El tatuaje más perfecto
La locura del amor, de la entrega. Buscando la identificación profunda con el ser amado para retenerlo. El tatuaje perfecto, el más verosímil y tridimensional. Cuarto de nuestros ‘Relatos de Agosto’ con la colaboración del Taller de Escritura de Clara Obligado.
POR FULGENCIO GARCÍA
El mismo día en que la conocí me hice el primer tatuaje, deslumbrado por su belleza. Fue un acto impulsado por el deseo que me inundó al contemplar su rostro níveo, coronado en los pómulos por sendos rosetones juveniles que la aniñaban aún más. Sus manos eran delicadas y frágiles y su piel de cristal. Su sonrisa parecía dibujada por el mismo Leonardo y su busto. Su busto… Qué decir de su busto.
Busqué al mejor y le pedí que fijara su nombre en mi pecho, justo en el corazón.
Cuando cayeron las primeras hojas de nuestro calendario en común, ella me clavó la pregunta junto con su mirada pueril. ¿Ya no me quieres?
¡Cómo podía decir eso! Mi amanecer de primavera pleno de rocío se atrevía a insinuar que ya no la reverenciaba. Para demostrarle mi amor decidí dibujarme su perfil alrededor de su nombre y ocupar así la mitad de mi torso con ella. Volví al artista y le obligué a repetirlo dos veces, soportando el dolor propio de tatuaje sobre tatuaje para que fuera lo más fiel a la irrealidad de su belleza. Quería ver su rostro a cualquier hora del día, en cualquier lugar y situación.
Aún consideraba que no gritaba mi amor a los cuatro vientos.
Se fueron las noches detrás de los días y el fantasma del desamor me saludaba cada mañana. No encontraba ya maneras por las que demostrar mi absoluto delirio por su tez pálida, por sus andares felinos e inquietantes. Por su busto. Su desazón me enloquecía. Visité a mi psicólogo de cabecera y me recomendó que, a la vista de los hechos y ante los probables deshechos, martirizara de nuevo mi piel. Taciturno, telefoneé al artista de la aguja y pude escuchar cómo se frotaba las manos de contento.
Ya era su mejor cliente.
En la siguiente visita pedí un nuevo reto cuando le entregué una foto de ella desnuda. Quería que me perfilara el cuerpo de mi diosa. Cuerpo sobre cuerpo, tinta sobre piel. Un mes, en sesiones diarias de tres horas por la mañana y otras tantas por la tarde, empleó en recrear su contorno, la expresión de su rostro, su virginal perversidad en mi cuerpo pecador.
Cuando ella se contempló en mí se abrió más y me permitió que la gozara durante horas, en justa recompensa por mi esfuerzo y sufrimiento. Mientras la extraña imagen de imágenes se nos mezclaba, ella no hacía sino repetir su nombre. Qué más me daba, si al menos así conseguía que me sintiera rendido y hechizado por ella. Volví al éxtasis absoluto.
Sólo pasaron sesenta días cuando volví a escuchar la maldición.
– ¿Estás convencido de que eso es lo máximo que puedes hacer para gritar a todo el mundo que no hay, ni habrá, otra como yo?
Teléfono, marcación rápida, nueva cita. Mi tatuador de cabecera me recibió con una botella de champán y una bandeja de pasteles. Me desnudé, le mostré mi cuerpo, que él ya conocía hasta en los pliegues más escondidos, y me comentó -sin apenas darle importancia- que podría hacer el trabajo definitivo. Había recibido noticia de una aguja china especial, muy rara y costosa, que le ayudaría a conseguir el efecto más verosímil que se pudiera dibujar sobre materia viva. Salté de la camilla, le agarré por los brazos, pegué mi cara a la suya y le supliqué que la buscara, que la encontrara. Le pagaría con mi alma y con mi sangre. Sin inmutarse, esbozó una media sonrisa. Firmé un cheque enorme y me dio cita para pasados otros tantos meses.
Entre suspiros y lloros, reconciliaciones fugaces y litros de tinta, un año. Llevaba escuchando sus cuitas sobre mi probable desamor y dejadez un año. Le pedí paciencia, tiempo, una pequeña señal de que confiaba en mí. No me la dio. Ella afirmaba que todo era insuficiente. Se marchó un buen día de primavera lleno de azahar con un niño de papá barbilampiño y aseado al que le daban pánico las agujas. Su estela perfumada se diluyó en el aire de la mañana. Me dejó sólo su retrato en mi cuerpo.
Entonces recibí la llamada. Mi salvador había encontrado la aguja.
Fijamos cita para esa tarde. Llegué a tiempo, me desnudé, me pidió que me acostara. El cuerpo de mi idolatrada ninfa estaba en el mío, apenas se distinguían las formas perfiladas de las naturales. Era difícil discernir cuál era el del hombre y cuál el de la mujer. El artista atrancó la puerta, encendió unas velas. Giró su cabeza hacia mí, y me preguntó de nuevo. Sí, estaba preparado. Abrió una cajita de bambú. Un elemento de mineral finísimo, de reflejos verdes, brilló. Calentó la aguja en la llama azulada y, sin darme tiempo a preguntar ni a respirar, la clavó en mi pecho. Directo en la inicial de su nombre, directo al corazón. Apretó hasta llegar a la empuñadura. Sentí bajar algo caliente hacia mi interior, algo que me perforaba el alma. Quise gritar y no pude. Miré mis manos, la tinta se estaba yendo hacia las capas más profundas de la dermis, como si el pinchazo en la “A” primera, en el centro de mi ser, fuera un simple desagüe. La garganta y la nariz se me colapsaron. Me mareé y no sé cuánto tiempo estuve en la camilla del estudio.
Cuando desperté pedí un espejo. Su respiración era entrecortada, su rostro reflejaba la ansiedad y la locura del artista supremo ante su obra maestra. El espejo, repetí. Extasiado, mi creador me tendió lo que le pedía. El deseo inundaba su rostro, la rendición del enamorado le chorreaba por la piel. Suspiraba.
Una lágrima hecha del más fino cristal se me resbaló por mi perfil níveo, al ver mi reflejo el que siempre había soñado. Mis labios carnosos enmarcaban mi sonrisa, imaginada por Leonardo. Y mi busto. Mi busto. Qué decir de mi busto.
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