El Museo Thyssen revela a los impresionistas fotógrafos
Cuando parecía que el museo Thyssen ya había expuesto todo lo impresionista habido y por haber –desde jardines a monográficas dedicadas a Sisley, Morisot, Pissarro, Cézanne, Caillebotte o Renoir–, nos sorprende con otra vuelta de tuerca: ‘Los Impresionistas y la fotografía’, una muestra que tiene más de investigación, de búsqueda de tesis que de despliegue de la importante colección de impresionismo que posee el Thyssen y la baronesa Carmen Cervera.
Hacia 1860, cuando florece el movimiento impresionista en la pintura, “el nuevo frenesí de las imágenes”, según Foucault, el arte lleva desde la primera mitad del siglo XIX inmerso en una nueva cultura visual. Los padres de la fotografía –Nièpce, Daguerre y sus daguerrotipos o W. H. Fox Talbot y su negativo-positivo, lo que sería el revelado– batallan desde 1839 enzarzados con los intelectuales acerca de si la fotografía matará a la pintura o la complementará. Los franceses adoraban a los pintores románticos y su pintura plagada de símbolos, esos cuadros narrativos que contaban las hazañas de los héroes. La fotografía era la excusa para un nuevo debate sobre el arte realista que luchaba por abrirse paso. Todos abominaban de ella, Ingres y Courbet, Baudelaire y Flaubert, pero tuvo que ser un pintor historicista, el de Napoleón, la víspera de su primera abdicación, quien defendiera públicamente a Gustave Le Gray, Charles Nègre y Henri Le Secq, antiguos alumnos de su academia, y con los que, entre otros, creó la Sociedad francesa de la Fotografía.
Entre fotografía y pintura hay una carrera por atrapar la realidad. Son dos espejos enfrentados; los fotógrafos tenían en sus manos una nueva técnica artística para captar la realidad. Le Gray daba tarjetas de visita con su oficio de “pintor-fotógrafo” y revelaba sus tomas en un papel a la sal o en otro encerado que le permitieron captar matices, resaltar detalles y hacer fotografías como cuadros. A su vez, los pintores adoptaron estrategias fotográficas. Se apropian del valor del instante y encuadran como si estuvieran detrás de una cámara oscura. Condenados a entenderse , no hubo sangre y coexistieron en una fructífera entente. No hay que olvidar que fue en el estudio parisino del fotógrafo Félix Nadar, en el Boulevard des Capucines, donde se celebró en 1874 la primera exposición de los impresionistas.
La mirada que propone Paloma Alarcó, comisaria de esta exposición, es contemplar obras de Manet, Degas, Pissarro, Cézanne, Monet, Renoir, Berthe Morisot y Caillebotte con las fotografías de Le Gray, Le Secp, Aguado, Marville o Nadar a su lado. Y así los espectadores, con esa “mirada esforzada” que la jefa de conservación de Pintura Moderna del Museo Thyssen propone, van de un ángulo a otro como en un partido de tenis. De esta forma, el visitante descubre cómo los impresionistas pintaban el aquí y el ahora, observan su mirada fragmentada: el mundo no se puede representar en su totalidad, o cómo aplanan la pintura porque la perspectiva al modo clásico ya no sirve.
El XIX es el siglo de las imágenes, los conceptos de repetición y reproductividad campan a sus anchas. Los fotógrafos hacen exposiciones y los pintores coleccionan fotos. Las instántaneas se serializan. Monet pinta su serie de la catedral de Rouen en 1894 según las horas del día e idéntico encuadre se observa en las fotografías de Fréres, Baldus y Quinet de los años 50-60. Los fotógrafos retratan el bosque de Fontainebleau, troncos, avenidas, hondonadas; más tarde el Bois de Boulogne y Degas y los artistas de Barbizon casi calcan esas imágenes.
Pissarro, “el primer impresionista”, enfoca el sendero del bosque de Marly como en la fotografía de Cuvelier. Y cuando los pintores colocan figuras en el paisaje lo hacen instintivamente como fotógrafos. El gran óleo de Bazille, prestado por el Museo de Orsay de París, Reunión familiar (1867), parece salido del estudio de Olympe Aguado con los fondos de paisaje que utilizaba para retratar a sus clientes.
Las fotografías familiares al aire libre eran muy populares aunque algo rígidas hasta que Baldus les da naturalidad, la misma que persigue Monet en Bazille y Camille (Estudio para el almuerzo campestre), 1865, o en el Hombre con sombrilla (1865-67). Los reflejos de los árboles en las aguas de los ríos que aparecen en las obras de Sisley, o Monet cuando pinta La barca (1887) con una perspectiva muy novedosa, sugieren que ambos conocían las instantáneas de Camille Silvy o de Olympe Aguado.
Los fotógrafos se subieron a globos –lo hizo Nadar–, a ventanas de pisos altos, retrataron tejados, casas, avenidas, las calles de París que desaparecerían con los nuevos bulevares de Haussmann, y los impresionistas los imitaron. Monet. Pissarro, Renoir o Caillebotte pintan la ciudad moderna desde lo alto, el exterior desde el interior. Monet lo hace desde el estudio de Nadar y Pissarro desde una ventana, Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia (1897), o el Boulevard Montmartre, Mardi Gras, (1897). Caillebotte realiza una Vista de tejados (efecto de nieve), 1878, desde una buhardilla. Y si los fotógrafos sienten la necesidad de captar los nuevos escenarios de la industralización, los impresionistas harán lo mismo. Sisley, Caillebotte, Monet pintan puentes, acueductos o el ferrocarril entre horizontes de hierro
La fotografía de retratos se comercializa rápidamente. A los daguerrotipos les suceden las cartes-de visite, patentadas por Disdéri en 1854 gracias a su cámara con la que de un solo disparo salen varias fotos como en el fotomatón.
Por la cámara de Felix Nadar pasaron Baudelaire, Dumas, Delacroix, Doré, Courbet y Manet y todo el que era alguien en el París de la época. Los suyos son retratos agudos, sencillos y nada envarados. Degas, Renoir y Manet fueron grandes retratistas Este último se sirvió de fotografías para pintar los retratos de Leon Gambetta, Georges Clemenceau o Renoir, iluminados de frente, sin luz lateral. Y los pintores también se hacen autorretratos con sus fotos. Ya no tienen que mirarse de reojo en el espejo y así Cézanne en su Autorretrato de 1861 posa de frente, sentado, con las manos en las rodillas.
Pero si hay un pintor que abraza la fotografía con la fe del converso es Degas. Él con su Kodak captó a sus amigos en composiciones perfectamente estudiadas, como la que tomó en 1895 a Renoir y Mallarmé y que regaló al poeta Paul Valery. Degas pintó no solo a las bailarinas en unos escorzos muy fotográficos, como de voyeur escondido, sino que supo dar al desnudo una nueva dimensión. Mostró a las mujeres saliendo del baño, siempre de espaldas como en las fotografías pornográficas que circulaban entre los señores. Le interesaron las cronofotografías del inglés Muybridge, series de figuras congeladas en medio de la acción, un claro predecedente del cine, y fue el más fotográfico de los impresionistas.
La exposición del Thyssen arranca en unas salas con fotografías que son más pinturas que los óleos impresionistas y termina con los pasteles de Degas que son más fotográficos que la propia fotografía. El espectador comprueba que todo está interrelacionado y se asombra de cómo la fotografía señaló el camino de las imágenes a los pintores de la impresión.
‘Los impresionistas y la fotografía’. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Hasta el 26 de enero de 2020.
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