El síndrome del docente ‘quemado’
Durante el confinamiento sufrí un accidente casero con una estufa de bioetanol que marcó una nueva fecha en mi vida y me produjo, entre otras quemaduras, una grave en el antebrazo derecho. Cuando no podía estar más desconcertada por una situación de confinamiento totalmente novedosa para todos, tuve que gestionar también un accidente y sus secuelas. Cuando una persona pasa por un hecho traumático o muy doloroso, se cubre de cierto halo al que no le afectan las superficialidades; por otro lado, el dolor te aleja de la realidad inmediata y te permite ver las cosas con otra perspectiva, yo diría que más objetiva. Entre ellas, he reflexionado sobre el síndrome de tantos docentes ‘quemados’. Tenemos la profesión más interesante del mundo, pero nos sentimos ‘quemados’. ¿Por qué?
Ahora soy casi una experta en fibrina, epidermis y dermis, en las posibles combinaciones de opiáceos y otros medicamentos para mitigar el dolor, en contar las horas reales de efecto y en contar el tiempo que me falta desde que me despierto hasta que me puedo volver a la cama para no sentir dolor. Esta circunstancia ha hecho que la mayor parte de mis horas las pasara en tiempo de introspección y solo cuando el dolor se convertía en “soportable” aprovechaba para escribir algún artículo, trabajar o hacer presencia en casa de una manera aparentemente normal.
El alejamiento de la realidad que sucedía más allá de mi dolor me permitió reflexionar sobre muchos temas. El político, cada vez más decepcionante, donde el intercambio de argumentos se ha convertido en un intercambio de descalificaciones. La oratoria y la dialéctica, el intercambio de oraciones de forma civilizada parecen ya asuntos de otros tiempos. El nivel del plantel político pone en evidencia la necesidad de que de verdad prestemos atención a la expresión oral, esa gran olvidada en educación, pero sobre todo a la ética. La bajeza de los trolls tuiteros parece haber llegado al Congreso y por momentos he sentido gran vergüenza ajena.
Respecto a la educación, ¿cómo no iba a pensar en ese tema si es uno de los pilares de mi vida? Este tiempo he prestado especial atención a los tuits de docentes que sufren burn out; ya sabéis, ese síndrome de estar quemado. Es increíble la cantidad de compañeros y compañeras que lo sufren, pero el denominador común de los tuits que he leído hacía referencia a que su situación de desánimo y desesperación no se debía al alumnado sino a las familias y mayormente a la Administración.
Desde la situación de emergencia sanitaria han sido cientos los artículos de expertos que han dicho a los docentes cómo deben proceder en la vuelta a las aulas o cómo dar clase en esta situación excepcional. Estos expertos también tienen una característica común: o nunca han estado en un aula o hace años que no la pisan. Los docentes, y especialmente los equipos directivos, están realizando auténticas cábalas para poder organizar el próximo curso, conjugando variables que todavía se desconocen. Lejos de los centros educativos se reúnen equipos de expertos que darán directrices, pero en ninguno de estos equipos de expertos se cuenta –al igual que cuando se hace una ley educativa o se tratan de resolver problemas educativos– con profesionales que trabajan en el aula día a día. La educación, siempre ninguneada. Por si fuese poco, leía atónita que la comunidad de Madrid suprimía más de 14.000 plazas de escuela pública para desviarlas a la concertada o privada. Precisamente en un momento de crisis económica, devenida de la crisis sanitaria, se desmantela un servicio público fundamental.
El dolor físico agudo durante una parte considerable de tiempo te hace buscar soledad en muchos momentos, y, en otros, empatizar con otros enfermos. Cierto es que el dolor es subjetivo y no todos tenemos la misma capacidad de aguante, pero el límite lo pone el cuerpo. Cuando el dolor es insoportable, puede llegarse al desmayo, y así, entre la consciencia y la inconsciencia, te haces todavía más consciente del tiempo, del tiempo útil o aprovechable. Así, he podido hacer repaso de personas y temas a los que había dedicado mi tiempo útil en los últimos años. Respecto a las primeras, los amigos y personas que te rodean, esta situación es un filtro estupendo para ver quién permanece en el día a día preocupándose y quién no. Respecto a los asuntos a los que he dedicado más atención en mi vida, hay uno que destaca especialmente: el medioambiente.
He destinado a este tema gran parte de mi tiempo libre y de tiempo que le he robado a mi familia. Ahora lo observo desde fuera y veo que, incluso en una lucha que debería unirnos, hay ansias de protagonismo. A ello se suma que la transmisión de los problemas ambientales no termina de calar en la gente, en la población en general. Los concienciados lo están cada vez más, pero a la sociedad general todo le suena a “rollo ambientalista”; algún error se está cometiendo cuando los que dedicamos energías a esto no somos capaces de adaptar más nuestro discurso para llegar a más gente. Quizá solo calen temas tan simples como la eliminación de plástico, algo que parecía superado pero que ha vuelto a nuestras vidas; quizá la falta de educación o comportamientos básicos que se presuponen solo llegan cuando nos tocan el bolsillo, o quizá el tema de la destrucción ambiental que estamos sufriendo esté condenado, como la educación, a ser uno de los ninguneados, por muchas zoonosis que suframos.
Mi dolor no lo he sufrido yo sola, lo ha padecido también mi familia; nuestra realidad se transformó mucho más allá de la covid19; mi cara desencajada se traducía en sus caras de desesperación. Cuando el dolor entra en una casa, afecta a todos, y a veces las personas de acompañamiento son las grandes olvidadas, los cuidadores y cuidadoras que están ahí ayudando no tienen un momento de respiro y son víctimas colaterales de la situación. Así que he podido empatizar con todas las personas cuidadoras en esta pandemia, y, por supuesto, con las miles de mujeres –sí, mujeres en su gran mayoría– que tras su trabajo dedican el tiempo al cuidado de sus hijos e hijas, sus padres y madres. También he podido empatizar con todas las personas que no tienen acceso a analgésicos, a asistencia sanitaria e incluyo a todas aquellas personas que sufren enfermedades crónicas o degenerativas, porque mi dolor, por agudo y desesperante que sea, tiene fecha de caducidad, pero el de miles de personas no, y para que su calidad de vida tenga un mínimo de dignidad es necesario una inversión grande en medios personales y materiales en una sanidad pública de calidad. Sobre esto ya ha llamado la atención la OMS a los países europeos, precisamente para que eviten recortes en sanidad tras la covid-19.
No sé a qué destinaré mi tiempo libre cuando termine de recuperarme. Me desanima ver una sociedad llena de odio en vez de palabra; me desanima ver que la causa de una crisis sanitaria, una zoonosis por pérdida de biodiversidad, no se trate con la importancia que requiere; me desanima que se hable de educación solo en temas de forma y no de contenido y que siga siendo tratada como un asunto menor.
Me desanima que los pilares que sustentan la vida y lo que se supone los cimientos del Estado de Bienestar en una sociedad civilizada y democrática –la educación y la sanidad– se tambaleen constantemente.
Me temo que todos estos temas seguirán causándome dolor mucho más allá de cuando me recupere de mi quemadura. Ahora me queda tiempo para valorar cuánto más restar de mi vida personal para invertir en ¿causas perdidas? Nos vemos a la vuelta del verano. Cuidaos (la salud y el ánimo).
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