El siciliano, el beduino siempre con la jaima levantada, el piloto serbio…  

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

El relato de agosto de hoy es un breve tratado de antropología sexual: el siciliano que sabía a leche de cabra y miel, el alemán con los ojos del cielo de Berlín, el beduino siempre con la jaima levantada, el musculado piloto serbio… Feliz lectura.

Por CARMEN DORADO VEDIA 

“La vida, o es una aventura o no es nada” (Helen Keller).

Perdí la virginidad con un siciliano que sabía a leche de cabra y miel, y no hubo risco o peña donde no triscáramos; rodeados del polvo de civilizaciones antiguas, nuestros cuerpos se acoplaban con la violencia del magma y nos derramábamos en lava y gases. La historia acabó el día que, en un intento por sorprenderme con una nueva pirueta, se despeñó. Y allí quedó, fundido con el paisaje.

Fue tal la impresión que pasé varios años en un erial de sentimientos. Entonces conocí a un alemán con la piel del edelweiss, los ojos del cielo de Berlín en primavera y un cuerpo como el invierno en Garmisch. Al son de marchas prusianas hacíamos el amor los lunes, miércoles y viernes, llegábamos al clímax mientras él cantaba Deutschland, Deutschland über alles. Una noche soñé que concebíamos un niño con la esvástica en la frente. Hice las maletas y me marché.

Con el beduino llegaron las noches infinitas, un portento que pasaba todo el día con la jaima levantada. Yo era su camella, él mi dromedario. Durante tres años cabalgué todas las noches, hasta que el viento y la arena se lo llevaron, dejándome el corazón vacío y el cuerpo en descanso.

En la zona de tránsito de un aeropuerto, conocí a un piloto serbio cuyos músculos eran proporcionalmente inversos a su pene. Tras una aproximación descubrió mi fuselaje. Nos acoplamos a velocidad de crucero y realizamos, antes de tiempo, la maniobra de descenso. Nos despedimos con rumor de motores y el sabor del queroseno enganchado al paladar.

Harta de usos extraterritoriales, me dediqué al producto interior bruto. Aliñé Andalucía, adobé los campos de Castilla, degusté las dehesas de Extremadura y escancié Asturias. Volví a casa con el hígado hinchado como una oca y un escozor entre las piernas.

La preocupación de la familia les llevó a ingresarme en una clínica para curar mis decepciones. Con la promesa de seguir la terapia llegué la misma mañana en la que un nuevo terapeuta se incorporaba a la plantilla. Fue verlo y desear ponerme en sus manos.

Desde entonces las horas no tienen sentido. Yo disfruto de sus quiebros, él de mis expectativas. Creo que, por fin, me he enamorado.

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