El siglo XX en 100 imágenes de los mejores fotógrafos
Os invitamos a un paseo por la exposición ‘Al descubierto. Obras seleccionadas de The Howard Greenberg Gallery’ en la Fundación Canal, que reúne en Madrid más de cien imágenes de grandes fotógrafos del siglo XX, como Diane Arbus, Berenice Abbott, Bruce Davidson, Helen Levitt, Walker Evans, Robert Capa, Vivian Maier y Man Ray.
El salón del apartamento de Allen Ginsberg en el 206 East 7th Street de Manhattan tiene las paredes empapeladas de flores y un cuadro feo, un par de lámparas con la bombilla desnuda y un anticuado sofá cubierto con una colcha estampada; allí sentado, el joven Jack Kerouac escucha a William Burroughs, que está a su lado soltando un discurso con aire pomposo. Así aparecen en la fotografía que tomó el mismo Ginsberg, en una tarde cualquiera, un par de años antes de escribir los versos de Aullido, ese soliloquio apocalíptico atravesado por el deslumbramiento de una ciudad insomne y por la savia lisérgica que alimentó a las mejores mentes de su generación. “El joven Jack Kerouac escuchando atentamente a William Borroughs, a quien llama el hombre más inteligente de América. Kerouac nos visitó un miércoles, otoño de 1953”, anotó con su letra infantil y ampulosa debajo de la fotografía. Luego también retrató a Burroughs a través de una ventana atestada de libros, con su largo rostro surcado de sombras. Ambas imágenes forman parte de la exposición Al descubierto. Obras seleccionadas de The Howard Greenberg Gallery, que reúne en la Fundación Canal de Madrid a algunos de los mejores fotógrafos del siglo XX.
Además de Ginsberg, hay en la muestra otro integrante de la generación beat observando con el mismo sarcasmo la vida: el fotógrafo suizo Robert Frank, que recorrió Estados Unidos de punta a punta inmortalizando lugares y personajes para su mítico álbum de 1958, The americans, y al que acompañaría el amigo Kerouac en su viaje por Florida. Aquí está el retrato que Frank hizo de su mujer Mary en 1951, mientras daba el biberón a su hijo Pablo: sentada en el borde del sofá con vaqueros y camiseta, mirando al bebé con una de esas gafas redondas de broma que tienen ojos raros estampados en los cristales.
Apenas diez años antes, Mike Disfarmer retrata la maternidad con el aire solemne y tierno de su composición de estudio, en la que una mujer y un niño vestidos y peinados para la ocasión se enfrentan al objetivo con gesto sereno destacándose del fondo oscuro, como en un cuadro de Caravaggio. Disfarmer controlaba obsesivamente la luz y a veces hacía esperar a sus retratados casi una hora hasta dar con el cuadro que buscaba, hasta detener el instante en una eternidad perfecta como esta.
Henri Cartier-Bresson, que fundó la agencia Magnum y creó el concepto del “instante decisivo”, contaba que había quedado impactado al ver en 1932 la instantánea Liberia, de Martin Munkácsi, el gran pionero del fotoperiodismo: tres chicos que corren hacia el mar salpicados por la espuma en un fabuloso contraluz donde todo aparece móvil y suspendido a la vez en la luz y en el tiempo. “De repente comprendí”, dijo, “que se puede atrapar la eternidad en un momento. Todo es perfecto en ella: las relaciones entre las formas, la composición, el movimiento”. El fotógrafo húngaro, cuya obra inspiró a los grandes de su tiempo como el mismo Cartier-Bresson o Richard Avedon, llegó a Nueva York huyendo del nazismo y tuvo una carrera fulgurante en la revista Harper’s Bazaar, donde revolucionó la encorsetada imagen de la moda convirtiéndose en el fotógrafo mejor pagado de la historia, pero años después moriría en la pobreza y olvidado por todos. En una de las salas hay un retrato suyo tumbado en el agua, seguramente buscando con la modelo uno de sus extravagantes encuadres para otro instante glorioso.
