‘El olor agrio de tres machos’

Los perros de caza y la liebre muerta. Por Gustave Courbet. Foto: Metropolitan Museum of Art New York.

‘Los perros de caza y la liebre muerta’. Por Gustave Courbet. Foto: Metropolitan Museum of Art New York.

Escenas de caza y de olor a macho. Nuevo cuento en nuestra serie de agosto, ‘Relatos de un Extraño Verano’, en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado.

Por EVA GÓMEZ-FONTECHA 

Era ya la hora en que el lago transformaba sus aguas en ondulantes láminas plateadas y el rojo de los campos en otoño se apagaba para resaltar únicamente las luciérnagas de las casas en la otra orilla. Acababa de volver del paseo vespertino con la perra, que siempre llegaba tintada por las flores del zumaque. Cualquier otro día, no le hubiera importando que ese polvo rojo se esparciera por el suelo de cemento. Incluso le gustaba ese tipo de suciedad cromática propia de vivir en el campo. Pero ese fin de semana no, esperaba a unos huéspedes incómodos. Su mundo sería invadido por huestes de cazadores. Venían recomendados por el Alcalde, que era como ostentar un título.

Recuerda Lucía que escuchaba el piano de Glenn Gould interpretando las Variaciones Goldberg mientras encendía la chimenea en completa oscuridad y que luego salió a la terraza para contemplar las nubes de algodón que recorrían el cielo aquella noche, cuando sonaron golpes insistentes en la puerta principal. Al abrir, lo primero que vio fue el amplio pecho de un hombre que pasaba los 50. Luego sintió el aliento alcohólico de su boca y el olor agrio de los tres cuerpos que irrumpieron en su casa. Ahí estaban esos hombres primitivos, dos adultos y un muchacho, con sus bolsas de mano y sus estuches con forma de escopeta atravesados a la espalda. El atuendo era intimidante.

–¿Antonio?

–Hemos cenado en El Olivar. Mi amigo Raúl y mi hijo Eduardo –respondió el primero sin disculparse por lo tarde que era, girando su corpulencia hacia los otros dos.

–Pasad por favor –respondió ella mientras la perra los observaba con sus ojos relucientes desde la leñera. Lana no solía esconderse de los desconocidos, pero esta vez no quiso acercarse.

–Dinos dónde dormiremos, tenemos que salir antes del amanecer, sólo tenemos el sábado para cazar –dijo sin más preámbulos el interlocutor.

Lucía les instaló en las habitaciones, los adultos en los dormitorios que miraban al pantano y el joven en el que daba a la calle Mayor.

–¿A qué hora desayunáis?

–Déjanos hecho café y unos bocadillos, los llevaremos para el almuerzo.

–Todo estará listo en el comedor –indicó señalando el espacio habilitado con una gran mesa que había construido ella misma con una puerta antigua.

–¿Qué es ese hueco? –preguntó el más joven señalando escaleras abajo.

–La entrada a una bodega que comunica con todas las demás casas del pueblo –explicó dirigiendo la mirada hacia un hueco franqueado por una reja.

Ese fue todo el contacto de Lucía con sus huéspedes la primera noche. La mujer bajó hasta la cocina y preparó lo necesario para el desayuno. No se levantaría para atenderlos. Las normas de la casa no debían variar porque unos cazadores quisieran madrugar.

Durmió mal, con la perra incrustada en sus corvas. No sabía cómo actuar ante aquellas personas y pasó toda la noche atenta a los sonidos de la casa. Por la mañana se levantó con tensión en los hombros y en el cuello, el mismo bicho que le mordía siempre que algo la atenazaba. Miró por la ventana y recibió el impacto del mar rojo del zumaque que rodeaba la aldea. Un poco más lejos comenzaba el agua y más allá el carmesí de las plantas de nuevo. Este paisaje siempre le proporcionaba una alegría imprecisa. Luego se fijó en los pájaros sobrevolando el pantano. Cualquiera de ellos sería víctima de sus huéspedes.

Tampoco la segunda noche se molestaron en avisar que llegarían tarde, y cuando lo hicieron su estado era más lamentable que el día anterior. Los mayores reían de forma desencajada y trazaban ostensibles eses que indicaban haber celebrado a fondo su cacería. Lucía se dio cuenta de que no traían nada con ellos, ni siquiera las armas. Sin saludar apenas, entre voces y zancadas, se encaminaron escaleras abajo hacia la cocina. Lucía les detuvo. Esa era su casa y esa su cocina.

–¿Queréis algo antes de dormir? –les preguntó.

–¿La última? –se miraron los mayores mientras el muchacho les seguía como un perrillo.

–He encendido el fuego, tengo botellas, ahora os traigo unos vasos.

Se quedaron en el salón mientras la mujer daba el último paseo del día con la perra. Se demoró todo lo que pudo, prefería evitar la compañía de aquellos hombres. Su embriaguez, su altanería, le provocaban náuseas. Encontró su Land Rover aparcado a la entrada del pueblo y comprobó que tenía un gran remolque enganchado en la parte posterior. No quiso imaginar el contenido.

Al entrar de nuevo en la casa oyó el crepitar del fuego en medio de un absoluto silencio. La perra se escapó corriendo hacia el salón. Allí estaba Eduardo, solo, acurrucado en el sofá observando el baile de las llamas. Las lágrimas corrían por sus mejillas. En otras circunstancias, Lucía le habría preguntado qué tal el día o le habría contado que esa casa era un proyecto de su padre que habían rehabilitado con sus propias manos. Pero no fue así. Sin saber qué le movía, la mujer se sentó frente a él y le contempló durante un buen rato. Ninguno de los dos se dejó vencer por los prejuicios. Se acompañaron mutuamente. Luego Lucía bajó hasta la cocina y preparó dos infusiones. Al regresar, el joven se había dormido. Visto así, era mucho más niño de lo que parecía. La ropa dos tallas mayor. El pelo hacia atrás engominado. Cuando el fuego comenzó a decaer, la mujer le condujo a su cuarto, el más cercano a la entrada. Lana durmió toda la noche con él y Lucía tuvo la certeza de que el joven había participado en aquel ritual macabro en contra de su voluntad.

La testosterona impostada, el alcohol para alardear de hombría, la muerte en medio del bosque. Qué terrible formar parte de un clan así. Antes de acostarse, preparó un jarrón con las flores del zumaque que había recogido aquella misma tarde. Con ellas agasajaba siempre a sus huéspedes. Lo llevó al cuarto de Eduardo y vio, gracias a la luz de la luna que se colaba por la ventana, que el chico y la perra dormían cara con cara.

La mañana del domingo los cazadores se levantaron tarde y eso le permitió a Lucía preparar un buen almuerzo. Al acabar, despidió a los tres hombres con un hasta pronto que en realidad quería decir hasta nunca. Sólo cruzó su mirada con la del muchacho.

Recogió los platos, y cuando descendía por la empinada escalera hacia la cocina se alarmó al percibir sonidos en el hueco de la bodega. En todos los años que llevaba allí nunca había pasado nada dentro de aquella cueva. Dejó la vajilla en la vieja pila de piedra y empujó la reja con suavidad. En medio de la oscuridad pudo ver que tres galgos dormían atados entre sí. Parecían tan tristes y agotados. En ese momento lo comprendió todo. Lana siguió sus pasos hasta la puerta principal desde donde Lucía comprobó que el coche con aquellos tres ya había dejado el pueblo.

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