El viaje de una botella de vidrio: de un iglú a tu nevera
Una visita a un centro de tratamiento, fabricación y envasado del vidrio es la visualización del ciclo que cada botella o frasco que entra en nuestras vidas realiza cada día. Siete de cada 10 envases de este material son recogidos para reconvertirse en una parte de nuevos envases. Son cerca de un millón de toneladas anualmente los que se recuperan en España. ‘El Asombrario’ ha sido testigo de todo el ciclo en una visita a tres empresas privadas: una que lo recicla, otra que lo fabrica y una tercera, cervecera, en el que este invento de hace unos 7.000 años es fundamental para su negocio.
Pongamos que la protagonista de este viaje es esa litrona de cerveza que se compra en un supermercado o en la tienda de barrio. Pongamos que en un rato está vacía, aunque se tarda algo más que el tiempo en desechar un tarro de espárragos, por ejemplo. Si somos de ese elevado –pero aún insuficiente– porcentaje de la población española que cumple las normas cívicas, bajamos al iglú verde que Ecovidrio ha instalado en nuestras calles para su recogida. Hay más de 245.000 de estos contenedores en nuestra geografía, así que no suele ser complicado toparse con uno. Los que se llevan el premio son los que viven en Baleares –un alto porcentaje de extranjeros europeos– donde de media se reciclan casi 40 kilos al año por persona, muy por delante de los de Andalucía, que se quedan en 15 kilos. Por capitales de provincia, ganan San Sebastián y Pamplona.
Todo lo que ahí se echa acaba en plantas como esta a la que llega nuestra litrona, en Quer (Guadalajara), que visitamos en un viaje organizado por Ecovidrio y APIA, la asociación de periodistas de información ambiental. La botella, ya rota por el golpe al tirarla o por el vaivén en el camión en el que ha recorrido unos 60 kilómetros, llega a una inmensa instalación de la empresa Planta de Tratamiento de Vidrio de Calcín Ibérico S.L. Es una de las 15 que existen en todo el territorio español para tratar residuos de envases de vidrio y, según sus responsables, a ella llegan unas 10.000 toneladas cada año, solamente desde Madrid.
Entre miles de parientes en forma de botellín, frasco o tarro de variopintos tamaños, la litrona aterriza en una cinta con un aspirador por la que desfila una inmensa cantidad de residuos, de los que vuelan papeles y bolsas y otras basuras de poco peso… También un separador magnético discrimina los metales. Acaba en una cabina donde unas trabajadoras, con mascarilla y guantes, van eliminando de forma manual todo aquello que no debería estar ahí; es decir, botellas de plástico, tapones, bolsas, etcétera… Lo peor: la familia de las cerámicas y porcelanas, que pueden invalidar el reciclaje, al provocar luego roturas en nuevos vidrios, así que hay que eliminarlas, porque siempre aparece alguna. Es algo fundamental a recordar antes de echarlo por el agujero del contenedor. Tampoco viene muy bien el cristal (sí, el de vasos, copas y platos rotos que muchos depositan en el iglú pensando que son residuos de vidrio), aunque ya es menos problemático, porque casi ya no se usa en su producción el óxido de plomo que dañaba el resultado final.
Desde ahí, por otra cinta, los trozos de lo que fue nuestra botella llegan a otra máquina que es un molino que no deja de funcionar ni un momento. Allí todo es triturado en trozos pequeños, que es lo que en el sector se denomina calcín; es decir, vidrio para reciclar. El polvillo que genera la molienda va creando una película que va a parar al suelo, una arenilla blanca que cruje al pisar y que también flota, por lo que los visitantes hemos de ir protegidos con gafas. Los restos de lo que fue la litrona siguen su viaje, deslizándose hacia otro lugar donde hay un lector óptico que discrimina lo que pueda haber quedado de residuos y, especialmente, entre las piezas de vidrio blanco y las de colores (marrón, verde, azul). Tras una última molienda, por un lado saldrá una montaña blanca del llamado calcín y por otra una mezcla más oscura, el calcín mixto.