Quizá porque la infancia es ese tiempo de los instantes perfectos, los niños protagonizan muchas de las obras de esta muestra, como el pequeño desnudo con un enorme sombrero de paja en el campo de refugiados de Kowloon, pisando descalzo el polvo del camino en la fotografía de 1952 de Werner Bischof; o los Niños en el edificio abandonado del camino Scott mirándome desde la ventana de esa casa vieja, atrapados para siempre entre el ladrillo y el vidrio en la fotografía que tomó Lewis Hine en 1937: “Quería mostrar lo que había que corregir. Quería mostrar las cosas que deben ser apreciadas”.
Aquí hay niños que jugaban a rayuela en la calle en 1950, en Juegos de tiza, de Arthur Leipzig, y niños con caretas monstruosas que en 1962 ocupaban unas gradas numeradas en Romance de Ambrose Bierce, nº3, de Ralph Eugene Meatyard. También veo niños enmascarados que salían de un portal en Brooklyn y quedaron allí detenidos por la Leica de Helen Levitt en 1940, que estaría callejeando por la ciudad como tenía por costumbre. A la fotógrafa le fascinaba el mundo irreal de los juegos y su peculiar lenguaje de garabatos, y creó un archivo formado por más de 150 imágenes de grafitis y dibujos de tiza pintados por los niños en aceras, paredes o escaleras como la de 1938 que veo en la fotografía que tituló N.Y.C. El estudio de la joven Levitt sobre la relación entre el arte y los juegos de los niños despertó gran interés y el MoMA de Nueva York le dedicó una exposición en 1943, en ese tiempo en el que el arte fotográfico apenas empezaba a mostrarse en los museos.
“En la fotografía hay una realidad tan sutil que llega a ser más real que la realidad”, sentencia Alfred Stieglitz en el rótulo impreso en la pared de una sala; un poco más allá la sombra de un dirigible surca un paisaje de nubes en una de sus antiguas fotografías. Casa de la marquesa de Brinvilliers, la envenenadora, tituló Eugène Atget el retrato que tomó en 1900 a un edificio con jardín donde nunca pensarías que ocurrió nada. Como en una trama de Agatha Christie. Y una anciana despeinada en silla de ruedas posa con una máscara grotesca para Diane Arbus en Pensilvania, en 1970. Como los niños con sus caretas. En esta muestra, el siglo XX parece igual de inocente que ellos. O quizá un poco irreal, como sus juegos.
Pero ya habían pasado las dos terribles guerras en la fotografía de Louis Faurer de 1948, donde un niño en los brazos parece soñar con las luces dispersas que encienden la oscuridad como luciérnagas; es la exacta plasmación de la infancia, cuando la realidad es ese tiempo oscilante entre lo inexplorado y lo fantástico, y la vida aletea deslumbrante y frágil batiendo sus alas de insecto. De pronto, me acuerdo de cuando yo también soñaba mundos, y palabras, poseída por el influjo mágico de las luces de ciudad. Y de cuando, después, “la maquinaria de la noche”, como la llamó Ginsberg en Aullido, también era para mí “luz de tráfico de neón parpadeante, vibraciones de sol, luna y árbol en los rugientes atardeceres invernales de Brooklyn, desvaríos de cenicero y bondadosa luz reina de la mente”.
Bajo otro resplandor, en la calle vacía de una ciudad cualquiera, una figura que lleva un palo de hockey patina sobre el asfalto helado como un personaje fuera de contexto en una fotografía de Tosh Matsumoto de 1950; y una cría rebusca en la basura mientras el payaso de un cartel publicitario baila feliz a su espalda, en la imagen de 1951 que Dave Heath tituló solamente: Nueva York. En cualquier lugar, en cualquier tiempo, en medio de los acontecimientos pequeños, formidables o trágicos, todos hablamos solos en medio de la nieve con una careta grotesca y un paraguas roto, igual que aparece el fotógrafo surrealista japonés Shoji Ueda en su Autorretrato con máscara de gorila.
‘Al descubierto. Obras seleccionadas de The Howard Greenberg Gallery’. Fundación Canal. Madrid. Hasta el 24 de julio.
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