El oasis secreto
No comparto esa mala imagen generalizada que durante siglos ha acarreado el pesimismo. Más allá de un estado de ánimo también es una doctrina filosófica. Y aunque ni por pedantería me identifico con la teoría del dolor perpetuo de Schopenhauer, tampoco soy de los que sonríen a los días nublados pensando que así saldrá el sol. Pensar exclusivamente en positivo es tan engañoso como ir por la vida de Calimero. Necesito acomodarme en el término medio para sobrevivir. Contemplar la posibilidad de que no todo sea color de rosa para que, si llega el marrón, no me pille desprevenido.
Creo que una parte de la comunidad lgtb española vive en un oasis y, lógicamente, lo ha convertido en su asentamiento. Nada en contra. Pero es saludable no olvidar que alrededor solo hay desierto. No creo que sea pesimismo suponer que si bien no estamos igual que hace treinta años –faltaría más-, la realidad no es un ordenador que a los tres meses se queda anticuado. A veces, como diría Amanda Gris, la realidad debería estar prohibida.
Desde este oasis de libertad, donde no hay armarios, donde la familia participa de nuestros sentimientos, donde tenemos grandes amigos y donde los locales de ambiente tienen amplios ventanales al exterior, leemos con cierto recelo artículos como el que Carlos Elordi publicó en eldiario.es, hará dos semanas, titulado La homofobia crece sin freno en toda Europa. E intentamos, como en aquel barrio acomodado de Las mujeres perfectas, pensar que esas cosas solo suceden en Croacia o en Polonia con tal de que nada perturbe nuestro oasis de paz. Y nos olvidamos de Francia, de Grecia, de Italia,… Preferimos no ver que, según un estudio de la Agencia Europea de Derechos Fundamentales (FRA), el 47% de la comunidad lgtb europea ha sufrido alguna forma de discriminación en los últimos doce meses. Creemos que eso es pesimismo y el pesimismo es incompatible con la convivencia y el progreso.
Negar la posibilidad de que las cosas no salgan como deseamos es una actitud tan poco productiva como ir de víctima por la vida. ¿De verdad alguien pensaba que volveríamos a ver a las mujeres, después de casi treinta años, gritando en las calles “nosotras parimos, nosotras decidimos”? Basta un simple gesto, bajar la guardia en la protección de nuestros derechos civiles, para volver a protagonizar un flashback. Hace cuatro años, el investigador estadounidense David William Foster explicaba como, a medida que aumentaban los logros del colectivo lgtb, crecía la homofobia. Pienso en ello mientras veo como en nuestro oasis nos lamentamos y cuestionamos las razones por las que la manifestación del Orgullo LGTB de Madrid cambia su recorrido y abandona la Gran Vía para celebrarse seiscientos metros más allá. Si negamos, como apuntaba Elordi en su artículo, que, a consecuencia de la crisis, la derecha social se está radicalizando en Europa, puede que cuando queramos ponerle freno ya sea demasiado tarde.
No hace falta viajar mucho en el tiempo. Hace cuatro años, el disfraz de lo políticamente correcto impedía al homófobo jactarse de su odio en público. Aquello también era un oasis y nos ayudaba a vivir mejor. Todo el mundo tenía muchos amigos gays y se llevaba fenomenal con todos ellos. Hoy en día, en determinados círculos ideológicos, reconocerte homófobo es casi una muestra de integridad. Supongo que ayuda sentirse arropado por la intolerancia de ministros del Interior y altos cargos de la jerarquía católica.
No es pesimismo, es equilibrio. Desde la exuberante vegetación de nuestro oasis vemos la caseta de la librería Berkana en la Feria del Libro de Madrid, vemos a Michael Douglas y a Matt Damon hacer de pareja en Behind the Candelabra (la película sobre el pianista Liberace) y vemos un veraniego anuncio de cerveza en el que dos chicas se dan un pico. Y estamos orgullosos de haber logrado llegar hasta aquí. Yo el primero. Pero basta rascar un poco la superficie plateada, basta con aportar cinco sentidos a la realidad, para ver como una madre detiene a su hijo pequeño cuando se acerca a la caseta de Berkana como si fuera a meter la mano en un estanque de pirañas; para ver que los grandes estudios norteamericanos y las distribuidoras de cine europeas citadas en el festival de Cannes rechazaban comercializar la película de Soderbergh por considerarla ‘demasiado gay’; para ver que los dueños de la marca de cerveza rechazaron el guion original, en el que el beso era entre dos hombres, para aceptar que fuera entre dos mujeres. Que cada uno saque sus propias conclusiones.
Escucha el último programa de Wisteria Lane dirigido por Paco Tomás en RNE.
Comentarios
Por Charles Ryder, el 12 junio 2013
Nada nuevo bajo el sol, amigo Javier. Estoy de acuerdo en que el optimismo a toda costa no es más que vulgar escapismo. El fatalismo es la clave, pues consiste en considerar la posibilidad de que las cosas vayan a peor. En cuanto a la relación entre adquiición de derechos y crecimiento simétrico del odio, es un tema que ya dejó patente el caso de la esclavitud en EE.UU. Mientras ésta estuvo vigente, el racismo no tuvo sentido. La aversión al hombre negro, en términos de supremacía, es el resultado de la victoria del Norte en la Guerra de Secesión, y la consiguiente abolición de la esclavitud (abolición que no se fundó tanto -hay que decirlo- en una interpretación humanista del derecho, como en el interés de someter económicamente al Sur agrícola y en poner a disposición de la maquinaria industrial del Norte a una masa ingente de mano de obra «liberada»; o sea, desprotegida y explotable en términos de liberalismo económico. Pero eso es otra historia). A estas alturas, es ingenuo seguir pensando que la historia es lineal y teleológica. Vamos a la deriva, y a veces se tiene la impresión de que se avanza en alguna dirección, aunque siga sin estar claro cuál es.