Y veo el planeta atragantándose desde mi habitación de hospital

El carguero Evergiven atascado en el Canal de Suez. Imagen del satélite Copernicus procesada por Pierre Markusse.

Las imágenes de la actualidad mundial desfilan por la tele de mi habitación de hospital: El gran barco de carga atascado en el Canal de Suez, como si fuera un huesito de pollo atravesado en la garganta del mundo y que le impide respirar. Las fiestas irresponsables e ilegales en Madrid. Las inundaciones en Australia. El récord de muertos en Brasil por la pandemia. El planeta, atragantado. Mientras, la enfermera que me atiende me busca las venas para el siguiente pinchazo como si fuera un bebé. Como un niño que sigue esperando poder volver a abrazar a su madre ausente.

Vivo aislado en la habitación de un hospital desde hace una semana. No se permiten visitas. Infección intestinal causada por un virus o bacteria que no localizan. Diarreas constantes, cefaleas, mucha fiebre…, turnos de enfermeras a las que ya conozco. Pregunto, no paro de preguntarles cosas. Por una cuestión de espacio, estoy en la planta de pediatría que, paradojas de la vida, debido a la pandemia está prácticamente vacía de niños. Sus enfermeras, las de los pequeños, son ahora las mías. Hoy hace seis días que llegué.

Les pregunto por ellas, ese es el titular. Conozco sus nombres y conozco su mano, su sentido del humor y también su energía. Todas tienen más que yo –más energía y más humor– y que toda la planta junta. Inevitable preguntarles por el Covid y por cómo lo viven y lo han vivido. Hace un par de minutos, S. ha venido a cambiarme la vía –por cuarta vez se me ha desprendido porque al parecer se me dilata en exceso la vena– y mientras ella me cuenta cómo eran esos días, los del principio, sobre su cabeza, en el televisor, navegan las imágenes del gran barco de carga atascado en el Canal de Suez. Ella se gira a ver. En la pantalla aparece una especie de mecano monstruoso cargado de contenedores atravesado en el canal. S. suelta un bufido.

–Ayer veía yo eso, lo del canal, y le decía a mi marido: “Pero, entonces, si antes el canal no estaba, eso es que había dos mares separados y no uno, ¿no? Pues poco nos pasa. Si es que lo tocamos todo, lo emponzoñamos todo, y mira, es como la gente que solo se cree que nos morimos de cosas serias y un día se les queda atravesado un hueso de pollo y se mueren. Y ¿sabes por qué se mueren? Porque aunque se estén ahogando, no se pueden creer que por un hueso de pollo de nada uno se pueda morir. Eso es. Y ese barco ahí atascado es como un hueso de pollo en la garganta del mundo en que vivimos, que no se entera de la misa la mitad.

Me quedo tan perplejo con esa imagen del hueso de pollo en la garganta del mundo que no sé qué decir, pero justo entonces en el televisor aparece otro barco, uno de los que forman la cola de espera en el Canal. Es otro monstruo de metal, cargado hasta los topes de lo que el locutor llama “ganado vivo”: ovejas, cabras y vacas con destino a Arabia Saudita. Son una masa de cabezas, patas y gemidos a flote. La imagen dura nada.

S. se vuelve a mirarme y dice, horrorizada:

–No tenía ni idea de que se llevaran a las vacas y a las ovejas en barco a otros países. ¡Y vivas! –Luego, mientras busca la vena donde va a insertarme la vía, añade–: pobres criaturas.

Alcohol sobre el brazo. S. me cuenta que a algunos adultos hay que pincharlos con agujas pediátricas porque en cuanto ven a la enfermera, las venas automáticamente se les comprimen. Al oírla me acuerdo de mi madre, que tenía unas venas tan frágiles que se rompían cuando las tocaba la aguja y de ahí me acuerdo de mi madre entera, tan necesaria y tan ausente ahora.

–Y a los bebés ¿cómo los pinchas? –le pregunto, cambiando de tercio mientras ella sigue palpándome la vena.

Me mira y sonríe.

–A los bebés es imposible palparles las venas –dice–. Se las veo. Son tan finas que hay que vérselas. No puedes equivocarte.

–¿Y no te da miedo fallar?

–Siempre te da miedo fallar con los bebés, porque en el fondo cuando los tienes en tus manos, todos son como si fuera el tuyo.

Más imágenes en el telediario. Esta vez es Madrid. Fiestas ilegales organizadas. Grupos de jóvenes bebiendo y saltando en las calles ya en horario de toque de queda mientras el locutor suelta datos y cifras sobre la Semana Santa en las distintas comunidades. Hay una chica muy borracha que se ríe desafiante, encaramada a una farola, y tira una mascarilla sucia a la cámara.

S. mira conmigo las imágenes.

–¿Cómo te sientes viendo eso? –pregunto. Sé que es una pregunta obvia de tan repetida, pero no puedo evitarla. Sin embargo, ella parece que la agradece.

