El sueño de montar una casa de verdad, una familia ideal
El exilio, aunque esté bien remunerado y plagado del abrazo de amigos inesperados, siempre marca la vida de quien lo sufre, para bien o para mal, siempre arrumba medias verdades que se acoplan en la maleta como se acopla sin remedio la vista cansada en los ojos de un cincuentón, máxime si tu padre es un contumaz artista del suicidio, de la locura y de la quietud. Ernest, el verosímil y metódico protagonista de ‘Una casa de verdad’, primera y extraordinaria novela de Ianire Doistua (Bilbao, 1980), lo sabe y lo glosa de manera expansiva en un memorial que sorprende al lector. El sueño de montar una casa de verdad, una familia ideal, una idílica realidad se ve asaltado, sin dar respiro, por los fantasmas del pasado.
Ernest sabe que nuestro futuro siempre depende del cuidado que los que nos rodean pongan en el presente. Y es así como va desgranado una historia de secretos, locura, suicidio, amores perdidos y hermanos ultraperfectos que me ha parecido deslumbrante en fondo y forma.
Ernest es un cínico de manual que juega a través de su cinismo a desoír las fábulas que el porvenir le cuenta a diario. Es un hombre anodino, el cuidador improvisado del padre y de la madre, el adulto inducido por el deseo suicida de su padre y los secretos amorosos de su madre. El héroe que no necesita mancharse la ropa ni ganar una batalla para mantener el orden de su mundo.
Ianire Doistua ha creado un personaje de una sola pieza, un luchador cuya vida no brilla a no ser que se entregue a la natación, un hombre que solo respira cuando está custodiado por el hipnótico olor del cloro. Doistua ha creado un personaje contradictorio y al mismo tiempo metódico, un hombre que solo sabe avanzar si es para poner a salvo a su familia y que, sin embargo, no ve más allá de la protección maniquea que supone poner rejas en las ventanas, pintura antideslizante en los escalones y placas de metacrilato ahumadas en lugar de fríos y transparentes cristales para evitar heridas y sangre corriendo sobre los suelos recién fregados.
Doistua tiene una manera muy particular de narrar el caos que provoca la muerte largamente intentada, largamente anunciada. Sabe aglutinar con maestría, mucho humor y visceralidad el reto de saber controlar, pase lo que pase la memoria:
“El pasado no se piensa, se recuerda”.
Expresa con acierto y un pulso narrativo que sin duda la distingue la modificación vital que a veces provoca haber nacido en una determinada familia. Expone con contundencia la idiosincrasia de lo ajeno modificando de principio a fin la existencia de quien ha de sostenerla.
Una casa de verdad es una contradicción de exuberante honestidad. Una novela que rompe dentro de la memoria del lector hasta incrustar dentro de ella muchas y acertadas microbiografías. Una historia que sirve para reconocer a otros y para reconocernos a nosotros mismos, que ofrece una cábala emocional interesantísima.
Hay sombras en esta novela que valen su peso en oro, sombras sobre las que descansar y sombras sobre las que resucitar sin miedo a la desorientación.
Doistua es concreta, temeraria, pulcra y literariamente impecable. Es una recolocadora emocional nata y no se presta a los chanchullos narrativos que le darían una victoria fácil:
“Todo el mundo nace entero. Incluso él mismo. A Ian, como a todos, un día también le llegará su primera brecha, esa a la que por mucha tierra, cerveza y sueños que se eche encima, seguirá ahondándose sin remedio, haciendo resonar cada vez más alto el eco de que una vez lo fue”.
Su novela ha sido un hallazgo como lo es la posibilidad que ofrece de sumergirse en su originalísima manera de dar un escarmiento inteligente al poder de los árboles genealógicos. En ella todos sus personajes son supervivientes a su manera, en ella todas las reflexiones son una casa en la que la decoración no encaja con la devoción de cada uno de ellos. Nora, la madre, sobrevive a su longevo deseo. Elise, la mujer, sobrevive a su aburrimiento desatando una tragedia que no sabrá digerir. Sophie será el fantasma que acabe con las buenas intenciones del protagonista. Ian, el hijo, será el guardián del fantasma en que las eternas ganas de morir de su abuelo han convertido a su padre:
“Me ha llamado el tutor de Ian para que fuera a hablar con él.
–¿Qué ha hecho?
–Nada
–Algo habrá hecho
–Lleva una semana diciendo que estás muerto”.
Una novela que ofrece valiosísimos círculos concéntricos, una novela en la que el catastrofismo de aliento inagotable de su protagonista es una delicia.
Una casa de verdad es un nido de impaciencia y de dolor residual que contradictoriamente ofrece una luz tan distinta y tan poderosa que es capaz de renombrar la saliva abisal que sale de todas la bocas que van construyendo la historia. La violencia es a veces una forma monstruosa de quietud; Ianire Doistua lo cuenta sin subterfugios ni falsas refutaciones:
“Él era la nada y, en cambio, ella, por muchos golpes que recibiera, lo era todo”.
“Para algunos, la primavera llega sin flores que llevarse a la boca”.
Una casa de verdad es una novela temperamental que no cesa de expoliar la vida del lector mientras dura. Hay verdades en ella que nos reconocen, que nos teledirigen sin pudor alguno.
Una casa de verdad es esa voz que no sabemos a quién pertenece, pero que aniquila nuestra comodidad, esa voz que nos impide seguir mintiendo como lectores y como seres humanos.
No dejéis de leerla, porque es una novela que transita entre las heladas venas del demonio y la sangre caliente de un dios que por primera vez nos mira lejos de ese recuadro cada vez más podrido que es la religión.
‘Una casa de verdad’. Ianire Doistua. Tres Hermanas. 252 páginas.
Comentarios
Por Mariajesus Castillo, el 08 diciembre 2021
Que análisis más interesante haces del libro. Como flashes.
El último comentario… Me has acabado de ganar, la lucha entre el bien y el mal.
La esencia de los valores humanos.
Me gustará leerlo!
Gracias
Por Amaya, el 22 marzo 2022
Estoy de acuerdo en todo lo que afirma esta reseña, «Una casa de verdad» me ha parecido una innovación literaria desde las primeras hasta las últimas páginas, con ese narrador que, en principio, es tercera persona, pero que se mete tanto en la cabeza del personaje que llega a ser un auténtico monólogo interior en el que asistimos al crecimiento de unas semillas sembradas en la infancia, que van creciendo en la adolescencia y que comienzan a sofocar tanto al protagonista como a un lector que es testigo, paso a paso, de un final que aquí no se puede desvelar pero que, al leerlo, hace pensar: era inevitable. Magistral opera prima de Ianire Doistua.