La montaña de basura de descarte impresiona, aunque las cifras indican que aquello que por error echamos con el vidrio en el iglú supone solo un 2% del total. El olor en la planta es fuerte, desagradable, como en todo basurero, y de ahí sale nuestra litrona, convertida en polvo, dispuesta a ser reutilizada.
A escasos kilómetros, en Azuqueca de Henares (Guadalajara), se ubica una de las fábricas de la empresa Verallia, dedicada a los envases de vidrio, donde reciben con los brazos abiertos el calcín de Quer. En realidad, prefieren el calcín blanco, porque lo suyo es hacer tarros. Hasta tres millones al día salen de las instalaciones de la que es la tercera mayor compañía del mundo en su sector.
Su director, Domingo Franco, nos explica que, si hicieran botellas para, pongamos por ejemplo, nuevas litronas, como hacen alguna de las otras siete fábricas que la compañía tiene en la Península Ibérica, utilizarían hasta el 80% de vidrio reciclado, lo que disminuiría mucho su impacto en contaminación y uso de recursos, pero en Azuqueca la especialidad son tarros transparentes, así que lo que usan es un 30% .
Lo más impactante al entrar en la planta de fabricación, pertrechados de bata, gorro, zapatos y gafas, es el calor. Los dos hornos de los que disponen alcanzan los 1.600 grados. Con gas y electricidad continua para sostener esa temperatura, sin parar a ninguna hora ni día del año, no puede permanecerse mucho tiempo cerca de una de las máquinas en las que se mezcla esa arena, carbonato y calcín. Nos cuenta que gran parte de la energía se recupera en un ciclo constante para ser más eficientes, gracias a ladrillos refractarios. Al final de la larga cadena de producción, vemos cómo el material licuado se convierte y va dando forma a uno de los nueve modelos de tarros y botellas que tienen en producción. A cada pieza se le pone una matrícula de dónde y cuándo salió al mundo por si alguna da luego problemas.
Apenas hay que recorrer 10 minutos en un vehículo para entrar en la fábrica que Mahou San Miguel tiene en Alovera (también en Guadalajara) desde hace tres décadas. Ahí se produce el contenido de millones de litronas hechas, en su mayor parte, de calcín mixto. En esa inmensa instalación nos reciben unas placas fotovoltaicas que son parte de los 55.000 metros cuadrados que ocupan y que proporcionan el 16% de la energía necesaria para que la maquinaria cervecera funcione.
Decenas de miles de botellas como la nuestra, pero también de tercio, botellines, latas o barriles, se mueven por los 11 lineales en una sincronizada danza. Una de las líneas se dedica a la reutilización; es decir, a los envases que recogen cada día en la hostelería los camiones de la empresa, que son lavados a 80°C y vueltos a etiquetar y rellenar. En los otros lineales, las botellas que proceden de las fábricas como Veralia que utilizan en gran parte vidrio reciclado, recogido por Ecovidrio. Cada jornada salen tres millones de litros de diferentes calidades de ese líquido dorado, que es el cuarto más consumido en el mundo, tras el agua, el café y el té. Su sabor, aroma y textura está en manos de los 50 maestros cerveceros de la planta.
Como curiosidad, nos enteramos de que en Alemania están los dos bancos de levadura madre que utilizan, un ingrediente fundamental para hacer cerveza junto con el lúpulo, la malta de cebada, el maíz y el agua. En el caso del cereal, todo proviene de España. Las ingentes cantidades de bargazo que queda tras prensar y filtrar el mosto las ceden para su aprovechamiento como abono o pienso para el ganado. Casi un mes pasará ese mosto fermentando en uno de los 89 tanques de la fábrica –con medio millón de litros cada uno– hasta que, una vez listo, y con precisión matemática, va rellenando los nuevos envases.
Una nueva litrona ya está disponible para ser consumida, cerrando el círculo que inició en el estante de donde un día entró a formar parte de nuestra compra.
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