–Triste. Y cansada. Y muchas cosas que no son buenas para mi trabajo. –Por fin encuentra el punto, apoya el dedo y clava la aguja. Ni la noto–. ¿Pero sabes por qué?

No digo nada. Ella sigue concentrada en lo suyo.

–Porque en el fondo todo es lo mismo –dice, sin levantar la cabeza–. Todo: lo del barco ese ahí atravesado porque un día a alguien se le ocurrió juntar dos mares, lo de los pobres animales ahí metidos como si fueran bultos, sufriendo como lo que no me quiero ni imaginar, y lo de esos chicos de borrachera.

En la tele, el tiempo: huracanes en Alabama, inundaciones en Australia, Brasil sobrepasa su propio récord de muertos por Covid y la selección que hace no sé qué no sé dónde… S. me pone una malla blanca sobre la vía y empieza a recoger restos de envoltorios y el empapador.

–Los mares, los animales, los enfermos de Covid, los abuelos… Tendrían que enseñarnos a tratarlos como trato yo a mis niños aquí. Si no les acierto la vena, sufren, o peor. No puedo fallar porque les duele. Y yo no fallo porque para mí es como si fueran míos. Así tendría que ser con todo. Con lo que hacemos, digo. Con lo que tenemos. Así tendría que ser con el mar, los animales y lo demás: solo tendríamos que tocarlos para curar, para ver la vena y curar si hay sufrimiento.

No sé si será el tono, el momento o la luz de la tarde, pero las últimas palabras de S. me devuelven una estampa de las manos venosas de mi madre la mañana de su muerte. Piel transparente plagada de venitas. Tan suave… O quizás es el barco atravesado en la garganta del mundo el que me atasca el aire, pero de repente noto que me están cayendo las lágrimas sobre el empapador y cuando S. las ve automáticamente me coge la mano y dice, mirándome la muñeca:

–Tú debías de tener unas venas difíciles de bebé. Y las conservas aún.

Entonces se sienta en la cama, me aprieta con fuerza la mano y me deja llorar tranquilo hasta que poco a poco el cansancio de la enfermedad va venciendo a la pena.

Desde ahora, cada vez que entre por la puerta, sé que S. saludará así: “Hola, venas de bebé”.

Y yo se lo agradeceré. Habrá más luz en esta habitación de la planta de pediatría ocupada por un niño que sigue esperando poder volver a abrazar a su madre.

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Comentarios

  • Isabel

    Por Isabel, el 29 marzo 2021

    Qué triste, de tan real. Pero, hermoso. Me gusta esa valentía de Alejandro Palomas para contar sus emociones. Y, yo, termino llorando.

  • Bea

    Por Bea, el 29 marzo 2021

    Muy emocionada, lágrimas en los ojos que no mojan la cara , Te deseo que te mejores pronto , y que no pierdas la fuerza de seguir escribiendo. Saludos

  • Rosa

    Por Rosa, el 29 marzo 2021

    Hola, Alejandro. Me he emocionado con tu relato. Soy también enfermera y puedo sentir esas venas de bebé. Pero también me llega ese amor que rezumas por todos los poros, a tu madre, a tu perro, al mundo. Te deseo una pronta recuperación. Ánimo
    Un abrazo
    Rosa

  • Viviana Vanzo

    Por Viviana Vanzo, el 29 marzo 2021

    👏👏👏❤️

  • Estela Bibiloni

    Por Estela Bibiloni, el 29 marzo 2021

    Siempre me emociono con Alejandro Palomas, increìble sensibilidad, este artìculo me ha llegado al alma

  • Mercedes

    Por Mercedes, el 29 marzo 2021

    Ánimo, Alejandro, estás en buenas manos, esas de la buena gente que cura con amor. Gracias por seguir estando ahí, por compartir con todos nosotros y así hacernos sentir menos solos, más comprendidos; gracias por esa valentía tan tuya de escribir siempre desde la verdad y desde los sentimientos, y a El Asombrario por hacer posible que tu sentir nos llegue ….Un beso enorme

  • Gabriela Pereyra

    Por Gabriela Pereyra, el 30 marzo 2021

    Excelente, como siempre, cualquier cosa que escriba Alejandro Palomas, aún una anécdota, no tiene desperdicio. Tuve la oportunidad de conocerlo y conversar un poco con él cuando estuvo en Montevideo, además de algunos mensajes que intercambiamos antes y después de ese encuentro. He leído todo lo que ha llegado a Uruguay, ya algunas novelas las había comparado por internet cuando yo vivía en Italia, hasta hace dos años y medio. De su narrativa capté pronto que estaba frente a un ser humano muy sensible. Cuando conversé personalmente con él, supe que me había quedado corta, es una persona maravillosa, inteligente, extremadamente sensible y puede arrancarte risas y lágrimas desde las páginas de sus libros. Espero querido Alejandro, que te recuperes pronto. Estaré siguiendo por las redes noticias. Te mando un fuerte abrazo, de esos del Sur. Con infinito afecto, Gabriela.

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