Ivan, un perro rottweiler que se hizo muy famoso. El caso más flagrante de que este primer museo no reunía condiciones llegó cuando el domingo 22 de agosto de 2004, dos hombres enmascarados armados con una simple pistola se llevaron sin ninguna dificultad las dos obras maestras de Munch: El grito y la Madonna, ante la mirada estupefacta de los visitantes. “Tan fácil como robar en un kiosco”, tituló en portada algún periódico. Tardaron dos años en recuperar las pinturas; los daños que sufrieron aún son visibles hoy en día. A partir de ahí se planteó un cambio total, con un concurso internacional para disponer de un edificio a la altura de Munch, quien, junto a Ibsen, es el nombre que ha dado proyección mundial a este país que no llega a los seis millones de habitantes, pero que ha conseguido que nos venga a la cabeza como sinómimo de bienestar.
El proceloso viaje del nuevo Munch está ya a punto de desembarcar. Las agitadas olas quedarán en la ondulante marea que insinúa la fachada del edificio. Queda menos de un año para que encienda las luces en esta ciudad gris-verde-azulada.
Oslo en estas fechas es sobre todo azul. En ella, apenas anochece y transmite desde el fiordo, con su grito, su niño enrabietado, su blanca Ópera y ahora el nuevo Munch, esa sensación sólida de bienestar, la serenidad y energía positiva de acoger cada año el Nobel de la Paz y de saberse, curso tras curso, en el número 1 del Índice de Desarrollo Humano.
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